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En un bosque donde todos los pájaros son llamas, de Alessandra Monterrey Santiago
(selección)

miércoles 25 de enero de 2017
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Con el poemario En un bosque donde todos los pájaros son llamas, la panameña Alessandra Monterrey Santiago (1989) ganó el Concurso de Poesía Gustavo Batista Cedeño 2016, convocado por el Instituto Nacional de Cultura de su país.

El insomnio de las hojas

Por un camino de guijarros de pan
la luna enciende las flores más obscenas.
Las gallinas se arrinconan,
tallan con el pico alas de gaviotas en un tronco seco.

Y entonces,
entre los helechos pisoteados de la mirada,
veo todo tal cual es.

Hay un camino de huesos y escamas.
Mis ojos que son una soga rústica hablando a un hilo de seda,
pintan pétalos de tiza en el sereno.

Es el insomnio de las hojas.

En mis manos llevo el obsequio de la infancia,
el cráneo de una muñeca de tierra
para que apague la tea de las sombras.

He allí el resplandor del árbol más bello,
abre sus ojos para cegar el horizonte
y besa con un soplo la distancia de las estrellas muertas.

De pronto, las hojas callan,
sólo nos queda el cadáver de sus ramas,
huesos para ofrenda del rayo.

Brisa solar de madrugada,
los árboles se derriten como velas,
ya no seremos visitantes,
en mis manos ahora
sólo hay tierra.

 

Llegada al bosque

Sabes, amor.
Estoy en un bosque donde nunca amanece,
porque el sol lo sepultaron
a la orilla de un río de cenizas
y los frutos son crisálidas sin alas;
cada gota de silencio tropieza con la madera podrida
y silbamos el poema de los cuervos sin trigo.

Veo pájaros muertos.

Llevan en el pico la tierra de un náufrago
y las semillas de una nube ingenua.
En las mañanitas, cuando el cielo se llena de pasos,
de la tierra florecen plumas,
pero desaparecen cuando orinas a los pollitos tuertos,
tal vez ebrios por las botellas de un vino sin versos.

Hace frío, las hojas erizan la piel de las mariposas
y los mosquitos lloran en mis piernas.
La sombra de tus hojas era un nido de libélulas marchitas,
la llave a todos los silencios atrapados en un nudo de espejos
y el aroma de los ritos cotidianos del adiós.

 

El árbol astral

A Jhavier R.

Salí al encuentro del amor.
El amor es un árbol de un metro ochenta y tres.
Y en vez de ramas, tiene alas,
alas que en vez de plumas tienen líneas.
Y me abrazan con el infinito perdido en cuarenta y tres despertares,
con el retrato de lo inmenso tras los párpados de la lontananza,
con el mar quebrado por corales
y los labios de un pez transparente.

Me abrazan los viajes de los que quizá fue corteza y frágil semilla;
Y por eso saben a café, sal, picante, albahaca, comino.

Desconozco sus insomnios pasados,
pero tiene el sabor de la terquedad del olivo;
la caricia del durazno,
la deliciosa simpleza del otoe.

El árbol de mar es un tronco a la deriva en el fin del océano.
Sus raíces son del mar, son del ahora,
son anémonas que arrastran guijarros del tiempo.

El amanecer de este árbol es el horizonte de un sol de agua.
Y yo que soy mariposa, gaviota dispersa,
me construyo un punto itinerante,
una constelación en la migración eterna de lo inasible de mis vidas.

Me poso allí,
porque sé que no hay cartografía más cierta
que la inmortalidad del momento.

 

Claustrofobia en una jaula de papel

No hay más que rostros invisibles.
Me he extenuado inútilmente en
los recuerdos y en las sombras.
Antonio Gamoneda

Duele el aroma de las mandarinas en tus manos,
la tierra mojada salpicada de orugas,
la saloma anfibia y el reloj que sólo vos sabes leer;
porque no puedo olvidar
una procesión de ciruelos mordiendo mis ropas
y el capullo de los plátanos macerando la luz.

Yo quería un bosque que sólo fuera mío,
pero me encontré con un jardín torturado
estrangulado entre cactáceas y macetas de huesos.

Los girasoles se embriagaron con la sangre del columpio
y el azul se tragó su tormenta de sed.
Es el luto de lo inmenso entre los umbrales sedientos,
donde las cenizas beberán del manantial de todas las enredaderas
pero jamás enjugarán el lodo de los cielos.

Tampoco podrán posarse en mis manos
las mariposas de alas tatuadas de infinito,
ni los retratos chamuscados por la lluvia
flotando entre las botellas de la resignación.

Todos los lugares comunes de tu amor.

Toda la lluvia atrapada en una jaula de papel
reposa en un tiempo suspendido;
en la eternidad de tus palabras.

Es tarde, lo sé.
Todo a mí llega tarde,
como la luz de una estrella muerta silbando en la hierba.
Es una ilusión enredarme en esas manos que jamás
acariciarán las nubes,
porque aquí la tierra es un fango de lluvias sempiternas
y el azul de ese sol que siempre gira
sólo puede crepitar entre pétalos que arden inasibles
en la triste “exigencia” de un poema de amor.

 

El árbol del amanecer

Las cucarachas viven en un árbol que se pudre en el atardecer.
Allí, en su nido de leche rancia y comején,
gotea la pulpa áspera de su savia,
derrama semillas de alacranes en el vientre de los sinsontes.

El infinito es la trashumancia de las flores.
Mis huellas crujen como el pan triturado
por las muelas de las piedras.
Todo se vuelve ocre,
ha llegado un sol que viste de azul a las iguanas
y este bosque se convierte lentamente en arena.

Y te dije:
Alguien secó el árbol y sólo le dejó hilachas para colgar retazos.
Vamos, colguemos criaturas de alambre, caracolas, cintas.
Trencemos con flores silvestres la primavera en sus ramas,
para que el niño de madera
nunca sienta la carcoma del desamparo
en sus rodillas.

Nos deshacemos de todo.
Y entonces, amanece.

El bosque besa el mar en su lecho.
El bosque es arena
y una hoja dormirá
como un navío extraviado en la marea;
será el susurro de una tierra lejana.

Todas las hojas se quedarán sin nombre.
No importa.
Es tan sólo el sortilegio del sol
que retiene el corazón de los dioses en su vientre de madera,
el paraíso encadenado con todas las puertas condenadas.
Sé que todas abrirían si supiera hilar la paja en oro,
descifrar el pentagrama de las arañas;
pero el fuego espanta a las bestias
y como no sé calmar el amor del fuego
seré la vela que se derrite de frío en el amanecer.

Alessandra Monterrey Santiago
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