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Teoría del tren

lunes 9 de enero de 2023
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I

La mañana recibe la luz en cada gota del reloj,
despiertan los que jamás duermen
y asoman al espejo esperando hallarse renovados,
libres al fin de la noche turbulenta,
libres para siempre de las cargas insulsas;
en lontananza surge el rumor,
anuncio del estruendo imparable,
tren de las negras horas perdidas.

 

II

Abre sus brazos la ciudad de mil calles,
riega con lágrimas los desvelos
y las noticias frescas donde siempre alguien muere;
asiste sin falta a los pecados del día:
herir al río con residuos de abandono,
aumentar el ruido que inunda el aire,
cortar las flores que estorban las fachadas.

 

III

Camino torcido que no enderezan las leyes ni las protestas,
feroz tren que no sabe detenerse,
recorre el viento desde el norte hasta el sur,
azota las puertas de las casas abandonadas
y evita mirar a los que en las vías mueren,
gira los pasos para no responder a los reclamos
de los traicionados por su paso incólume;
ciudad inasible de cristales rotos,
ciudad fantasma perdida en el ensueño.

 

IV

En el mapa de los infantes los colores brillan todavía,
se asoman cada momento por las ventanas de la inocencia,
contemplan el mundo desde su virtud y
beben las palabras dulces del ingenio.
Los niños aman todavía el olor de la lluvia
y saltan sobre los charcos,
ajenos a las desgracias del porvenir,
¿por qué han cortado sus alas celestiales?
¿Dónde encierran los sueños de su mundo feliz?

 

V

En la profunda noche asalta
el rítmico avance del cazador,
tiembla el suelo y parece arder el campo
de animales que se derraman por la pradera,
presos, sin embargo, del bullicio del monstruo de vapor.
Alzan el vuelo aves que ya no conocen las ramas,
ancladas en cables y paredes ardientes,
mientras desde lo alto contemplan
criaturas asustadas entre los rincones.
Animal forastero en su tierra,
la ciudad es el reino prohibido donde sólo el tren sabe estar.

 

VI

En el jardín habita una mariposa
que al paso del tren revolotea sobre el tejado;
tiemblan los cimientos al calor del mediodía,
Apolo gobierna con dura mano
y sufren las golondrinas con sus nidos de lodo;
acampadas en marquesinas de rentas elevadas,
prisioneras siempre del miedo a la evicción.

 

VII

¿Quién apaga el caos insaciable?
Sobre las vías se agolpa el mar desolado,
Lluvia impasible arrecia sobre la ciudad,
transformada en puerto de almas perdidas;
se hunde el tren por el peso de su miseria,
choca la frente contra las olas de los dioses,
y lágrimas se mezclan al polvo y el llanto:
la ciudad: un tren espantado de sí mismo.

 

VIII

Devorado por amaneceres furtivos,
alzo la vista al cielo perturbado;
he perdido los años en círculos por el infierno,
herido sin saber que muero,
herido por el tren furioso de la madrugada;
y a pesar del deceso el ruido estremece mis yertas manos.
Tiemblan los arbustos en el asfalto,
pasos con prisa ignoran el destino,
asomo a vagones putrefactos por esperanzas muertas,
las sordas voces de mis hermanos se pierden
entre árboles molidos en el vagón de la modernidad.
Devorado por la ciudad que inmola el día entre sus fauces,
azotado por el tren guardián de ojos luminosos.

 

IX

Pero esta ruptura que acongoja mis latidos
se esparce imparable sobre nuestro norte,
lava del volcán construido por el hombre,
trágica hecatombe de polvo y cenizas;
hoy he visto al presidente profanar la calle más hermosa,
toda virtud quebrantada sin funeral,
sin flores negras por despedida.
Y tras el velo de la indiferencia nos acecha la bestia hambrienta;
es tal vez el paraíso una mentira del cobarde,
o es la ciudad el pretexto del tren que cruza el horizonte,
siempre furioso llevando su guadaña,
el presagio de todos los dioses caídos.

 

X

Y pese a todo, permanece entre mis ojos el rumor del tren invisible,
ángel de venganza entre los charcos del diluvio;
en el espejo asoma el rostro de la desdicha,
mi rostro al fin contrito por la sangre derramada,
al fin descubierto entre las vías,
choque nervioso de estupor:
la peste lleva la consigna del tren,
de la ciudad y del espejo
donde mis pasos arrancan las gotas del tiempo futuro,
donde es el hombre un tren inconsciente y ciego,
nacido del polvo para convertir en polvo,
y volver a volver a pecar por los siglos,
siempre el tren que rompe la madrugada del destino,
siempre la ciudad que apaga la última llama del cielo.

Enrique Dimas
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