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Fundamento político de la evaluación
Qué significa dar la voz a los otros, tensiones y posibilidades, problematizar las relaciones entre evaluación y cambio educativo

lunes 21 de enero de 2019
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Fundamento político de la evaluación, por Álvaro Acevedo Merlano
Las prácticas evaluativas estandarizadas encasillan a los estudiantes en una sola forma de demostrar su aprendizaje. Fotografía: NeONBRAND • Unsplash

Al enfrentarnos a una actual redefinición de los sistemas educativos en donde la participación del estudiante es fundamental para poder comprender su entorno, su realidad, y desde ahí partir hacia la construcción de un aprendizaje significativo, se establecen varias tensiones y problemáticas entre estas nuevas posibilidades, los actuales modelos de evaluación estandarizados y la voz del estudiante. Así, vemos cómo la evaluación ha generado una fractura entre la calidad (Acevedo-Merlano, Cárdenas y Gutiérrez, 2017) y la desafiliación educativa, mientras se genera una diatriba entre los modelos educativos y los contextos culturales de los estudiantes, reproduciendo contradicciones traducidas en que estos últimos no están en las escuelas para aprender sino por cumplir una obligación (Miranda, 2013).

En ese sentido, siguiendo con Miranda, aunque la evaluación resulta ser un componente importante en la dinámica educativa, su estandarización y sus métricas se han convertido en el objeto de estudio de poderosas instituciones que lo han legitimado como un proyecto prioritario receptor de una gran financiación por parte de entidades transnacionales, lo que ha desenfocado su real contribución a lo educativo como un proceso complejo y subjetivo, circunscribiéndose en las concepciones positivistas de las mediciones y los resultados. Así, la evaluación estandarizada está convirtiéndose en el epítome del proceso de enseñanza/aprendizaje, que, desde una perspectiva metafísica, Miranda (2013) lo plantea de la siguiente forma: “pasamos del cogito, ergo sum (pienso, luego existo), al censere, ergo sum, esto es, censere, ergo educare (evalúo, luego existo… evalúo, luego educo…)” (Miranda, 2013, p. 45).

Proponemos la eliminación de prácticas evaluativas estandarizadas, pues convierten al docente en un técnico de la enseñanza que sólo desarrolla actividades prediseñadas en formatos que limitan su ejercicio pedagógico e instrumentalizan la práctica docente.

De esa manera, a pesar de que los docentes tengan toda la disposición de enriquecer sus métodos de evaluación teniendo en cuenta las opiniones de los estudiantes y quieran indagar sobre el aprendizaje de sus alumnos, forzosamente deben ceñirse a la ley que establece las evaluaciones estandarizadas como única herramienta para lograr medir el nivel de aprendizaje en las escuelas. Sin embargo, teniendo en cuenta los planteamientos del mismo autor, la evaluación en sí misma no reconoce de manera fundamental las deficiencias en los estudiantes, menos aún las resuelve, sino que por el contrario puede generar estigmatizaciones. Asimismo, existe una falta de pertenencia de la cultura escolar frente a las subculturas juveniles; por tanto, existen pocas posibilidades de que la voz de los estudiantes frente a las maneras de evaluar sea tenida en cuenta cuando ya están preestablecidas impositivamente desde lo foráneo.

Ahora bien, siguiendo a Forster y Rojas (2008), una reflexión que debe ser central en toda la discusión sobre los modelos evaluativos es preguntarse: ¿qué beneficios trae la evaluación estandarizada para los estudiantes, más allá de ser una medición psicométrica? Y ¿cómo puede la relación “estudiantes-maestro” trascender las dinámicas impositivas de la norma que legitima dichos modelos estandarizados? Estos autores se acercan un poco a la medición entre los modelos evaluativos y las subjetividades impactadas en el proceso educativo, exhortando por ejemplo a que se ofrezcan varias oportunidades al evaluar un mismo tema, para brindarles a los estudiantes mayores posibilidades de mostrar su aprendizaje. No obstante, estas alternativas, aunque ayudan un poco al panorama suavizando las tensiones entre docentes y estudiantes respecto a la práctica evaluativa estandarizada, no resuelven completamente el problema. En ese sentido, vale preguntarse: ¿cómo se resuelven estas contradicciones cuando se supone que se debe generar un aprendizaje significativo en los jóvenes, pero se siguen reproduciendo los mismos modelos estandarizados en las evaluaciones, que cercenan la capacidad creadora de los alumnos y las posibilidades de enseñar del maestro como sujeto autónomo y guía en el desarrollo cognitivo de los estudiantes?

Respecto a estas incoherencias, Rudduck y Flutter (2007) acusan a los maestros que no tienen en cuenta las características cambiantes de las expresiones de los jóvenes, que no por ser menos “tradicionales” son menos válidas. Estos autores defienden la importancia de la participación del estudiante en los procesos escolares y, basándose en pruebas hechas por ellos mismos, aseguran que cuando los estudiantes participan y se sienten respetados construyen sentido de pertenencia y respeto por su institución educativa (Rudduck y Flutter, p. 103). En esa medida, lo más coherente con esta búsqueda de la participación del estudiante en la discusión en torno a la educación, que abarca dinámicas políticas, es que sea una parte activa del proceso de evaluación de sus procesos de aprendizaje.

A propósito de prácticas evaluativas en las que se tiene en cuenta al estudiante, Bordas y Cabrera (2001) manifiestan que la evaluación, además de tener unas características técnicas, implican una actitud y sensibilidad, y afirman que “algunos términos como diálogo, consenso, flexibilidad, autorreflexión, coevaluación y participación deben animar la actividad evaluativa si se pretende que tenga un impacto en la calidad de los procesos de aprendizaje y si queremos que el estudiante aprenda a evaluar” (p. 38). De modo que podemos percibir que hay otras formas de evaluar que respetan las posturas de los estudiantes, y por ende son pertinentes con sus necesidades particulares.

El aprendizaje debe ser alimentado por la evaluación y viceversa.

En consecuencia con la reflexión planteada hasta aquí, proponemos de manera categórica la eliminación de prácticas evaluativas estandarizadas, pues convierten al docente en un técnico de la enseñanza que sólo desarrolla actividades prediseñadas en formatos que limitan su ejercicio pedagógico e instrumentalizan la práctica docente. Asimismo, estas maneras de evaluación encasillan a los estudiantes en una sola forma de demostrar su aprendizaje, mermando la posibilidad de adquirir un conocimiento integral de la realidad desde sus propios contextos; por el contrario, sólo se les enseña a pasar dichos exámenes estandarizados, que reproducen en sus categorizaciones las desigualdades entre los sujetos, y que se aleja cada vez más de una evaluación para la justicia social que sea justa y pueda contribuir en realidad a que los estudiantes sientan que han sido tratados con justicia en sus evaluaciones, teniendo en cuenta sus contextos culturales, de manera inclusiva, democrática, crítica e integral (Murillo e Hidalgo, 2015).

En síntesis, consideramos que el aprendizaje debe ser alimentado por la evaluación y viceversa, y que la forma más propicia para alcanzar una evaluación significativa (formativa) es que los estudiantes sean partícipes constantes de sus procesos evaluativos, como de todo su proceso de aprendizaje.

 

Referencias

Álvaro Acevedo Merlano

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