
En los primeros párrafos de su célebre Defensa de la poesía, el poeta Percy Bysshe Shelley nos habla con entusiasmo del poder de la imaginación, aquella criatura evanescente a la que santa Teresa llamó “la loca de la casa”. En efecto, para Shelley, la imaginación era una fuerza que trascendía los límites del arte y la poesía, una potencia creadora capaz de unir lo visible con lo invisible, lo conocido con lo desconocido, el orden mutable de las cosas con “ese orden indestructible” que apenas unos pocos pueden vislumbrar. Así lo expresaba:
Pero los poetas, o aquellos que imaginan y expresan ese orden indestructible, no son sólo los autores del lenguaje y de la música, de la danza, de la arquitectura, de la escultura y la pintura; ellos son los creadores de las leyes y los fundadores de la sociedad civil, los inventores de las artes de la vida y los maestros capaces de acercar a lo bello y lo verdadero a esa parcial aprehensión de las fuerzas del mundo invisible que llamamos religión.1
Como podemos advertir, Shelley les asigna a los poetas un lugar de preeminencia en la sociedad: el de fundadores míticos de la Cultura. A este alegato lo respalda en gran medida el hecho de que en el origen de casi toda lengua hay un texto fundacional, “identitario”, que suele estar atravesado tanto por lo religioso como por lo poético (la epopeya de Gilgamesh, la Ilíada, el Popol Vuh, etc.).2 Ahora bien, Shelley no sólo le concede al poeta un lugar de excelencia en el pasado mítico de la humanidad, sino también —tal vez por la proximidad que tiene la poesía con el discurso profético— un lugar de excelencia en el futuro. El poeta es un visionario, por consiguiente, su utilidad en cualquier sociedad que se instituya sobre la base del mito del progreso es indiscutible.
Paradójicamente, Shelley concluye su ensayo con una frase desesperanzada, que actualiza de algún modo la vieja pregunta acerca de la utilidad de la poesía: “Los poetas son los legisladores no reconocidos del universo”.3 Así, luego de una sólida defensa de los alcances de la imaginación y del papel que cumple la palabra poética en la historia y sensibilidad humanas, Shelley parece admitir que los poetas han perdido su antigua jerarquía y, en consecuencia, el inestimable reconocimiento de los hombres.
Extender los límites de la imaginación a toda actividad creadora podría ser una buena forma de devolverle a la poesía su inicial soberanía.
Pero ¿qué fue lo que ocasionó que los poetas perdieran sus originarios atributos?, ¿qué fue lo que los hizo caer en el olvido? La respuesta está en la mismísima idea de progreso. Shelley, mucho antes que Baudelaire y Benjamin, nos advierte sobre esto y, de hecho, señala el enorme abismo que existe entre las conquistas de la razón y las vacilaciones espirituales del hombre, abismo que sólo la poesía está en condiciones de franquear: “Nunca resulta tan deseable el cultivo de la poesía como en períodos en los que, debido a un exceso de egoísmo y cálculo, la acumulación de materiales de la vida externa supera la capacidad de asimilarlos de acuerdo con las leyes internas de la naturaleza humana”.4 No puedo dejar de ver en este fragmento una profunda crítica a los valores tecnocráticos de las sociedades modernas, pero también una reivindicación del principio de la autonomía del arte.
Como sabemos, los poetas del siglo XIX (al menos, los que a mí más me interesan) tenían en común la voluntad de separar su arte de la moral y la lógica de su tiempo, lo que necesariamente los aproximaba a eso que conocemos como la inutilidad del arte, ya que todo aquello que contrariaba el pensamiento positivista, dominante en esos días, era considerado improductivo. Esta rebeldía frente a lo burgués que podemos reconocer en los cultores de l’art pour l’art terminó por convertirse en una negación sistémica, en una crítica profunda a la realidad instituida.
En estos tiempos en los que la razón instrumental parecería haber relegado el arte a un lugar apenas si decorativo, en estos tiempos en los que las auras se han perdido “benjaminaniamente” y el flâneur “baudelairiano” ha sido devorado ya por la multitud anónima, extender los límites de la imaginación a toda actividad creadora podría ser una buena forma de devolverle a la poesía su inicial soberanía. Tal vez por esto mismo, las palabras de Shelley siguen siendo necesarias.
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Notas
- Percy Bysshe Shelley. A Defence of Poetry, London, Kessinger Publishing, 2007 (la traducción es mía).
- Para un mejor análisis sobre este tema, recomiendo mi artículo “Las ‘sagradas escrituras’. Un acercamiento a las relaciones entre Literatura y Religión”, publicado en la revista Las Nueve Musas el 22 de mayo de 2019.
- Shelley. Óp. cit.
- Ibíd.