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El lenguaje de la libertad

lunes 14 de diciembre de 2020
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El lenguaje de la libertad, por Carlos Eduardo Maldonado
La libertad se asume como una vida de riesgos, apuestas y desafíos.

Hay en el mundo toda clase de gente. Los hay que madrugan, los que se esfuerzan, los que lo intentan una y otra vez, los obedientes, los trabajadores, los que estudian, los que hacen deporte, los cumplidos, los que siempre llegan tarde, los que mienten compulsivamente, los que son solícitos, los mediocres, los que buscan la excelencia, los que creen en la santidad, los que se hacen los pendejos, en fin. Muchas clases. Pero lo que menos hay en el mundo es gente libre. Esto es, gente con criterio propio, autónoma, gente que piensa por sí misma, gente que toma el destino en sus propias manos, y demás. Una razón de por qué hay tan poca gente libre en el mundo consiste en estudiar el lenguaje; en este caso el lenguaje de la libertad. Este es el propósito de este texto.

El lenguaje común y corriente fue hecho, desde la modernidad, para tres cosas: el cortejo, el comercio y para describir las cosas alrededor. Consiguientemente, se trató de un lenguaje muy concreto, objetualista, fundado en el primado de la percepción natural, en fin, anclado fuertemente en los cinco sentidos. Ese lenguaje nada sabe de libertad.

Por razones de espacio quisiera aquí, por lo pronto, considerar cinco expresiones de libertad, como se verá, perfectamente anodinas frente a los atavismos y las costumbres; que son los que atan a los seres humanos. Veamos.

La cultura conserva, no transforma a nadie. Petrifica, anquilosa, fija, etiqueta, cataloga: eso hace la cultura.

Impertinente. En sentido estricto, se dice de todo aquello —en este caso, de todo aquel— que no pertenece a nadie ni a nada. Es decir, a quien se atreve a vivir sin eso que llaman “sentido de pertenencia” (= “ponerse la camiseta”), una expresión que esconde toda una ingeniería social de atadura, sentido gregario, integración en una masa. Por ejemplo, pertenecer al ejército o a la policía, a una empresa o a una universidad, a un partido o a una iglesia, a una comunidad o incluso a una minoría. Muy notablemente, en ese sentido que ya acusaba hace tiempo E. Canetti, a propósito de esa fortaleza que cada quien obtiene de pertenencia a una “gran causa”. Por ello mismo, todo el mundo de los símbolos asimila “masa y poder”.

Todo aquel que es libre es, literalmente, impertinente. No pertenece a nadie, y no deja que se haga de sí mismo un esclavo. La impertinencia es exactamente el polo opuesto a la pertenencia; es decir, a encontrar la propia identidad allí donde no existe: en otra cosa: en un partido, una iglesia y demás. Una identidad heterónoma, por completo. Ser impertinente ha terminado por adquirir un matiz moral o moralizante, y entonces se usa para criticar o denigrar a quien no se acoge o se pliega a las costumbres; en una palabra, a la cultura.

En verdad, la cultura es un concepto eminentemente conservador. La cultura conserva, no transforma a nadie. Petrifica, anquilosa, fija, etiqueta, cataloga: eso hace la cultura. Por ello mismo es un oxímoron hablar, por ejemplo de “cultura de paz”, o de “cultura de vida”. Es, como sostenía Wittgenstein, cuando el lenguaje se va de vacaciones. Mera palabrería, simple lenguajear, en fin: flatus voccis.

Quien es libre es, por tanto, impertinente.

Inapropiado. En este caso, como se observa sin dificultad, es inapropiado todo aquel que no se deja apropiar para nada en ningún sentido; es decir, quien mantiene su autonomía, su criterio propio, quien no se deja cooptar de ninguna manera. Mefistófeles efectivamente existe y tiene distintas encarnaciones. Es el poder, o la mafia, o las corporaciones y empresa, o el sistema financiero, por ejemplo. Belcebú se aparece ante cada quien y formula, palabra más, palabra menos, una sola pregunta: “ponga el precio”. El monto no es ninguna dificultad. Y entonces termina comprando almas y conciencias, literalmente, o también cooptando gente que antes era crítica y libre, y subsumiéndolos en sus propias reglas. Esa gente se deja apropiar. No es libre para nada.

En este sentido, la libertad hace a quien la ejerce y a la vida de alguien inapropiado. Esto nos permite anticipar que la libertad no es la regla, es la inmensa excepción en un sistema de libre mercado o de adscripciones, o de pertenencias o de asimilación a Grandes Causas, o cualquiera que sea el nombre, pues éste puede variar. La gente con sentido de independencia, de autonomía, es y será siempre inapropiada. Precisamente porque piensa, porque decide por sí misma, porque no se somete a cosas como: Misión, Visión, Himno, Bandera, Objetivos, Metas y Propósitos, o sus variantes.

Samael no gusta de la gente que cuestiona, sólo quiere gente que obedezca. La sumisión es al mismo tiempo la condición para vender el alma y el resultado de un mal trato con entes como los bancos, las iglesias, los partidos, las empresas, las universidades, en fin: las instituciones (usualmente con mayúscula). La gente que pregunta primero antes de acatar es inapropiada, al igual que quienes objetan o no se someten a las reglas y las condiciones.

Ser libre es completamente inapropiado y volverse inapropiado es una de las expresiones o manifestaciones de la libertad.

Intempestivo. La última vez que este término fue bien entendido fue con Nietzsche. Sus Consideraciones intempestivas (Unzeitmässige Betrachtungen) de 1873-1876 son las reflexiones de alguien que no se somete al tiempo. Ser intempestivo significa, literalmente, que no pertenece al tiempo, no está incluido en el tiempo. Lo suyo es reflexión y vida para todas las épocas, sin grandilocuencias.

La inmensa mayoría de las personas carecen de tiempo y son víctimas del tiempo precisamente porque el tiempo no les pertenece. Es el tiempo del trabajo, el tiempo de las deudas, el tiempo de las obligaciones, el tiempo de los compromisos; en fin, el tiempo de las cosas-que-hay-que-hacer-porque-toca. La primera expresión de la ausencia de libertad es que el tiempo no es de la gente. Viven para comprar, viven para los demás, viven para trabajar y demás. En el mejor de los casos, esa gente tiene vacaciones, pero están programadas y hay que pagarlas. No saben para nada del ocio. Scholé en griego, ese que tenía Sócrates, por ejemplo, para discutir las cosas importantes del mundo y por las que fue acusado justamente por representantes de la buena conciencia y de los estamentos oficiales: Anito y Melito. H. Arendt podría haber dicho hablando a ellos (cosa que nunca hizo): la banalidad del mal; exactamente como Eichmann en Jerusalén.

La gente normal no sabe de pasiones; en el mejor de los casos tan sólo saben de emociones.

Quien es verdaderamente libre tiene su propio tiempo, y no el tiempo oficial, cronológico, exterior, normativo. Pero ese tiempo no está en el tiempo. Es como el kairós, en oposición a chronos. Pues bien, un tiempo que no está en el tiempo es intempestivo.

Y entonces, claro, una existencia intempestiva es perfectamente impredecible, no algorítmica, no sujeta a normas, leyes, prescripciones, poderes y símbolos. En verdad, hay demasiada poca gente libre. Así, la libertad consiste en la capacidad de tener el pivote de la vida en sí mismo y vivir con los demás pero sin ataduras. Esta ausencia de ataduras no es otra cosa que volverse —particularmente de cara a todos aquellos que ya están normalizados— como intempestivo.

Y sí, quien es libre sabe de pasiones, y sobre todo de la única pasión verdaderamente importante: la pasión por la vida. Joie de vivre decían los franceses. La gente normal no sabe de pasiones; en el mejor de los casos tan sólo saben de emociones, pero es porque las emociones están en el cerebro, y están sujetas a manipulación exterior. Las pasiones viven en el cuerpo, y antes que la cárcel del alma, consiste en vivir sin tiempos: intempestivamente.

La pobre gente esclava asimila una vida intempestiva a una vida impulsiva e impetuosa, como desordenada. Ellos no saben de la ausencia del tiempo: que es la propia vida, y la más auténtica libertad. No deberle nada a nadie. Ya Graeber (2014) estableció que el pecado y la deuda son una sola y misma cosa. El mundo de los pecadores es el mundo mismo de los deudores, y ellos están sujetos a la peor de las esclavitudes: vivir en un tiempo que, por definición, es ajeno. El de las deudas.

Indisciplinado. Ya Foucault lo señaló suficientemente: la sociedad panóptica, es decir, la sociedad del control, vigila y castiga, y ante todo disciplina a las gentes. Los disciplinados están ya sometidos, amansados, normalizados. Son obedientes, sumisos, acatan, saben de jerarquías, las respetan y las reproducen. Todos aquellos que ni son libres ni saben de libertad están disciplinados. Piensan en términos de parcelas, viven en términos de fragmentos y, muy significativamente, conocen muy bien y lo viven, el verbo: analizar. La gente que no es libre es disciplinada, y cree que la disciplina es algo bueno y necesario en la vida de las personas. No saben, para nada, del gusto, por ejemplo de aprender o de hacer las cosas. Aprendieron la disciplina y jamás se pudieron liberar de ella.

De manera conspicua, esta gente cree, con Aristóteles, que es bueno trazar diferencias entre géneros literarios; con Descartes, en que son distintas la filosofía y la ciencia; y con Compte que las ciencias naturales son distintas de las ciencias sociales, y que éstas a su vez son diferentes de las ciencias humanas e incluso de las humanidades. Literalmente, creen en las disciplinas, y en las diferencias entre ciencias, lo cual esconde que existen entonces y son legítimas diferencias entre los seres humanos. Todos los sistemas y regímenes verticales y violentos han creído firmemente en la división de las disciplinas; en el medioevo tanto como en la modernidad, en la antigüedad o bien hoy en día.

Quienes son libres son, literalmente, indisciplinados. Nadie que verdaderamente piense, piensa en términos de parcelas, de feudos, de terrenos divididos. Las divisiones entre las ciencias son divisiones entre los seres humanos. Nadie que verdaderamente investigue cree en regímenes, divisiones y jerarquías. Por ejemplo: aquí comienza la ciencia, y aquí termina el arte; aquí está la economía y allá está la física, y así sucesivamente. La verdadera libertad indisciplina. Indisciplina a la sociedad, al Estado, a la Iglesia, a las instituciones; indisciplina, en fin, al conocimiento. En fin, indisciplina a la propia existencia.

Como se aprecia, contra todos los atavismos, no es negativo ser indisciplinado. Todo lo contrario. Nadie puede ser libre si no se enfrenta en primer lugar al lenguaje y empieza a transformarlo al mismo tiempo que busca cambiar al mundo entero. Los que son libres se alimentan de sueños, no de realismo. Su vida es alegre y ligera, sin pesantez ni gravedad.

Insolencia. Originario del latín, la insolencia significa la ausencia de experiencia y apunta hacia la búsqueda de novedad y de lo extraño. En otras palabras, comporta la idea de osadía y de desenvoltura y frescura. Estéticamente hablando, se trata de la lozanía.

Como se aprecia sin dificultad, el mundo normal y normativo, el de las instituciones, ama lo previsible, lo controlable, lo ajustado a regla, promedio y estándares. Nada que se salga de la media. Dicho en el lenguaje de la estadística, se trata del imperio de la ley de grandes números, la campana de Gauss y la curva de Bell. Y sus variantes, como las distribuciones de Poisson, de Bernoulli, exponenciales, de chi-cuadrado, y otras próximas y semejantes. Desde luego que la ciencia y la cultura normales saben de los extremos de una campana de Gauss, pero los desecha con distintos argumentos; por ejemplo, parametrización, desviaciones estándares y otros. Pues bien, es exactamente en los extremos de una campana de Gauss que se encuentran los insolentes. Los demás, los que están en la parte gruesa, son normales y normativizados.

El lenguaje de la libertad no es el del uso común y corriente. Es un lenguaje innovador, fresco siempre, que se crea y se recrea incesantemente a sí mismo.

Ellos viven en las pequeñas cosas. Eso que en inglés se dice: small talk. La vida de los demás, el clima del día, los escándalos y la farándula, el show business en toda la extensión de la palabra, por ejemplo. Es para ellos que existen cosas como los novelones o culebrones —producidos en Turquía, México, Colombia o Brasil, entre otras fuentes—, y también para ellos existen esos adefesios que son los “happy hour”, mientras salen de trabajar y antes de llegar a casa, por ejemplo. Los insolentes se salen de todo ese espectro. Y claro, viven entonces ligeros, sin fardos, sin trivialidad ni banalidad. Pues el mundo de los esclavos y gregarios es banal y trivial al mismo tiempo.

Los insolentes osan explorar territorios, cuestionar lo que va de suyo; en fin, preguntar lo que nadie se atreve. Insolente fue el niño que vio al rey desnudo, en el cuento infantil. Un niño libre: todo un fantástico pleonasmo, cuando el niño no ha sido normalizado.

La búsqueda de la libertad forma insolentes; es decir, literalmente, gente insumisa. Que es lo que menos hay, todo parece indicarlo, en el mundo, alrededor nuestro.

 

* * *

 

El lenguaje de la libertad no es el del uso común y corriente. Es un lenguaje innovador, fresco siempre, que se crea y se recrea incesantemente a sí mismo. La inmensa mayoría de los seres humanos son hablados: hay un lenguaje que habla a través suyo. El lenguaje de la historia oficial, de las instituciones, de las normas, algoritmos y recetas. Nadie puede pensar el mundo verdadera, esto es, radicalmente, si al mismo tiempo no piensa el lenguaje en el que se dice el mundo.

No se puede ser “un poco libres”. Ese es un sofisma. Se es libre o no se lo es. Y entonces, desde luego, se es radicalmente libre. La inmensa minoría de las gentes no es libre. Pero se trata, naturalmente, de que lo sean. Una condición para ello consiste en mostrarles el lenguaje que usan. Al fin y al cabo las palabras son seres vivos. Sólo que a veces los cosifican o los momifican. Sin embargo, análogamente a lo que sucede con el alcoholismo o la drogadicción, por ejemplo, nadie puede ser libre si desde sí mismo no asume el compromiso y el riesgo de serlo. Una libertad heteronormativa es todo lo contrario a lo que aquí se ha mostrado; es disciplina, acatamiento, obediencia, entrega y ausencia de vida. Los muertos vivientes —the walking dead— efectivamente existen, no solamente en las películas.

En contraste, el mundo de quienes verdaderamente están vivos apunta en esa dirección: la impertinencia, la insolencia, el carácter intempestivo, vivir de manera inapropiada, en fin la alegría de vivir, y la complacencia con la propia existencia. Vivir sin miedos, sin fardos. Pues lo contrario no es vida. Por ello mismo la libertad se asume como una vida de riesgos, apuestas y desafíos; es decir, de mucha imaginación y creatividad.

 

Referencias

  • Graeber, D. (2014). The First 5.000 Years. Brooklin-Londres: Melville House.
  • Nietzsche, F. (2015). Las consideraciones intempestivas. Madrid: Alianza Editorial.
Carlos Eduardo Maldonado
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