
“Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres”.
Proverbio árabe
“Los hombres nacidos en su mismo ambiente social, en fechas vecinas, sufren influencias análogas, en particular durante su período de formación. En la historia hay generaciones cortas y generaciones largas [civilizaciones]”.
Marc Bloch
El pensamiento crítico no es juzgar al otro por su gordura, por su calvicie o por su preferencia sexual. El juicio moral, el prejuicio, los estereotipos y la denostación nada tienen que ver con el pensamiento crítico. El pensamiento crítico se abraza del cómo pienso; se articula en el cómo construyo mi discurso. Se encuadra en el proceso argumentativo. No se agota en la enunciación del resultado. Pensamiento crítico no es juzgar al otro mediante el uso de argumentos ad hominem. El pensamiento crítico tiene su matriz en la filosofía, en la historia y en las matemáticas.
El pensamiento crítico no se trata de qué pienso, sino de cómo pienso (el proceso).
Ya lo dijo el historiador francés Marc Bloch: “Nuestra opinión, emponzoñada de dogmas y de mitos, ha perdido hasta el gusto de la comprobación” (p. 89). En nuestra época, expuesta a las toxinas de la mentalidad y de los falsos rumores, “es vergonzoso que el método crítico no figure ni en el más pequeño rincón de los programas de enseñanza, pues no ha dejado de ser sino el humilde auxiliar de algunos trabajos de laboratorio” (p. 133). “La historia tiene el derecho de contar entre sus glorias más seguras el haber abierto así a los hombres, gracias a la elaboración de la técnica de la crítica del testimonio, una nueva ruta hacia la verdad y, por ende, hacia la justicia” (p. 135).
Para René Descartes, las ciencias son hábitos. El conocimiento de una verdad no nos aparta del descubrimiento de otra.
De intentar delimitar el pensamiento crítico, necesitamos remitirnos a la figura de René Descartes, matemático y filósofo francés del siglo XVI. En Reglas para la dirección del espíritu, publicado en 2010 por Alianza Editorial de Madrid, propone la semejanza como el primer momento histórico del pensamiento crítico y la experiencia como fundamental en la construcción del saber (p. 63).
Con Descartes se inician la filosofía moderna y la cultura de los tiempos modernos. ¡Qué ingenuos aquellos profesores que insisten en despreciar la filosofía y la historia!
Para René Descartes, las ciencias son hábitos. El conocimiento de una verdad no nos aparta del descubrimiento de otra, como el ejercicio de un arte no nos impide el aprendizaje de otro, sino que más bien nos ayuda (p. 65). Para el matemático francés, el propósito de la filosofía es el perfeccionamiento del hombre según la verdad del ser, cuyo fundamento está en Dios y su criterio en la razón (p. 67).
El buen sentido se hace sinónimo con la razón, que es el poder de juzgar bien y distinguir lo verdadero de lo falso. También lo hace sinónimo con lo que ordinariamente se llama sentido común. El buen sentido es la sabiduría universal.
La experiencia y la deducción son, de acuerdo con Descartes, los dos caminos por los que llegamos al conocimiento de las cosas. El término experiencia encierra una riqueza de significado (semántica histórica). El pensamiento crítico tiene que ver con el manejo de la aritmética y de la geometría, “porque se asientan en una serie de consecuencias deducibles por razonamiento” (p. 75). Descartes representa la matematización de la filosofía. Aquí está el origen del método científico.
El pensamiento crítico tiene que ver con el método científico.
El método está conformado por ciertas y fáciles reglas mediante las cuales el que las observe nunca tomará algo falso por verdadero, “y no empleando inútilmente ningún esfuerzo de la mente, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia”, llegará al conocimiento verdadero de todo aquello de que es capaz. “Ninguna ciencia puede obtenerse, sino mediante la intuición de la mente o la deducción” (p. 84).
Las acciones del entendimiento humano mediante las cuales se llega al conocimiento son la intuición y la inducción. La intuición es la concepción de una mente pura y atenta, “tan fácil y distinta que nace de la sola luz de la razón, y que por ser más simple es más cierta que la misma deducción. El triángulo está definido sólo por tres líneas, la esfera por una sola superficie. Dos y dos hacen lo mismo que tres y uno, no sólo hay que intuir que dos y dos hacen cuatro, y que tres y uno hacen también cuatro, sino además que de estas dos proposiciones se sigue necesariamente aquella tercera”. Descartes comprende por deducción: todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas conocidas con certeza (p. 79).
Los griegos, creadores de la filosofía, no admitían para el estudio de la sabiduría a nadie que no supiera mathesis (matemáticas), necesaria para educar los espíritus y prepararlos para comprender. La astronomía, la música, la óptica y la mecánica se consideran parte de la matemática. Esto nos trae a la interdisciplinariedad.
La transversalidad o interdisciplinariedad tiene su origen en René Descartes:
O por aquel placer que se encuentra en la contemplación de la verdad y que es casi la única felicidad de esta vida, no turbada por ningún dolor. Las ciencias, que es mucho más fácil aprenderlas todas juntas a la vez, que separar una sola de ellas de las demás. Si alguien quiere investigar seriamente la verdad de las cosas, no debe elegir una ciencia determinada, pues todas están entre sí enlazadas y dependiendo unas de otras recíprocamente; sino que piense tan sólo en acrecentar la luz natural de la razón, no para resolver esta o aquella dificultad de escuela, sino para que, en cada circunstancia de la vida, el entendimiento muestre a la voluntad que se ha de elegir. Toda ciencia es un conocimiento cierto y evidente. Es preciso servirse del entendimiento, de la imaginación, de los sentidos y de la memoria. Puedo conocer el triángulo, aunque nunca haya pensado que en este conocimiento está contenido también el del ángulo, el de la línea, el del número tres, el de la figura, el de la extensión (p. 68).
Introducción a la historia, de Marc Bloch, fue editado en plena Segunda Guerra Mundial. Bloch —también francés— fundó, junto con Lucien Febvre, la Escuela de los Annales. Bloch se especializó en la Edad Media y Febvre en el Renacimiento.
A propósito del pensamiento científico, Bloch aseveró que los griegos y los latinos eran pueblos historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. Por libros sagrados tienen los cristianos libros de historia. El cristianismo es una religión histórica: una religión cuyos dogmas descansan sobre acontecimientos. Los evangelios se conservaron en griego, que era la gran lengua de la cultura de Oriente. La Edad Media, durante mucho tiempo, no se administró, no se relató a sí misma, más que en latín (p. 159).
La historia es un esfuerzo por conocer mejor una realidad en movimiento.
“Es posible que, si no nos ponemos en guardia, la llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mejor comprendida” (p. 9). La historia tiene sus propios placeres estéticos; está hecha para seducir la imaginación de los hombres.
Cuidémonos de quitar a nuestra ciencia (la historia) su parte de poesía. Las ciencias auténticas son las que logran establecer relaciones explicativas entre los fenómenos. Considerada aisladamente, cada ciencia no representa nunca más que un fragmento del movimiento universal hacia el conocimiento (transversalidad del conocimiento humano). Siempre nos parecerá que una ciencia tiene algo de incompleto si no nos ayuda, tarde o temprano, a vivir mejor (competencias educativas). La historia es un esfuerzo por conocer mejor una realidad en movimiento. La historia, junto a la filosofía y la poesía, es una ciencia del espíritu. Vale la pena ejercer el oficio de historiador. La historia jamás dejará de importar.
La historia no es todavía como debiera ser, pero no es una razón para cargar a la historia posible con el peso de los errores que no pertenecen sino a la historia mal comprendida. Debemos combatir por una historia más amplia y humana (p. 69). El pasado es un dato que ya nada habrá de modificar, pero el conocimiento del pasado es algo que está en constante progreso, que se transforma y se perfecciona.
Para Marc Bloch, en 1681, año en que Jean Mabillon publicó De re diplomática, se fundó la crítica documental. El término crítica había designado, hasta entonces, un juicio del gusto. A partir de 1681, adquiere el sentido de prueba de veracidad. Es el descubrimiento de un método universal. Verdad es un concepto filosófico, impregnado de matemáticas (p. 83). Hablemos de la crítica del testimonio y de la crítica estadística.
Las actas notariales están llenas de inexactitudes voluntarias. Pero no basta darse cuenta del engaño, hay que descubrir sus motivos. Tengamos en cuenta que una mentira es un testimonio. Lo mismo que individuos, hubo épocas mitómanas (la Edad Media, por ejemplo). “Ahora somos capaces de hallar y de explicar las imperfecciones del testimonio. Hemos adquirido el derecho de no creerlo” (p. 133).
La mayoría de los problemas de crítica histórica son un problema de probabilidad. No se trata de la extraordinaria complejidad de los datos, sino de que, además, casi siempre son rebeldes a toda traducción matemática (p. 127). La crítica diplomática no podrá llegar a la certidumbre metafísica, confesaba ya Mabillon. No dejaba de tener razón. Es únicamente por simplificación por lo que, a veces, sustituimos un lenguaje de probabilidad por otro de evidencia (p. 130).
Para Bloch, el primer momento histórico del pensamiento crítico se ubica con René Descartes y su Discurso del método, en el siglo XVI, mientras que el segundo está en el siglo XIX, con el nacimiento de la sociología (origen de las ciencias sociales).
Según Bloch, para elaborar una ciencia siempre se necesitará una materia y un hombre. Ninguna ciencia puede prescindir de la abstracción, como tampoco de la imaginación (p. 140). “Las ciencias se han mostrado tanto más fecundas y, por ende, tanto más serviciales según abandonan más deliberadamente el viejo antropocentrismo del bien y del mal” (p. 138).
Sobre la semántica histórica o historia de los conceptos, Marc Bloch expresa:
La historia recibe, en su mayor parte, su vocabulario de la materia misma de su estudio. Los documentos tienden a imponer su nomenclatura. Piensa según las categorías de su propio tiempo. Los historiadores prefieren reservar el concepto siervo para referirse a la Edad Media y esclavos para situarse en la Antigüedad. El trabajo de clasificación figura entre los primeros deberes del historiador (p. 153). Feudal y feudalismo son términos curialescos, sacados del foro en el siglo XVIII por Boulainvilliers y luego por Montesquieu. Capital es palabra de usurero y de contador, cuya significación extendieron pronto los economistas. Capitalista es lejano residuo de la jerga de los especuladores, en las primeras bolsas europeas. Revolución ha cambiado en un sentido muy humano sus antiguas asociaciones astrológicas; en el cielo era —y sigue siendo— un movimiento regular que sin cesar vuelve sobre sí mismo; en la Tierra no es sino una brusca crisis tendida por completo hacia adelante. América ha dado tótem y Oceanía tabú. Una palabra vale mucho menos por su etimología que por el uso que se hace de ella. Fue a fines del siglo XVII cuando un alemán, modesto redactor de manuales, Cristóbal Keller, llamó Edad Media —en una historia general— a todo el período, mucho más que milenario, que va de las invasiones al Renacimiento (p. 164).
El pensamiento crítico tiene que ver con la matemática, con la historia y con la filosofía. Olvídese de los chismes (el rumor), que eso no es pensamiento crítico.
Hannah Arendt, por su parte, afirma que, para hablar de política, necesitamos comenzar por los prejuicios que albergamos contra ella y sus actores. Estos prejuicios representan por sí mismos algo político en el sentido más amplio de la referencia conceptual. La política es más que la relación entre dominadores y dominados. Para Arendt, la política se define a partir de los prejuicios.
“Que los prejuicios tengan un papel tan grande en la vida cotidiana y, por lo tanto, en la política, es algo de lo que, en sí, no cabe lamentarse y que, en ningún caso, se debería intentar cambiar. La política siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de prejuicios, lo que no quiere decir que consista en educarnos para eliminarnos”, sentencia la intelectual alemana.
El prejuicio representa un papel en lo social: mediados por él, aceptamos o excluimos al otro.
Para Arendt, los prejuicios no son idiosincrasias personales que siempre remiten a una experiencia personal en la que tienen la evidencia de percepciones sensibles. “Los prejuicios no poseen una evidencia tal, tampoco para aquel que les está sometido, ya que no son fruto de la experiencia”. Justamente, porque no dependen de un vínculo personal, cuentan con el asentimiento de las mayorías, sin esforzarse en persuadirles. Ahí es donde se diferencia el prejuicio del juicio, con el que, por otra parte, tienen en común que, a través suyo, la gente se reconoce y se siente afín, de manera que, quien está preso en sus prejuicios, siempre puede estar cierto de algún resultado, mientras que lo idiosincrático apenas puede imponerse en el espacio público y sólo tiene validez en lo privado e íntimo. El prejuicio representa un papel en lo social: mediados por él, aceptamos o excluimos al otro.
Según Hannah Arendt, cuanto más libre está un hombre de prejuicios, menos apropiado es para lo puramente político. “Pero si en sociedad no pretendemos juzgar, en lo político sí resulta peligrosa esta renuncia, donde no podemos movernos sin prejuicios porque la política se trata, esencialmente, de la capacidad de juzgar”.
La peligrosidad de los prejuicios es que siempre ocultan el pasado. Un prejuicio se reconoce en que encierra un juicio que, en su día, tuvo principio y fundamento, a partir de la experiencia. Se convirtió en prejuicio al ser usado, indiscriminadamente, sin revisión histórica a través del tiempo. Y todavía hay neófitos que descalifican a la historia. El peligro del prejuicio reside en que siempre está anclado al pasado.
De acuerdo con Arendt, si queremos disolver los prejuicios, primero necesitamos redescubrir los juicios pretéritos que contienen. Si esto no se resuelve, ni contingentes de ilustrados ni riquísimas bibliotecas conseguirán educar a las masas. Así lo demuestran los infinitos esfuerzos dedicados al racismo en Estados Unidos, el antisemitismo y la burla constante hacia los mexicanos frijoleros.
El prejuicio recurre al pasado; por lo tanto, necesitamos del entendimiento histórico para disminuirlo. Reinhart Koselleck, historiador alemán, nos remite a la cuestión de los horizontes históricos. La historia científica o aplicada siempre será necesaria.
Dice Arendt que juzgar tiene dos cauces que se mezclan cuando hablamos. Por una parte, se refiere al clasificatorio de lo singular y particular (se juzga lo individual, pero no el criterio ni su adecuación a lo que mide), y por la otra, alude al enfrentamiento con algo que no hemos visto nunca y para lo que carecemos de criterio. Lo segundo tiene más que ver con la capacidad para diferenciar que con la posibilidad de ordenar y subsumir. Nos confrontamos con ello, en lo cotidiano.
En toda crisis histórica, los prejuicios se tambalean y se vuelven poco confiables. Se dejan de usar estructuras sociales del lenguaje como “se dice” y “se piensa”. Los terrenos desde los cuales se justificaban se vuelven pantanosos. El vacío histórico preserva a quien juzga de exponerse al ridículo de su estupidez. Las ideologías son, sustancialmente, sistemas de prejuicios (pienso, inevitablemente, en López Obrador y en sus focas amaestradas). Ahí no puede haber pensamiento crítico.
A las personas sólo se les debería validar juzgar cuando posean criterios. La capacidad de emitir un juicio es la aptitud para clasificar con ética lo particular, siguiendo lo general que por común acuerdo corresponde. Este clasificar y regular tiene más que ver con un concluir deductivo (lean a Descartes) que con un pensamiento juzgante. Los criterios determinan el mundo moderno en su facticidad.
Juzgar sin criterio nos trajo a esta crisis moral, concluye Hannah Arendt.
El concepto de ética nos remite al pensamiento griego y la moral al pensamiento romano (latino). Ética y moral no son sinónimos, responden a distintos momentos históricos, a diferentes culturas y a divergentes sistemas de pensamiento.
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