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La esperanza de Hesíodo

lunes 24 de octubre de 2022
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La esperanza de Hesíodo, por Duval Hudson
Pandora, primera mujer creada por dioses griegos, se arriesgó, sin saberlo, a abrir un cofre sagrado. El problema con este recipiente es que en realidad traía consigo una trampa secreta, un destino irreversible. “Pandora” (1896), de John William Waterhouse (detalle)

Hacia el final de su Tierra de hombres Saint-Exupéry nos cuenta sobre lo conmovido que se sintió cuando, después de acompañar a unos campesinos al lecho de muerte de su madre, escuchó sobre aquel pueblo unas campanadas de esperanza en homenaje a esta mujer, ecos “de una alegría discreta y tierna”, nos dice. Estas campanadas, en realidad, eran un eco de lo que tiempo atrás habría sido su propia experiencia en el Sahara. Pues este soñador nos cuenta que, a pesar de haber naufragado en un infinito de arena y estrellas, jamás hubo desesperanza alguna que lo haya aterrado a aceptar “la auténtica muerte de un hombre”. Un año después de estas memorias, casi como si fuera una deuda con esa experiencia, Saint-Exupéry desaparecía para siempre sobre los valles del Ródano.

Desde que Hesíodo informó por primera vez en la literatura occidental que el espíritu de Elpis quedaría “aprisionado entre los infrangibles muros de un cofre”, los debates acerca de su esperanza han resultado igual de aprisionantes como infrangibles, y no sólo por lo que quedó atrapado dentro del poema sino, y dado que Hesíodo lo fundó, por la incógnita que liberó en el corazón del mundo. El mito, ya reconocido en Trabajos y días, nos informa básicamente sobre Pandora, primera mujer creada por dioses griegos y que se arriesgó, sin saberlo, a abrir un cofre sagrado. El problema con este recipiente es que en realidad traía consigo una trampa secreta, un destino irreversible: todos los males de la tierra que Zeus habría colocado por traición de un titán.

Lo primero que uno atina a preguntarse y que en realidad es lo que ha iniciado esta disputa es: ¿cómo es posible que un bien de los dioses haya quedado atrapado en el cofre cuando éste conservaba todos los males de la tierra? Pues bien, para resolver este dilema el irónico Nietzsche simplemente apuntará que, al igual que el resto de los males, la esperanza sólo es otro más de ellos, ya que a fin de cuentas “prolonga el tormento”. Pero esto, como vemos, nos lleva a una segunda incógnita y que tampoco resuelve la primera, a saber: si la esperanza supone un mal y lo que Zeus ya hizo fue precisamente castigar a la humanidad, ¿para qué preservarla de los mortales?

 

Para perseguir lo bueno y lo bello deberemos, a través del diálogo, aprender a adquirir lo que ya es conocimiento eterno.

En comparación con tópicos tan discutidos como el de lo bueno y lo bello, el fenómeno de la esperanza podríamos decir que presenta desafíos inigualables. Veamos. Ya desde los inicios de la tradición griega aprenderemos de Platón que lo conocido, si bien se debe debatir, no es una cuestión que asimilaremos por experiencia sino que más bien está allí afuera, en el Mundo de las Formas. Esto se deriva de lo que en Menón se convertiría en su máxima fundamental: “No existe enseñanza sino solamente recuerdo”. Para perseguir lo bueno y lo bello deberemos, a través del diálogo, aprender a adquirir lo que ya es conocimiento eterno. La conclusión, como vemos, es que estos atributos responden a una realidad trascendental que nada tiene que ver con cuestiones históricas: si apreciar la belleza de Afrodita o tener esclavos no estaría, en Platón, para nada mal, es porque supone un hecho totalmente reminiscente; criterios que uno debe “recordar” más allá de cualquier época y lugar. Ahora, si bien los estudios posestructuralistas han desligado, después de perseverantes siglos, los estándares de bondad y belleza de su altar eterno, la esperanza es un tópico que aunque pueda estudiarse históricamente, nunca se ha movido de un punto específico del tiempo: el futuro.

El desarrollo del cristianismo medieval, sobre todo desde san Agustín y santo Tomás, sabemos que ha analizado la esperanza como una de las virtudes capitales, sobre todo entendiendo que la dicha es su fin. Pero no fue sino Agustín de Hipona (Enchiridion) el primero en remarcar la importancia del futuro como fondo fundamental. Contrastándola con la fe, se habría asegurado de distinguirlas testificando que esta última puede, como en Jesús o Mahoma, convocar al pasado. De modo que si uno va en busca de la Ciudad de Dios no debe ir a buscar necesariamente fe. Pues avanzar al Paraíso sólo puede significar, desde lo terrenal a lo celestial, avanzar hacia la esperanza: hacia adelante.

Con la marcha de la esperanza puesta en el futuro, John Milton también se topó con el Paraíso, y aunque fue uno perdido encontró también a Pandora. Aunque desde el cristianismo primitivo, ya en Tertuliano, Pandora había sido considerada como un espejo de Eva, no fue sino este poeta inglés quien popularizó del todo aquel reflejo. Pues a partir del Renacimiento la figura entre estas dos progenitoras no ha dejado de fusionarse y, antes de que un poeta menor se atreva a decir algo mayor a Milton, Eva terminó convirtiéndose en una Pandora cristiana y ésta en una Eva meramente griega.

 

Lo que inició en una fusión hoy día se ha convertido en una denuncia, y si bien haberles ofrecido la caída de la humanidad fue una pésima idea, detener la denuncia en sus consecuencias tampoco fue una mejor. Ante la urgencia de condenar las miradas estrechas que Hesíodo le ha ofrecido a la mujer, el consenso crítico se ha olvidado de mirar un punto igual de urgente: que si bien la curiosidad de Eva logra llevar a la humanidad a una condena clara y definitiva, Hesíodo ha decidido ofrecernos al menos una misteriosa esperanza. Si seguimos girando en torno a los paralelismos de Pandora como la Eva de la perdición, llegaremos siempre a la misma misoginia de Hesíodo; pero, como vemos, seguiremos sin resolver el porqué de ubicar en su poema un resultado totalmente ajeno. Detenerse en una mujer para encontrar el castigo de la humanidad puede no estar alejado de la tradición judeocristiana, pero detenerse en el Génesis para resolver la esperanza de Hesíodo no puede estar más lejos que eso.

Para encontrar algunos rastros sobre un contenido reprimido que inquieta y que al mismo tiempo ofrece ilusión quizás debamos volcar nuestra atención en un texto igual de cercano: el Libro de Samuel. Cuando los hebreos derrotaron a los filisteos aprendemos que, capturada por estos últimos, el Arca del Pacto habría desaparecido de la tierra prometida. Después de algún tiempo se nos cuenta que milagrosamente fue devuelta ya que al parecer mucho de los usurpadores fueron aniquilados tan sólo por mirarla. “Y los que no morían —nos cuenta su autor— eran heridos con tumores, y el clamor de la ciudad subía a los cielos”. Samuel nos refiere que el Arca se trató de un cofre de madera que contenía, por órdenes de Dios, las piedras de los Mandamientos. Ahora bien, uno de los primeros críticos historicistas en datar la posibilidad de “narradores” en el Antiguo Testamento, Ibn Ezra, habría sospechado ya en el siglo XI que la autoría de este apartado probablemente haya sido de un sacerdote que se basó en diferentes fuentes para compilar una narrativa de culto. La leyenda, supone Ezra (The Book of the World), pudo tratarse del mismísimo Dios que, habitando dentro del cofre, “acechaba a sus pecadores como una presencia terrible”. Esto, que por tratarse de un cofre cargado de valores no deja de ser tan ilusorio como inminente, parece detenerse, cada vez que lo observamos, a ofrecernos las mismas preguntas. ¿Cómo entender eso que compromete al destino de uno y al de todos en simultáneo? ¿Qué hacer con ese enigma que habita allí adentro y que resulta tan sagrado como perturbador?

 

Como un germen que se está gestando, Dios nacerá sólo en el futuro.

En un libro titulado Space, Time and Deity, el filósofo Samuel Alexander desarrolló a principios del siglo XX una teoría tan maravillosa que, si la observamos con la especulación necesaria, puede hasta darnos ciertos vestigios. Su tesis, según la cual “el mundo es y Dios surge luego en él”, sigue así: la materia evoluciona primero, luego la vida, la conciencia y al fin Dios. Uno podría apostar que no entender por qué la divinidad es incognoscible es sólo entender una etapa intermedia del proceso, pues aunque esté palpitando en la conciencia todavía no se ha manifestado, ya que es una entidad perfeccionada y última que evolucionará sólo cuando no estemos presentes. Como un germen que se está gestando, Dios nacerá sólo en el futuro. El “creador” de esta manera no estaría creando el universo sino que estaría más bien emergiendo de él, y la búsqueda que durante siglos nos ha impulsado a encontrar respuestas detrás de la muerte tiene lugar en una pulsión que, en realidad, lo que busca es el fin de los tiempos: darle el lugar a Dios.

Esta idea, que ubica a la divinidad en la posterioridad y no ya en el origen, como vemos, no sólo deja resonancias en Elpis sino también en otra obra literaria que, asimismo, parece estar siempre por delante de nosotros: Bhagavad Gita. Brahmán, desde la escuela advaita, se lee generalmente como una entidad impersonal, pero que a su vez se convierte en propia si uno la alcanza como estado; un estado de absorción en el que todas las dualidades desvanecen. La esperanza, de esta manera, es parte de un concepto kármico a largo plazo; una acción que no se determina en este futuro sino en el de nuestras demás regeneraciones. Uno no puede soportar la respuesta en este cuerpo y, quizás, ni siquiera en este mundo, sino en el de un tiempo disuelto. “La esperanza del cristiano —dirá Edward Said— es la inmortalidad; la del hindú, desaparecer”. Este karma, podría uno decir, también es un cofre, pero es un cofre de carne y huesos que, con un corazón y un dilema irreversible de por medio, parece responder a un mismo destino: la extinción de uno mismo.

Una referencia que a mi entender ha resultado de lo más sugestiva y que, desde otra óptica, puede sumarse a esta lectura, ha sido la del clasicista William Verdenius, quien en 1985 trató de resolver la incógnita de Pandora en un libro titulado A Commentary on Hesiod. Su teoría parte de la idea de que la esperanza no opera como término moral sino más bien descriptivo: “espera”. Pues en latín las palabras elpís y espera sugieren, contrario a las derivaciones anglosajonas wait y hope, una misma raíz etimológica. De esta manera la historia resultaría totalmente lógica, ya que al decir Hesíodo que la “espera” es lo que queda dentro del cofre, estaría diciendo que si los hombres reciben males lo harán ignorándolos, sin esperárselos. Esto, como vemos, se ubica de alguna manera en contraste con la connotación del término en sí, ya que ni siquiera ofrece la posibilidad, como apunta Nietzsche, de atormentarnos. Lo que sí deja, como vimos, es la posibilidad de encontrar ciertas resonancias con el Gita o, si así se quiere, con el dios de Alexander.

Uno podría pensar que ese misterio que plantó Hesíodo en un recipiente para cautivar a la humanidad quizás sea el mismo que más de dos milenios después Saint-Exupéry habría descifrado perfectamente en las soledades del desierto; una espera que lo llevaría, a pesar de aquel percance en el Sahara, a continuar arriesgando su destino por los cielos. Si esa espera tuvo que ver con su tragedia nunca lo sabremos, pero algo en la experiencia de este soñador nos hace intuir que entre sus memorias y su final habita la conclusión más bella y aterradora de todas: responder a ese misterio significará haber estado, para quien lo albergue vívidamente, preparado para desaparecer.

Duval Hudson
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