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Un caso preliminar

lunes 28 de noviembre de 2022
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Domingo Faustino Sarmiento
Para Sarmiento la lucha entre el campo y la ciudad es el modo en que se expresa la lucha por un orden.

Tratando de caracterizar la naturaleza monstruosa de su enemigo, en su Facundo Sarmiento iniciará cimentando a la literatura argentina desde una terrorífica mitología: “La Esfinge Argentina, mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata (…)” (p. 7). Ahora bien, la esfinge es un monstruo que, si bien es digno de terror, también lo es de una dura encrucijada, y esto nuestro prócer lo tiene perfectamente en claro. La civilización sabemos que se nutre de la barbarie en tanto que ésta tiene un “costado poético” (Sarmiento, p. 38) que se puede aprovechar, de modo que si su dilema complica es porque también se sabe que puede generar una literatura tan romanticista como autóctona. Para fertilizar la historia desértica de su país nuestro literato se valdrá entonces de describirnos, entre otros, uno de perfiles que para él será de lo más lícito dignificar: el perfil del Calíbar. Curioso es el hecho de que este caso sarmientista, que se ha valido de rastrear a uno de los tantos gauchos marginales, pueda ofrecernos, si nos damos el permiso de aceptar, otros posibles y originarios rastros en su propia tinta:

Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador [Calíbar], que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: “¡Este es!”. El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación (Facundo, p. 44).

Convengamos que, si bien los gauchos no son detectives, el uso figurativo que Sarmiento le ha ofrecido a este personaje no está del todo ajeno a esa otra mítica literatura. Las hipótesis acerca de los orígenes de la detectivesca no son menores y la más divulgada, bien sabemos, es la que nace en Edgar Allan Poe. Aun así, y bajo el nombre de Gong An, se data que las antiguas dinastías chinas fueron de las primeras en insinuar la literatura policial. Quien decodificaba las pistas en esos casos no era un detective privado sino más bien un magistrado público que en adición no se involucraba en un único crimen sino que a veces hasta en más de cien a la vez. En el hemisferio occidental podríamos señalar que no fue sino Sófocles el primero en darnos las pistas a seguir hacia los rastros del género. En un intento por investigar el asesinato de su padre, su Edipo ya nos figura un sentido que se presenta, envuelto de enigmas y dioses, tan trágico como detectivesco.

En la Francia de la época ya habría existido un real y curioso amigo de Balzac que logró fundar (¡aun siendo criminal!) la primera agencia de detectives privados.

Más allá de toda hipótesis, lo notable en el caso de Poe es que cuando la escuela de criminología nace a finales del XIX este escritor ya había pulido el perfil del “detective” a mediados de ese siglo. Pues, anterior a esta invención poetiana, se fecha que en la Francia de la época ya habría existido un real y curioso amigo de Balzac que logró fundar (¡aun siendo criminal!) la primera agencia de detectives privados. Su nombre, Eugène Vidocq, ha estado ligado a infinitas peculiaridades en torno a su carácter;1 su legado, sin embargo, supo abrir un camino que hasta el día de hoy ha logrado consagrarlo como “padre de la criminología”. Esto sugiere que, si bien la investigación como tal ya existía, lo que Poe produce a través de la ficción es un perfil específico, que aunque no estaba del todo definido, ya habría empezado a circular, en la experiencia, en las fuerzas policiales europeas. Ateniéndonos a nuestra geografía, La huella del crimen de nuestro Vicente Battista se ha dictaminado no sólo como la primera novela policial argentina sino también como la pionera del género en lengua castellana. Ahora bien, el detalle de que esta obra haya sido escrita en 1877, para nuestro caso figurativo, la deja atrás no sólo del Facundo sino también del mismísimo Calíbar que con su conocimiento de la pampa parece, al igual que Vidocq, ya haber salido de un relato de ficción.

Por su parte, la conformación de estos rastreadores en nuestro país es, aunque continuado desde la gauchesca,2 una incógnita escasa de registros. Se data más bien de ciertos aborígenes australianos que por sus habilidades de rastreo habrían sido reclutados en los años de las primeras colonizaciones británicas para explorar los paisajes de Australia y de los propios ingleses. Si muchos de ellos fueron exportados a las Américas y puestos al servicio de los múltiples terratenientes dispersos por el continente quizás sea un argumento, aunque no menos especulativo, bastante válido. Más válido sería aceptar, en todo caso, que si en el rastreador ya habita un perfil connotativamente análogo (si no preliminar) al detective, es Sarmiento el primero del que tenemos registro en haberlo introducido a la literatura hispanoamericana.

 

Piglia ya habría insinuado que “podríamos pensar a Sarmiento como una suerte de Dupin. El letrado como el lector que sabe descifrar los signos oscuros de la sociedad” (p. 49). Ahora, que el Calíbar actúe como Dupin no quita que el verdadero detective (al igual que en Poe) siga siendo el narrador, y que Poe (o Sarmiento) haya imaginado una manera atractiva de narrar a un individuo no deja de ser una atractiva manera de imaginar literatura. Menos significativo que el personaje en sí, entonces, lo que interesa para nuestro asunto no es tanto si la imaginación de Poe se inspiró en la ciudad o si Sarmiento lo forjó desde la realidad rural, sino más bien qué es lo que hace que ciertos paralelismos puedan filtrar significados a la hora de pensar el género.

El rastreador, aunque menos libre que independiente, no podemos decir que es un tipo del todo alejado a los reglamentos.

Rasgo fundamental de esta inicial construcción, valdría subrayar, es el de un profesional que trabaja no sólo con libertad e independencia sino bajo la tutela de una legislación reglamentaria. El rastreador, aunque menos libre que independiente, no podemos decir que es un tipo del todo alejado a los reglamentos, pues aun así es un apañado por hombres de ley: los terratenientes. Bajo esta lectura lo primero que ciertamente cabría advertir es que la antinomia sarmientina en el policial queda notoriamente implícita, y lo hace concretamente como un contraste de narrativas en el que la batalla entre lo civil y lo bárbaro se presenta como una clara alegoría. Benjamin ya habría señalado que bajo los efectos de la Revolución industrial la aparición de la caótica sociedad de masas fue una de las principales causas para “el origen de las historias de detectives” (p. 74). No es casual que el autor de los iniciales y violentos Asesinatos de la calle Morgue sea un salvaje orangután que, aunque imite a los humanos, se presenta como primer emblema a resolver en aras de un orden civilizador. Si el concepto “urbe” será clave para la construcción del género, no menos sustancial es la propuesta que Sarmiento dejará netamente manifiesta: atrapar al salvaje criminal significará, desde su gaucho rastreador, operar en nombre del civilizado.

A razón de la condición de civilidad uno podría inferir a primera vista que el rasgo más antagónico es que el detective es un hombre de letras y el rastreador un iletrado. Aun así vale remarcar, sobre este punto, que lo que básicamente sigue interesando de su performance no necesariamente es cuánto contengan en su bibliografía propia sino cuánta es la que pueden descifrar de las demás, la de los culpables. Cada crimen tiene su autoría y develar el anonimato de quien lo trazó es la única lectura que de estos investigadores nos importa. El concepto “erudición”, después de todo, no es uno que vaya a acompañar al policial a lo largo de toda su literatura. La evolución realista, como sabemos, con el paso del tiempo ha producido una oleada de autores que han hecho de este un género tan oscuro como así menos intelectual. El tipo Spade o Marlowe ya no perfila a un ganador capaz de seducir y asombrar con su intelecto sino más bien a un perdedor rudimentario que es consecuencia de un mundo corrupto que lo maltrata. Quizás este antihéroe que ya no pretende encarnar una sociedad anhelada sino más bien de anhelos frustrados sea más análogo a este gaucho sarmientista, un marginado que como todos los demás ciertamente “se provee de los vicios” (Sarmiento, p. 49) y no trabaja por dignidad sino por necesidad.

Bien está que esa contradicción, que se inicia en un investigador virtuoso y al cabo de cien años termina corrompiéndose por completo, no presentará en el detective de Sarmiento una contrariedad en lo absoluto. Para nuestro escritor la lucha entre el campo y la ciudad es el modo en que se expresa la lucha por un orden, pero mientras que para él es el campo el espacio donde yacen las leyes y códigos del crimen, en Poe el crimen más bien evoluciona desde las leyes y códigos del espacio civilizado. Evoluciona, como advierte Benjamin, desde el caos de la urbe. El hecho de que Sarmiento logre condensar un siglo de heroísmo en corrupción antes de que el paso del tiempo lo condense, como vemos, tiene que ver con que su rastreador ya nació en un lugar corrupto. Después de todo sabemos que para nuestro prócer “el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión” (Sarmiento, p. 21). Gramsci bien dijo que el policial fue descendiente directo del folletín primitivo y que, por ende, “los rastros del detective habían nacido sobre los márgenes de la literatura” (p. 31). Si Sarmiento consiguió parir múltiples claves del género sobre los marginados de nuestro país, no es motivo (dadas sus corruptas extensiones) por el cual deba sorprendernos. No por nada cuando inicia sus publicaciones en El Progreso decide hacerlo en las secciones de folletín. A fin de cuentas, ¿qué fue el imaginario de su país si no el de una apasionada imagen novelesca?

Para convencer, Sarmiento sabe que previamente es preciso interesar, y en aras de tal fin se va a servir de una regla tan diversa como única: propagar un sinfín de estilos. De vez en cuando este arsenal de retóricas será promovido por evocaciones teológicas: “Sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia de sus obras”. Así como en otras por anhelos positivistas: “¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio (…)?” (Sarmiento, p. 11). Sabrá figurarse en ocasiones como historiador: “La guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1º guerra de las ciudades (…). 2º guerra de los caudillos contra las ciudades…” (Sarmiento, p. 66). Así también como naturalista: “Allí la inmensidad por todas partes (…) que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba i principia el cielo” (Sarmiento, p. 21). Y como si fuera un presagio hasta se animará a insinuar esa tierra eternamente escondida y siempre esperada: la tierra del policial. “Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos” (Sarmiento, p. 169).

Su biblioteca da la impresión de que su Facundo ha producido un atropello de géneros que ni él ni el tiempo mismo han advertido.

Ante la necesidad de abusar, su biblioteca da la impresión de que su Facundo ha producido un atropello de géneros que ni él ni el tiempo mismo han advertido. González Echevarría ya lo habría indefinido como a su vez “ensayo, una biografía, una autobiografía, una novela, una epopeya… [etc.]” (p. 143). Añadir una breve lectura policial a este catálogo no puede ser menos una especulación propia como tanto así parte de su propio efecto colateral. Al inicio dijimos que el intento por construir su monstruo fue al mismo tiempo un intento por mitologizarlo; esta capacidad de crear múltiples recorridos quizás haya dejado la impresión de que nuestro prócer terminó entonces fusionándose él mismo junto al abuso de sus invenciones. Ahora, quien no menos paralelo a sus míticas encrucijadas, se me ocurre (en un carácter poco más que borgeano), que el propio Dédalo: arquitecto de Creta.

El laberinto, como concepto de un recorrido mortal del que sólo individuos de la talla de Teseo o el mismo Dédalo eran capaces de escapar, fue más que un diseño a descifrar. Fue fundamentalmente una trampa para acorralar y aniquilar a su bestia, el Minotauro. Análoga a las cartografías de Dédalo recordemos que las palabras de nuestro prócer (que de hecho siguen dicotomizando el imaginario argentino) fueron presentadas como un mapa a ser descifrado: “On ne tue point les idées” (Sarmiento, p. 4). Mapa que exigía ofrecerse, para la oposición, como un acertijo imposible. Pero como objetivo final su recorrido pretendió advertir ante todo sobre la bestialidad del bárbaro o, lo que es más preciso, ¡sobre su aniquilación! El problema, como ya todos hemos intuido, es que al igual que aquel oscuro diseñador, Sarmiento probablemente nos haya disipado el mapa entre sus propios mitos, y tras propagar al infinito las posibilidades de su recorrido me temo nos ha dejado a nosotros, sus rastreadores, discurriendo pistas en su laberinto para siempre.

Duval Hudson
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Notas

  1. En su recopilación The Memoirs of Detective Vidocq se nos cuenta cómo entrenaba personalmente a sus agentes y seleccionaba sus disfraces según el trabajo requerido. Entre las tantas singularidades hay descripciones sobre cómo burlaba a sus opositores haciéndose pasar por mendigo, marinero, monja e incluso como difunto. De las tantas veces que pasó en prisión, conocemos que asimismo aprendió esgrima, artes marciales y, como si fuera poco, en la mitad de ellas aprendió a escapar.
  2. Véase El rastreador (1884), de Eduardo Gutiérrez, o La Pampa (1889), de Alfredo Ebelot.
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