
¿Cómo pueden generar las ciudades una suficiente
mezcla de usos, suficiente diversidad, a todo lo largo y ancho de un territorio,
con el objeto de conservar su civilización?
Jane Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades
Pareciera ser que el problema de la seguridad se ha tomado todas las agendas. Lo vemos en los medios de comunicación, en las propuestas de gobernantes y políticos, en las políticas públicas y en encuestas. En los últimos años se ha convertido en una de las mayores preocupaciones, si no la mayor, de la ciudadanía en distintos países. Se trata de un tema muy relevante precisamente porque involucra diversos aspectos de la vida en sociedad: elementos de seguridad y cohesión social, salud, económicos, acceso a la vivienda, confianza en las instituciones y desarrollo urbano, entre otros, y por supuesto, seguridad frente al delito y a las transgresiones de las normas que nos hemos impuesto para vivir de forma armónica. El conjunto de estos factores le da forma a lo que podríamos llamar “sentimiento de seguridad”, y la ausencia o disminución de ellos afecta las relaciones entre las personas, los espacios y barrios donde habitan y transitan y su comportamiento en privado y en sociedad.
Para hacer frente al delito, el crimen y la violencia, las sociedades han utilizado históricamente diversas estrategias: desde el derecho, se han normado y establecido penas para los comportamientos que se consideran dañinos, disruptivos o antisociales; desde el punto de vista del control social, se ha dotado a las fuerzas de orden y seguridad, las policías, con el privilegio de cautelar estas normas, y desde la criminología, se ha estudiado a los individuos transgresores, el delito y la reacción de la sociedad frente a los mismos para intentar dilucidar por qué las personas delinquen y qué factores inciden en la criminalidad. Con los aportes de la sociología, nuevas herramientas nutrieron una serie de teorías que buscaron encontrar una relación entre estos comportamientos y los lugares o espacios físicos donde ellos ocurren, es decir, la relación entre la ciudad, el espacio urbano y el delito.
A partir de la década de 1920, principalmente en Estados Unidos, se desarrollaron una serie de estudios sobre este aspecto de la criminalidad, donde destacan las teorías ecológicas del delito, la criminología ambiental, la teoría de la desorganización social y la prevención situacional del delito, ideas que a lo largo del tiempo han sido incorporadas en diversas políticas públicas urbanísticas y de seguridad.
Uno de los aportes más interesantes a esta área del conocimiento es el libro de la escritora y activista estadounidense Jane Jacobs (1906-2006), Muerte y vida de las grandes ciudades americanas, editado en 1961, donde analiza el auge de distintos modelos de renovaciones urbanísticas, su impacto en el declive de los barrios y la importancia de la cohesión comunitaria para mejorar la seguridad, ideas que serían incorporadas en el marco teórico de los actuales proyectos situacionales de prevención del delito.
Los primeros trabajos sobre la cuestión del delito se desarrollaron durante el siglo XVIII y se centraron principalmente en la función, proporcionalidad y severidad de las penas y castigos.
Algunos antecedentes históricos
Los primeros trabajos sobre la cuestión del delito se desarrollaron durante el siglo XVIII y se centraron principalmente en la función, proporcionalidad y severidad de las penas y castigos, la abolición de la pena de muerte, la reforma de las prisiones y una concepción utilitarista del ofensor, esto es, considerarlo un ser racional que al actuar buscaba el mayor placer, alejándose del dolor. La idea central en esta época es “que el castigo debe ser proporcional al acto delictivo y debe ser considerado como un elemento de disuasión [junto a] la noción de la elección individual” (McLaughlin y Muncie, 2011, p. 73).
Los principales teóricos de este período, agrupados en la llamada escuela clásica, fueron el jurista italiano Cesare Beccaria, con su obra De los delitos y las penas (1764), y el jurista y filósofo inglés Jeremy Bentham, con su obra An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1789) y su idea sobre la prisión ideal: el panóptico (1787). Las obras de estos autores influenciaron los códigos penales de la época e impulsaron, con sus ideales humanistas y filantrópicos, una reforma a las instituciones penales europeas que vería el nacimiento de la penitenciaría: un espacio donde los ofensores podrían rehabilitarse, a través de la expiación y la penitencia, y convertirse nuevamente en ciudadanos útiles para la sociedad (Caro, 2013).
En el siglo XIX la cuestión criminal cobró interés para los científicos y médicos positivistas, que vieron en el sujeto delincuente un ser con rasgos atávicos o subdesarrollados y que por lo tanto podría ser identificado a través de ciertas características físicas heredadas: “La premisa básica de la criminología biológica es que algunas personas nacen para ser criminales, pues heredan una predisposición al delito de carácter genético o fisiológico” (McLaughlin y Muncie, 2011, p. 100). Las principales propuestas de este período fueron realizadas por el médico italiano Cesare Lombroso y sus seguidores, que fundarían la escuela positivista criminológica. Su principal obra es El hombre delincuente (1876).
Hasta este punto podemos reconocer que la criminología estaba enfocada en el sujeto, ya fuese al determinar su motivación para delinquir y su relación con las normas que trasgredía (escuela clásica) o a través de elementos biológicos (escuela positivista). Sin embargo, en la primera mitad del siglo XIX los franceses André-Michel Guerry y Adolphe Quetelet, utilizando métodos estadísticos, buscaron por primera vez relacionar datos sobre delitos con aspectos ambientales o ecológicos: demografía, elementos socioeconómicos, educacionales, geográficos y climáticos, presentando sus resultados en mapas con distintas tonalidades de gris. A partir de sus descubrimientos pudieron determinar que el delito no se distribuía equitativamente en las distintas zonas geográficas, sino que variaba según el tipo de delito. Así, por ejemplo, la ocurrencia de delitos violentos era mayor en las zonas más pobres, mientras que el crimen contra la propiedad era más alto en las zonas más ricas e industrializadas. Esto contradecía la idea popular, en ese tiempo, de que era la pobreza la que originaba el crimen contra la propiedad; más bien, los autores consideraron que eran las mayores oportunidades para el robo que ofrecían las zonas más ricas lo que determinaba una mayor ocurrencia de este tipo de delito en esos lugares (Townsley y Wortley, 2017).
La teoría criminológica ecológica consiste en el estudio de los organismos individuales como partes de un todo más complejo.
Las teorías ecológicas
El desarrollo de la sociología como área del conocimiento y la utilización de estadísticas fomentó el avance de las teorías criminológicas desarrolladas en Estados Unidos a partir de la primera mitad del siglo XX. Particularmente, los estudios realizados por sociólogos de la Escuela de Chicago como Robert Park, Ernest Burgess, Clifford Shaw y Henry McKay, que se interesaron por estudiar tendencias migratorias en su ciudad, el crecimiento y los cambios producidos por la rápida industrialización de las grandes ciudades, expresado en el traslado de personas desde el campo hacia las urbes, y su relación con los delitos. Dichos estudios se enmarcan dentro de la teoría criminológica ecológica, esto es, el estudio de los organismos individuales como partes de un todo más complejo, tal como mencionan Cid y Larrauri (2001):
Por teorías ecológicas entendemos aquellas aportaciones a la criminología que examinan la influencia que tiene el medio o contexto en que las personas habitan sobre la delincuencia. La hipótesis de estas teorías es que, con independencia de la clase de personas que viven en una determinada agrupación territorial, existen formas de organización humana que producen más delincuencia que otras (p. 79).
Los autores de esta escuela buscaron analizar fenómenos propios de las grandes ciudades como, por ejemplo, los flujos migratorios que se asentaban en los sectores más baratos de la ciudad, predominantemente ubicados en las áreas centrales, mientras que la población más pudiente se trasladaba a las zonas periféricas más alejadas del centro, junto a la aparente desorganización social que dominaba los barrios más pobres:
La idea principal de la Escuela de Chicago es que en estas áreas centrales, caracterizadas, entre otros factores, por la pobreza de sus habitantes, la heterogeneidad cultural y la movilidad, son desorganizadas, pues en ellas es más difícil que la comunidad consiga realizar sus valores, canalizando a las personas hacia un tipo de vida convencional (Cid y Larrauri, 2001, p. 79).
Surge así el concepto de desorganización social, entendido como falta de cohesión o unión entre los individuos que habitan una zona o barrio, tanto entre ellos mismos como con las instituciones o asociaciones que forman parte del tejido social: organizaciones comunitarias, clubes, centros culturales, comercios, líderes locales, organismos de seguridad o gobiernos locales. Como se mencionó, de acuerdo a estos autores la desorganización urbana se produce principalmente por la constante movilidad de sus habitantes, que al momento de mejorar sus condiciones económicas se trasladan a barrios considerados mejores, lo que debilita el control informal que puede hacer la comunidad sobre sus residentes, control que encauza a las personas a valores tradicionales aceptados por la sociedad y evitaría, hasta cierto punto, las conductas desviadas de la norma, como las incivilidades, entendidas como faltas o comportamientos que inciden en la inseguridad, o el delito mismo. Así, a medida que la comunidad se va debilitando, se pasa de un control basado en las costumbres y valores comunitarios y familiares, hacia un control más impersonal basado en las leyes y en quienes tienen las facultad de hacerlas cumplir, como las policías, los jueces o los administradores.
Al igual que Guerry y Quetelet, los autores observaron que la delincuencia se distribuía desigualmente por la ciudad, y que los factores característicos de las áreas con mayor delincuencia juvenil eran: estar habitadas predominantemente por gente con bajos ingresos económicos, el deterioro físico, alta movilidad y alta heterogeneidad cultural, lo que fomentaba la desorganización social, la posibilidad de estilos de vida que tendieran al delito y por lo tanto más oportunidades para la aparición de crímenes.
Con esto, los enfoques sobre el delito fueron pasando de la preocupación por el individuo y sus rasgos particulares, al efecto que tenían los distintos factores ambientales en el desarrollo de comportamientos desviados o delictuales, los barrios y espacios que habitaban. Todos estos elementos son destacados por Cid y Larrauri (2001) en los siguientes términos:
En las condiciones ecológicas antes señaladas (pobreza general de la población, deterioro físico, movilidad, heterogeneidad étnica y delincuencia adulta) la comunidad se encuentra obstaculizada de llevar a la práctica sus valores comunes por tres razones principales: primero, menor capacidad de asociación (o de cohesión social); segundo, menor posibilidad de control sobre las actividades desviadas, y tercero, mayor exposición de los jóvenes a valores desviados. Las asociaciones existentes en un barrio son importantes porque una de sus principales funciones consiste en canalizar a los jóvenes hacia motivaciones convencionales. Pero estas asociaciones son más difíciles que existan en barrios que la gente sólo piensa en dejar cuando mejoren sus ingresos (p. 85).
Frente a todas estas situaciones de desorganización social, y de acuerdo a estos autores, la delincuencia resultaría una actividad más probable y se explicarían las diferentes tasas de delincuencia entre barrios de una misma ciudad.
Si bien Jacobs no fue urbanista o arquitecta de profesión, desarrolló su trabajo observando y escribiendo sobre los cambios sociales provocados por la renovación urbana en distintos barrios de su país.
Jane Jacobs y la defensa de los barrios
La principal obra de Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades americanas, fue publicada por primera vez en 1961 y basa sus reflexiones en las distintas problemáticas derivadas de los procesos urbanísticos que se desarrollaron en Estados Unidos durante la década de 1950. Si bien Jacobs no fue urbanista o arquitecta de profesión, desarrolló su trabajo observando y escribiendo sobre los cambios sociales provocados por la renovación urbana en distintos barrios de su país, y actuó como activista por la conservación de espacios y la mantención y protección de lo que consideraba uno de los aspectos más importantes de la vida en comunidad: el complejo tejido social de las aceras, calles y barrios de una ciudad moderna que se veían amenazados por la reconstrucción urbana, basada en concepciones idealistas alejadas de las personas y su realidad. Las principales ideas de Jacobs giran en torno al sentimiento de comunidad; el uso que se le da a las calles, aceras y espacios públicos, y la seguridad.
Al observar la vida en distintos barrios, la autora identificó un complejo entramado de relaciones e interacciones entre los distintos usuarios de la calle y que, sin embargo, se expresaba y discurría con total fluidez, incluso a niveles mayores que el micro físico de la calle/acera. Frente a las concepciones caóticas de las ciudades y vecindarios modernos, la autora reconocía cierto orden subyacente que influenciaba las percepciones de los habitantes: “Bajo el aparente desorden de la vieja ciudad, circula un orden maravilloso que conserva la seguridad en las calles y la libertad de la ciudad” (Jacobs, 2013, p. 77).
Se trata de las relaciones e interacciones entre vecinos, que podían conocerse íntimamente o no; relaciones entre padres que cuidaban a sus hijos mientras éstos jugaban; relaciones entre los dueños de negocios y comerciantes con sus compradores; las relaciones entre gente que sólo se ubicaba de vista pero que de todos modos se reconocía; relaciones entre visitantes y gente que vivía en el barrio; las relaciones entre los que se paraban a descansar en un banco o a conversar en un portal o unos escalones; en fin, las múltiples y ricas interacciones que uno podría esperar de un vecindario donde la calle es un espacio vital para el encuentro y la convivencia humana. Jacobs (2013) asemejaba este tejido a una especie de baile:
No una danza precisa y uniforme en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo (…), sino un intrincado ballet donde cada uno de los bailarines y los conjuntos tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado (p. 78).
De aquí se desprende otra de las ideas fundamentales de Jacobs: para que un barrio fructifique debe ofrecer multiplicidad de opciones a sus usuarios, tan múltiples como los diferentes tipos de personas que los habitan. La multiplicidad de espacios y usos estimula la participación de la gente y previene la monotonía y el desinterés, que finalmente son los que ocasionan el deterioro de los espacios físicos: “Las ciudades necesitan una muy densa y muy intrincada diversidad de usos que se apoyen mutua y constantemente, tanto económica como socialmente. Creo que las áreas urbanas malogradas lo son porque carecen de esta especie de intrincado apoyo mutuo” (Jacobs, 2013, p. 40).
Cafés, negocios y almacenes, centros comunitarios y de entretenimiento, librerías, parques equipados para entusiasmar a distintos tipos de personas, deben convivir armónicamente con las viviendas, pues esto estimula los usos y la interacción entre sus habitantes. Para Jacobs este era el motivo por el que las renovaciones urbanas caían en la decadencia y la desorganización, pues establecían modelos ideales de construcción, bellos estéticamente, pero sin funcionalidad e interés para sus vecinos, salvo la obligación.
La gente debía salir para hacer sus compras y las interacciones eran mínimas, por lo que se terminaban aislando y se producía el descontrol, particularmente por la falta de conocimiento entre vecinos y la imposibilidad de estimular la vigilancia informal de dichos barrios. Y a partir de la desorganización, y la ausencia de control, era más probable que se produjeran delitos.
La autora advertía que, si bien ciertos barrios podían verse muy ordenados y homogéneos, esto no aseguraba la seguridad ni la cohesión.
Con lo anterior, la autora advertía que, si bien ciertos barrios podían verse muy ordenados y homogéneos, esto no aseguraba la seguridad ni la cohesión, y del mismo modo, barrios que se veían caóticos o desorganizados en realidad escondían profundas relaciones que estimulaban la cohesión, el sentido de pertenencia y la seguridad en sus habitantes, lo que se veía ratificado, por ejemplo, al estudiar las tasas de delincuencia de dichas zonas, que eran menores que otras áreas menos organizadas (Townsley y Wortley, 2017).
Al reflexionar sobre la seguridad en los barrios la autora dilucidaba que el problema era un círculo vicioso: si las personas se sentían inseguras, dejaban de utilizar las calles y se aislaban, lo que generaba aún más inseguridad en esos espacios vacíos que la gente ahora evita y que pueden convertirse en focos de delitos o incivilidades; por lo tanto, había que regresar a lo más básico: “El atributo clave de un distrito urbano logrado es que cualquier persona pueda sentirse personalmente segura en la calle en medio de todos los desconocidos. No debe sentirse automáticamente amenazada por ellos” (Jacobs, 2013, p. 56).
Sin embargo, esto no se realizaba por la presencia policial o por mecanismos de protección, como cierres o enrejados. Al contrario, los cierres o los puntos ciegos estimulaban el aislamiento y disminuían las posibilidades de vigilancia natural y vigilancia informal por parte de la comunidad en su entorno. Y en cuanto a la policía o guardias de seguridad, la autora comprendía que era dejar una labor propia de los vecinos, la mantención y protección del vecindario, en otras manos: “Las aceras y quienes las usan no son beneficiarios pasivos de la seguridad o víctimas indefensas de su peligro. Las aceras, sus usos adyacentes y sus usuarios son partícipes activos en el drama” (Jacobs, 2013, p. 55).
Jacobs abogaba por aceras y calles fluidas, limpias de obstáculos, bien iluminadas, pero por sobre todo, con multiplicidad de usos y opciones para que sus habitantes las utilicen. A través de esto se podía lograr lo que ella concibe como los “ojos en la calle”, es decir, los ojos de las diversas personas que utilizan los espacios, y que sienten pertenencia por él, al servicio de la seguridad y la prevención: “…una densa y casi inconsciente red de controles y reflejos voluntarios y reforzada por la propia gente” (Jacobs, 2013, p. 58).
Así, Jacobs recoge algunas cualidades que deben reunir las calles para estimular la seguridad. Primero, debe existir una delimitación clara entre espacios públicos y privados, esto es, un equilibrio entre la existencia de espacios comunitarios que den cabida para usos múltiples (para niños, padres, adultos mayores) y la libertad de utilizarlos (que no estén cerrados) y el espacio para la privacidad y la intimidad de los habitantes, que pueden profundizar o no en sus interacciones con otros, pero no están obligados por el espacio para hacerlo. Segundo, las construcciones y fachadas deben dar siempre a la calle, para estimular la presencia de los “ojos en la calle” en todo momento y de diversos tipos: de los comerciantes, de las personas que salen a comprar, a hacer trámites o están en sus hogares o de las que están utilizando las calles. Finalmente, y con las ideas mencionadas anteriormente, se debe asegurar que las aceras tengan usuarios casi constantemente, pues las personas, aunque estén de paso, agregan ojos a la calle y al mismo tiempo estimulan a que otras los observen pasar:
Cuando una calle está bien equipada para tratar con los desconocidos, cuando ha establecido una buena y eficaz demarcación entre espacios privados y públicos, y además posee una provisión básica de actividades y ojos, entonces cuantos más desconocidos haya más divertida es (Jacobs, 2013, p. 67).
La autora también destaca en su obra la presencia de distintos factores provechosos en los barrios y que deben estimularse y protegerse, como la presencia de organizaciones comunitarias, tales como iglesias, clubes o juntas de vecinos, que con sus actividades potencian el uso de los espacios y generan identidad con el barrio, y de personas que actúan como líderes o individuos con conocimiento de lo que pasa en su vecindario, y que muchas veces actúan como difusores de conflictos y mediadores entre la comunidad y las policías o autoridades locales.
Dentro de la criminología, se considera a la autora como una precursora del modelo de prevención situacional del delito.
Influencia del pensamiento de Jane Jacobs
La obra de Jacobs fue reconocida por investigadores y activistas urbanos, tanto por la claridad de sus ideas como por la vigencia que tienen más de sesenta años después de su publicación. Dentro de la criminología, se considera a la autora como una precursora tanto del modelo de prevención situacional del delito como de otras teorías que proponen la manipulación del entorno físico de los barrios para disminuir la desorganización y la comisión de incivilidades y delitos, tal como destacan Townsley y Wortley (2017): “Jacobs presagió la explícita misión de prevención del delito de la perspectiva ambiental de la criminología” (p. 6). A continuación, revisaremos brevemente algunas de estas ideas.
La primera continuación de las observaciones de Jacobs se presentaría en 1971 en el artículo de C. Ray Jeffery “Prevención del delito a través del diseño ambiental” (o CPTED, por sus siglas en ingles). En este trabajo el autor examina el rol que juegan los espacios circundantes a las personas (o ambientes inminentes) en la comisión de delitos, sugiriendo distintas estrategias para reducir el delito modificando este entorno físico: “Jeffery estableció una visión del control del delito a través del rol de la arquitectura, la planeación urbana y los sistemas sociales” (Townsley y Wortley, 2017, p. 9).
Posteriormente, en 1972, el arquitecto Oscar Newman desarrollaría la teoría del “espacio defendible”, que materializó las ideas de Jacob sobre la vigilancia y el control informal en el diseño y la construcción de entornos y ambientes barriales. Las estrategias de construcción de Newman buscaron fomentar el sentido de pertenencia de los habitantes de los barrios a través de la apropiación de los espacios y la instalación de demarcadores o símbolos para la comunidad, eliminando puntos ciegos o considerando cómo se instalaban las ventanas de un edificio o casa.
Luego, y tomando las observaciones microsociales de Jacobs, Ron Clarke desarrollaría en 1976 la idea de la prevención situacional del delito, esto es, que en el ambiente físico existirían ciertos precipitadores que aumentarían las oportunidades para cometer delitos, particularmente contra la propiedad. Algunos de estos precipitadores ya habían sido reconocidos por Jacobs, como la existencia de puntos ciegos en las calles que imposibilitan la vigilancia natural, la falta de iluminación y la disminución de los controles informales de la población. Así, la prevención situacional desarrolla estrategias para disminuir las oportunidades para cometer ciertos tipos de delitos, aumentando tanto los esfuerzos como los riesgos para llevar a cabo el acto, así como reducir las ganancias esperadas por el ofensor; al tiempo que se estimulan los valores de vigilancia natural del entorno y la vigilancia informal realizada por la comunidad.
El modelo de prevención situacional del delito se nutriría luego de la teoría de las actividades rutinarias de Marcus Felson, en 1979, que asume al ofensor como un ser racional que actúa en función de los costes y beneficios que obtiene a través del delito y que los cambios en las actividades cotidianas influyen en las tasas de delitos al producirse una convergencia de tres elementos indispensables para que éste exista: un infractor motivado, un objetivo adecuado y deseable y la ausencia de guardianes o vigilancia. Luego, en 1982 se incluiría la teoría de las ventanas rotas, expuesta por James Wilson y George Kelling. Según estos autores, si en los barrios comenzaba un proceso de decadencia y aislamiento por parte de sus habitantes, y éste no se detenía, sería mucho más probable que en ese espacio se produjeran incivilidades y delitos cada vez mayores. Para estos autores la desorganización social reflejada por espacios abandonados o rotos sería una señal para que otras personas entendieran que a nadie le importaba lo que pasaba ahí, y se convertía en una tierra de nadie. Aquí aparecen nuevamente las ideas de Jacobs sobre la importancia de estimular la cohesión y evitar que se llegue a este punto de no retorno donde se pierde el control de los espacios.
Finalmente, en 1985 se incluiría la perspectiva de la teoría de la elección racional, desarrollada por Derek Cornish y Ronald Clarke, que postula que el delito es una opción racional para el ofensor, luego de sopesar los riesgos: dificultad para cometer el acto, posibilidad de ser aprehendido, severidad de la pena; frente a los beneficios: facilidad para cometer el acto, ausencia de vigilancia o guardias, penas bajas.
Las ideas de la autora alcanzan una renovada popularidad durante los años 70 y 80 con la implementación del modelo de prevención situacional y las distintas teorías para disminuir las oportunidades para delinquir.
Hacia una valoración de las ideas de Jacobs
Las ideas de Jane Jacobs sobre seguridad y prevención comunitaria, la utilización de la calle y los espacios públicos y sobre la vida y muerte de los barrios se mantienen totalmente vigentes. Tomando como referencia la corriente de la criminología ecológica a principios del siglo XX, las ideas de la autora alcanzan una renovada popularidad durante los años 70 y 80 con la implementación del modelo de prevención situacional y las distintas teorías para disminuir las oportunidades para delinquir, incidiendo en el espacio físico y fomentando la cohesión comunitaria, que se asociaron a dicho modelo.
Los proyectos de prevención situacional, como por ejemplo aumentar la iluminación peatonal, recuperar espacios públicos como plazas o dotar de equipamiento a sedes comunitarias, han gozado de popularidad para los tomadores de decisiones, y particularmente los gobiernos locales, que ven en ellos soluciones relativamente a corto plazo para afrontar problemáticas de inseguridad, incivilidades o desorganización social. Asimismo, la revisión de información empírica sobre estos proyectos, desde los años 80 en adelante, ha mostrado cierta reducción en la comisión de delitos.
Dichos proyectos han puesto en práctica las observaciones realizadas por la autora; particularmente aquellas referidas a la vigilancia natural, calles limpias de obstáculos, el control informal de los vecinos con los “ojos en la calle” y el fortalecimiento de la cohesión comunitaria, sin la cual los barrios se debilitan y van perdiendo su identidad.
Sin embargo, es importante volver a destacar las palabras de Jacobs sobre que, al tratar la problemática del urbanismo y la seguridad, no basta con entregarle a la comunidad nuevos y modernos complejos habitacionales o áreas verdes, si éstos no cumplen con ciertos estándares mínimos para asegurar su uso y civilidad. Basta con reflexionar cuántos proyectos de plazas, espacios comunitarios u otros quedan totalmente abandonados y son relegados al vandalismo y a la destrucción. Respecto a esto, la autora escribía que dentro de los profesionales urbanistas y tomadores de decisiones era una idea popular el creer que los parques eran regalos o bendiciones para las comunidades, mientras que Jacobs se pregunta, a modo de conclusión, si no será al revés: que las comunidades sean bendiciones para los parques, calles y vecindarios.
Bibliografía consultada
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- Caro, Felipe, y Claudio Sánchez (2019): La prevención situacional y la recuperación de espacios públicos como estrategia de prevención del delito, tesis para optar al grado de magíster en Políticas Públicas y Seguridad Ciudadana, Universidad Tecnológica Metropolitana, Chile.
- Cid, José, y Elena Larrauri (2001): Teorías criminológicas, Barcelona (España), Bosch.
- Jacobs, Jane (2013): Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid (España), Capitán Swing.
- Kessler, Gabriel (2009): El sentimiento de inseguridad, Buenos Aires (Argentina), Siglo Veintiuno Editores.
- Lamnek, Siegfried (2013): Teorías de la criminalidad, México, Siglo Veintiuno Editores.
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- Morales, Hugo (2021): “La prevención situacional del delito: evidencias de su efectividad y discusión”. En: revista Politeia, año XVIII, Portugal, pp. 65-81.
- Skogan, Wesley (1992): Disorder and Decline, Crime and the Spiral of Decay in American Neighborhoods, Los Ángeles (Estados Unidos), University of California Press.
- Townsley, Michael, y Richard Wortley (compiladores) (2017): Environmental Criminology and Crime Analysis, Nueva York (Estados Unidos), Routledge.
- Urbanismo y seguridad:
la mirada de Jane Jacobs desde la teoría criminológica y la prevención del delito - lunes 17 de julio de 2023