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Mi viaje a Uqbar
Uniéndome a los preparativos Al llegar a Dubai el amplificador del avión nos convocó a la sala VIP para recibir informaciones sobre la siguiente etapa del trayecto Dubai-Manila cubierto por Air France. Concurrimos puntualmente, guiados por los datos que nos darían y por el deseo de beber algún licor típico de esta región de los Emiratos Árabes, sin recordar exactamente que por prohibición expresa de El Corán las personas no beben nada que contenga alcohol. De todas maneras a René y a mí nos correspondió sentarnos en el sofá bellamente cubierto por tela procedente de Francia que él ni siquiera miró, mientras yo dediqué algunos segundos a examinar cuidadosamente. Al final, el encargado de la aerolínea nos informó que por desperfecto en la turbina del Boeing 747 deberíamos esperar tres días mientras desde París enviaban la nueva y los operarios, que también vendrían de Francia, desmontaban la anterior. Mientras tanto nos alojarían, por cuenta de la empresa, en el hotel Hilton, descrito en otro texto oportunamente. Para transportar a la gente hasta el hotel cada diez minutos saldrían desde la puerta norte los buses contratados. Nos informó los números telefónicos y nos dijo el día y la hora de la reanudación del vuelo. Mientras René permanecía otro tiempo del normal en las toilettes me dediqué a explorar el aeropuerto, con tiempo porque a él y a mí nos correspondía el autobús 7, que saldría aproximadamente en hora y media. Admiré cincuenta automóviles, hechos a mano, en donde brillaban las chapas de oro y lujos exóticos, desconocidos para mí. En esas estaba cuando por el parlante escuché la llamada para abordar el vuelo a Uqbar. Al principió no reconocí la palabra, pero en la repetición entendí bien el nombre y me dirigí rápidamente al escritorio de la empresa que buscaba a sus pasajeros, el cual estaba cerca de donde me hallaba en ese momento. De mi indagatoria al funcionario que atendía saqué en conclusión que se trataba del vuelo chárter anual, de un día, que se ofrecía desde hacía por lo menos treinta años. La brochure correspondiente ya estaba agotada, aunque adelante examiné ligeramente la que encontré abandonada en la silla 25E, pero tuve que devolverla cuando la persona que la ocupaba regresó de inmediato a recogerla. El precio del tiquete era extraordinariamente reducido, aunque los setenta y siete dólares excluían el alojamiento, comida y bebida de todo el viaje. Quedaban cuatro sillas vacías y el organizador del chárter me ofreció rebajar siete dólares si pagaba de contado. Fui corriendo hasta el desk de Air France, donde me dijeron que mi equipaje estaría seguro, y que la partida estaba confirmada para el martes a las 14 horas. Así me embarqué para Uqbar llevando conmigo la chaqueta y la cartera. ¡Qué incómodo! El avión, cuando lo vi, estuvo a punto de desvanecer todo deseo. Era un antiguo DC-6 pintado de rojo brillante al cual estaban subiendo conmigo otros veinticuatro turistas, la mayor parte árabes viejos aunque identifiqué dos europeos maduros entre todos. Procuré acercarme, pero cuando les dirigí algunas palabras en francés, entre las cuales sobresalía el nombre de Jorge Luis Borges, solamente obtuve gruñidos de respuesta y, según entendí por pálpito, eran del norte, tal vez de Noruega o de Finlandia. Aunque sonreían amistosamente, con seguridad no entendían ninguna de mis palabras. El Douglas se deslizó a baja altura. Al principió no distinguí nada, pero poco a poco aprendí a leer e interpretar los dibujos en las montañas de arena, que eran el único paisaje disponible. Me coloqué los auriculares que aunque silenciosos conservé. Me defendían del griterío de los súbditos de los emires que mantenían entre sí ruidosas conversaciones. Después de treinta y ocho minutos aterrizamos en pleno desierto. La torre de control era tan pequeña que fue difícil divisarla al lado de la pista. Había otra casita, hacia la cual nos dirigimos a pie porque ningún vehículo llegó a recogernos. Eran las cinco de la tarde y el sol había tomado cierta inclinación que impedía que nos asáramos excesivamente. Cuando entramos en fila al recinto, los de adelante seguían en dirección perfectamente conocida, mientras los rubios europeos y yo los imitábamos llenos de curiosidad. Se veía que la mayor parte de los viajeros conocía la ruta, recorrida en varias ocasiones. Ésta desembocaba en una puerta oscura la cual, después de hondas lucubraciones, creí por error que era un túnel. Corto desde luego, y al final estaba el andén al cual se acercó el aparato marca Ford, destartalado y viejísimo, del modelo 1953. Me senté cerca de los europeos quizás por solidaridad racial (?). Soporté durante media hora el trayecto de aproximadamente doce kilómetros que terminó, detrás de una colina, en sitio de maravillosos y brillantes colores, sin construcción alguna, pero lleno de palmeras y con varias matas sumamente verdes, entre las cuales colgaban esas especies de hamacas, parecidas a la que compré hace años cuando viajaba entre Cartagena y Medellín, al pasar por San Jacinto, población del departamento de Bolívar en donde las hacen. Antes de que el carro se detuviera, los árabes se lanzaron a tierra y rodando comenzaron a desvestirse en el camino con gran prisa, y tiraban la ropa aquí y allá en admirable desorden. Al frente estaba el laguito y todos se metieron dentro, manteniendo siempre incansables sus ruidosas manifestaciones. Lo mismo hicieron los noruegos o de donde fueran, y yo los imité pero dejando mi chaqueta, pantalones y cartera debidamente envueltos y cerca del sitio por donde se penetraba al agua. Cuando recuerdo el tiempo perdido, miro esas cosas con rencor. ¿Esto era Uqbar? Todas las especulaciones, ideas sueltas o encadenadas que caracterizaron las trece páginas publicadas en letra Bodoni MT de 10 puntos que adornan el cuento de Jorge Luis Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan, publicado en Buenos Aires por Sur en 1941, exactamente cuando yo tenía 9 años y que leí a los 10, en donde cita imaginarias enciclopedias y libros imposibles de conseguir porque no existen. Ninguno de sus incontables admiradores, y menos yo, los ha visto aun después de infatigables jornadas en bibliotecas y librerías. En París, cuando tropecé con él en octubre del 77, por segunda vez solicité amablemente al argentino mejorar la bibliografía y me contestó vagamente (así lo había hecho en Madrid), sin justificar nunca, desgraciadamente para mí, todos las mañanas y tardes de trabajo que al parecer fueron perdidos, anduvieron equivocadas, desenfocadas quizás, mal guiadas siempre. Es verdad que los recuerdos del autor declinaron con los años (aunque entonces sólo tenía 78), y agotada su vista, gastada a lo largo de lecturas terriblemente largas, como ocurre con los zapatos después de llevarlos y trajinarlos por caminatas y maratones. Vale la cita, modificada y precisada, del tuerto López. Pero estas consideraciones solamente son producto de meditaciones posteriores, hechas cuando llegaba a Manila; en ese instante gozaba del agua después de cruzar, en aeronave y en carro, ese seco desierto, desconocido para mí que provengo del trópico lluvioso. Claro que en ese lejano día mi edad alcanzaba cincuenta años, y sentía todavía en las coyunturas el vigor de tan temprana juventud. Sin embargo, alguna cosa relacionada con la musculatura me llamó la atención. En efecto, en el charco grande lentamente me invadían fuerzas desconocidas y cuando tropecé con una piedra y estuve a punto de caer en el hoyo central de la laguna volví a mirar mi barriga, la noté cambiada del todo, templada y firme. Aquellos trozos de grasa que redondeaban mi estómago habían desaparecido y mi cintura, inexistente hacía poco, aparecía bien marcada y sólo se advertían músculos duros. Me toqué los brazos y allí encontré también señas del atletismo que experimentaba veinte años atrás. Invadido por el optimismo, me lancé de cabeza a la parte profunda y nadé sumergido un minuto. Atravesé de lado a lado con vigorosas brazadas. Al salir me pasé la mano por la cara y por el pelo para sacudirme el agua y —¡oh prodigio!— mis cabellos que empezaban a escasear, habían crecido por lo menos cinco centímetros y eran además espesos y de grosor inusitado. Así los tengo todavía, creo yo, aunque me niego, desde ese día, a mirarme en el espejo. Es, al parecer, otra versión de la leyenda de Oscar Wilde o de Alicia. Pero, ¡qué importa! Con esta información halagadora, volví al agua. Nadé por la superficie o debajo de ella sin prestar atención a los gestos con los cuales los árabes brincaban por el estanque. El escándalo había aumentado mucho, si es posible decirlo, aunque también puedo creer que mi oído que desde hacía meses experimentaba cierto taponamiento, recobraba súbitamente su capacidad. También esta observación es posterior a lo vivido. Se ocultó el sol. La oscuridad absoluta me hizo salir rápidamente para proteger mis pertenencias. Me puse pantalones y camisa sin secarme, y metí las patas en los zapatos sin las medias, guardadas en el bolsillo de la chaqueta. Al parecer nadie hacía lo mismo por la continuidad del ruido. El aire, terriblemente seco hacía unos minutos, adquirió perfumes indefinibles, parecidos a los que se desprendían del dulce de higos que preparaban mis tías Cora y Cosmelina y que servían en bandejas de plata durante mis cumpleaños cuando yo era niño. Me acerqué a las hamacas, desenvolví la grande y me preparaba para sentarme en ella, cuando el guía apareció y señaló enérgicamente la laguna. Jeunesse, jeunesse, decía e indicaba por señas que volviera de inmediato al baño. Obedecí sin dudarlo un minuto. Ya pantalón, camisa, zapatos, cartera me importaban poco. Todo quedó colgado y otra vez completamente empeloto me tiré al lago. Cuando desapareció la nube tan densa que atravesó el desierto sin mancharlo con alguna llovizna, salió la luna, media luna para ser exacto, y todos nos bañamos hasta que se ocultó a las cuatro de la madrugada. ¡Hermoso! ¡Rico! ¡Maravilloso! A las seis apareció el autobús, y volvimos al aeropuerto sin probar bocado. Allí tampoco había nada que comer ni que beber. El DC-6 estaba listo y lo abordamos a toda prisa cuando el sol comenzaba su diaria tarea de quemarlo todo. Al llegar a Dubai fui a la oficina de Air France para averiguar cómo podía llegar al hotel. El empleado, que era de los camareros a bordo y me había visto cuando pedí y pagué la botella de champaña, me miró con extrañeza y pidió que mostrara pasaje e identificación. Comparó largamente la fotografía del pasaporte con mi cara y llamó al supervisor, a quien hizo extensísima consulta en voz baja. El segundo francés también examinó la foto pero terminó encogiéndose de hombros. Una hora después estaba desayunando en el hotel, con veinte kilos y quizás veinte años menos. ¡Chao!
Nueva York, 22 de septiembre de 1998 ![]() Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
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