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Letras de la Tierra de Letras

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La media verdad de Wei Chi

Viviana Ditry

El padre de Wu Wang estaba sentado bajo la densa sombra del ginkgo. Los ojos cerrados, las piernas entrelazadas como las trenzas de su hermana mayor Li y las manos apoyadas en las rodillas con el pulgar y el índice imitando las pinzas de un cangrejo.

El padre de Wu Wang no había dicho una palabra en larguísimo rato, ni había movido los brazos, ni había parpadeado siquiera una vez. Wu Wang miró el faisán que hacía nido en la quinta rama a la izquierda, sobre la cabeza de su padre, y permaneció unos instantes fascinado con el reflejo delicado de las plumas.

"Sólo la lechuza", pensó, "tiene plumas tan bellas".

Sabía él bien que no debía perturbar de ningún modo a su padre cuando se sentaba allí. Aun si el mismísimo Dragón Celeste se presentara ante sus ojos, con la cola de serpiente gigantesca y la respiración de fuego, a Wu Wang no le estaba permitido hacer ningún ruido. Ocurriera lo que ocurriese.

Y a pesar de esta dura restricción (¿quién puede pedir silencio a un niño de seis años como él era?), nunca dejaba de acompañar a su padre mientras descansaba bajo el ginkgo. Así, un día tras otro, a la hora del sol alto, Wu Wang se presentaba en el lugar elegido y observaba un rato al hombre que parecía dormir, para luego tornar su atención hacia las oropéndolas, los cuclillos y las codornices, cuyos vuelos, aleteos y chillidos producían un murmullo similar al de las aguas del río Hu corriendo entre los bambúes.

Esa tarde, en tanto contemplaba al faisán, recordó algo que había ocurrido poco antes.

—Padre —había preguntado una mañana Wu frente a la puerta de su casa—, ¿has hecho tú esta casa?

—No —escuchó—; Shang Ti la ha hecho.

Y mientras caminaban despacio entre las moreras rumbo al río, Wu volvió a preguntar.

—Y estas moreras sí las hiciste tú, ¿verdad?

—No —repitió el hombre—; Shang Ti las hizo.

Llegados a la orilla, su padre extendió una gran red de hilos delgados y flexibles y la arrojó al agua para recoger peces. Wu entonces se sintió curioso.

—¿Y quién ha hecho estos peces? ¿También Shang Ti?

—También —le respondió.

—¿Y tú, padre, qué has hecho tú? —reflexionó Wu Wang en voz alta.

Como el hombre parecía demorarse en contestar, el niño concluyó entusiasmado:

—¡Ah, ya sé! ¡Esta red! ¡Yo te he visto hacer esta red!

Wei Chi miró a su hijo un momento y con una leve sonrisa dijo:

—Tú has visto a mis manos moverse para tejer la red. Sin embargo, pequeño Wu, yo no he hecho otra cosa que anudar las mallas.

Y volviendo su atención al agua rizada por una brisa suave, añadió:

—Shang Ti la hizo en realidad.

Wu Wang quedó perplejo un buen tiempo. No entendía aquello. Shang Ti había hecho la casa, las moreras, los peces. Si Shang Ti era tan sabio como había oido decir, podía, sin duda, realizar estas cosas. ¿Pero cómo Shang Ti haría algo que el mismo Wu vio que su padre confeccionaba?

Trató de pensar una y otra vez sobre el asunto sin sacar nada en claro. Entonces dijo:

—Padre, ¿no te acuerdas que tomaste los hilos y sentado frente a la casa los juntaste unos con otros hasta dejar lista la red, mientras yo te estaba mirando? —convencido de que Wei Chi había olvidado todo aquello.

—Lo recuerdo —contestó el hombre.

Wu quedó aun mas perplejo y permaneció silencioso.

—No entiendo —murmuró al fin—, yo vi que tú la hacías.

El padre recogió hábilmente la malla cargada de peces y dijo:

—Vamos a casa.

Ni Wei Chi agregó una palabra, ni Wu Wang se atrevió a importunarlo con más preguntas esa mañana. No obstante, siguió pensando en la red, en Shang Ti y en su padre el resto del día.

Ya por la noche, terminado el trabajo, y después de comer, Wei Chi llamó a Wu y sentados a la puerta de la casa comenzó a hablarle.

—Mira —dijo señalando el cielo estrellado—. ¿Qué ves?

—Estrellas —respondió el niño.

—¿Y quién hizo esas estrellas, pequeño Wu?

—¿Shang Ti? —se aventuró, con una sonrisa de alegre triunfo.

Wei Chi movió la cabeza en signo de asentimiento.

—Así es... Él, ha hecho al dragón, al tigre y al faisán. Y también la casa, a ti y a mi. El río Ju es obra de Shang Ti y todos los peces que contiene y todas las montañas. La hierba, el arroz y las oropéndolas salieron de sus manos. No hay nada en el cielo ni en la tierra que no haya sido realizado por Él. Tú me has visto armar la red, pero ella fue hecha antes por Shang Ti para que yo pudiera tejerla. Tu hermana Li no podría cocinar los peces si Él no hubiera hecho ya el fuego y los peces mismos, y no hubiera creado el arte de cocinarlos sabrosamente. ¿Entiendes, pequeño Wu?

Pero el pequeño Wu seguía sin entender la explicación de su padre. Y aun cuando no deseaba ser insolente, tampoco deseaba mentir. De modo que dijo simplemente, con tono lleno de humildad:

—No, padre. No entiendo.

Wei Chi hizo silencio un rato y por fin concluyó:

—Es natural, hijo mío. Tal vez mañana comprendas. Te mostraré algo que probablemente te haga comprender.

Wu Wang no durmió casi esa noche. El problema de Shang Ti y la hechura de todo cuanto lo rodeaba, inquietaban su mente y su corazón. Y entre los muchos pensamientos que pasaron por su pequeña cabecita, uno echó raíces con más fuerza y se quedó en ella, anidando como una codorniz entre los arbustos.

Tal vez su padre estuviera equivocado. ¿Acaso no lo había visto él con sus propios ojos? ¿Acaso los diestros dedos de Wei Chi no ataban los nudos con delicada rapidez ante su mirada? Sí. Probablemente su padre se hallaba en un error. O algún espíritu le había malogrado el entendimiento mientras dormía sentado bajo su árbol favorito.

Por la mañana, cuando oyó que Sung Chi, su madre, andaba por la casa, se levantó prestamente y fue a su encuentro.

—Madre —dijo después del saludo acostumbrado—, ¿quién ha hecho la red con que ayer atrapamos los peces en el río?

—Tu padre la ha hecho, pequeño Wu. El mes pasado. ¿No lo recuerdas?

El niño, eludiendo responder y confirmada su sospecha, se escurrió fuera de la casa, exclamando:

—¡Te traeré leña, madre!

Sun Chi sonrió ante la consideración de su hijo y continuó con sus tareas habituales. Cuando Wu regresó con la leña, Wei Chi estaba esperándolo.

—Ven —le pidió—. Voy a mostrarte lo que te prometí.

Lo condujo al cobertizo donde guardaban el grano y, al entrar, el niño vio con gozoso asombro la figura de un águila, las alas desplegadas, construida con bambú y un lienzo muy tenue, pintada de vivos colores. Era la más bella cometa que hubiera visto jamás. Wei Chi la tomó en sus manos y dijo:

—Vamos a volar la cometa.

Y salieron al campo.

Mientras el pájaro de madera flotaba en el aire, muy por encima de sus cabezas, el hombre preguntó al niño:

—Dime, pequeño Wu, ¿quién crees que hizo la cometa?

—Ha sido Shang Ti —mintió Wu Wang, interesado por las evoluciones de aquella mucho más que en la pregunta de su padre.

—No es cierto eso, hijo mío.

—No, padre —respondió él, un poco arrepentido—; creo que tú la has hecho mientras yo dormía.

—Bien —murmuró Wei Chi—. Y si yo la hice, ¿a quién pertenece entonces?

—A ti, padre. La cometa es tuya.

—Y dime, pequeño Wu; si es mía, ¿crees que alguien pueda arrebatármela?

—Tal vez alguien que sea capaz de robártela si no la cuidas...

—Pero, de todos modos, yo podría encontrar al ladrón y recuperarla, dado que no es de su propiedad, ¿no es cierto?

—Así es —admitió Wu convencido, en tanto el águila continuaba ascendiendo en el cielo limpio, ya se hallaba tan alto que parecía una ligera golondrina.

—¿Tú crees que Shang Ti es un ladrón? —lo interrogó Wei Chi con la misma voz tranquila.

El niño lo miró con un poco de asombro y riendo exclamó:

—¡No, padre! No es un ladrón.

—Entonces, pequeño Wu, él deberá devolverme la cometa, si es que me pertenece.

Y al concluir la frase, Wei Chi, cortó el tenso hilo con un cuchillo.

Wu Wang vio con pena cómo el pájaro subía y subía, y pronto desapareció en el aire sin que fuera posible distinguirlo.

El hombre, sin cambiar la expresión, añadió:

—En verdad, hijo, Shang Ti hizo la cometa. Es suya, y ha vuelto con su dueño —y caminó de regreso a la casa.

Wu esperó varias horas. Pero el águila no volvió ni en toda esa tarde, ni al día siguiente, ni al otro. Al fin, desanimado, decidió reconocer que, de alguna forma incomprensible, Shang Ti la había construido y ella ya no aparecería de nuevo.

Ahora, al recordar esto, notó que su padre le había hecho una trampa. Si él no hubiera cortado el hilo, aún tendría la cometa y Shang Ti nada hubiera podido hacer en ese caso.

Wu Wang se sintió dolorido. Wei Chi lo había engañado y, con toda intención, despojado del pájaro de madera. Wu se dio cuenta de que un sentimiento de rabia lo invadía. Rabia para con su padre que le había mentido.

Se levantó de un salto y empezó a patear la hierba rala que crecía alrededor del ginkgo, molesto con Wei Chi y con Shang Ti y con las oropéndolas y con el faisán en el nido.

Su padre amaba ese faisán y el nido, tanto como él amaba la cometa perdida. Entonces, con toda premeditación, recogió una piedra grande del suelo, apuntó bien y la arrojó con fuerza. El faisán chilló terriblemente, y en un revuelo de plumas ensangrentadas, cayó al lado de Wei Chi.

Wu quedó inmóvil por un instante, esperando la reacción de su padre. Pero éste no parpadeó, ni habló, ni agitó siquiera un músculo. Luego, asustado de pronto, Wu corrió hacia la casa y fue a esconderse en el cobertizo, entre los sacos de arroz y la paja seca.

Transcurrió mucho tiempo. Wu pensó en lo ocurrido y previó que su padre se enojaría muchísimo. Aun así, estaba seguro de que era malo lo que Wei Chi le había hecho, al menos tan malo como haber apedreado al faisán.

De pronto, oyó la voz de su padre, grave pero sin enojo, llamándolo. La voz se acercó y en un momento estuvo en el cobertizo. El niño comprendió que tarde o temprano tendría que salir de allí. Así que, un poco tembloroso, se incorporó y avanzó hacia Wei Chi.

El hombre estaba serio y su rostro tenía apenas un gesto dolorido. Alargó las manos y Wu vio en ellas el cuerpo del faisán. Miró alternativamente el gesto de su padre y el ave muerta.

—Pequeño Wu, ¿sabes quién ha hecho esto? —la pregunta, formulada con serena paciencia, esperaba una respuesta.

Y al niño se le ocurrió una que le pareció perfectamente aceptable:

—Sí, padre —dijo con determinación—. Ha sido Shang Ti. Es Él quien lo hace todo.

Wei Chi puso el faisán a los pies de Wu y habló despacio.

—¿Y para qué crees que lo hizo?

No supo qué responder.

Wei Chi repitió la pregunta.

—Yo... —balbuceó el niño, confundido—, yo no lo sé, padre...

—Shang Ti no hace cosa alguna sin propósito, pequeño Wu. Todas sus obras tienen una finalidad y para todas se sirve de las manos de alguien. Se sirvió de mis manos para anudar las mallas de la red; y de ellas también para construir la cometa. Si supiéramos de quién se sirvió para hacer esto, tal vez podríamos imaginar con qué objeto lo hizo.

Wu Wang miró al suelo, oscurecido. Y sus ojos se detuvieron en el cuerpo inmóvil del pájaro. Al fin, con gran esfuerzo, murmuró:

—Yo arrojé la piedra cuando estábamos bajo el ginkgo... porque tú soltaste el águila para regresársela a Shang Ti...

Wei Chi quedó en silencio unos segundos, como si pensara en algo. Luego dijo:

—Dime, pequeño Wu, ¿hay alguna diferencia entre lo sucedido con el faisán y lo ocurrido con el águila?

El niño no habló. El hombre añadió entonces:

—La hay, hijo mío. Cuando corté el hilo, Shang Ti dio al águila la libertad de volar que no tenía por sí misma. Al apedrear tú al faisán Shang Ti le quitó la libertad de volar que le había dado a él y a sus descendientes. A ambos ha querido enseñarnos algo... A mí me ha mostrado que decir media verdad empuja al error...

—¿Y a mí, padre? ¿qué ha querido enseñarme? —preguntó Wu Wang, aún cabizbajo.

—Eso, pequeño Wu, no puedo contestarlo. Tú mismo deberás averiguarlo con el tiempo. Sin embargo, hay algo que no puedes dejar de hacer.

Wei Chi salió un momento del cobertizo y volvió a entrar llevando algo en las manos. Wu se acercó para ver qué era. Envueltos en un lienzo, había tres crías de faisán.

—Ahora, hijo, tú eres responsable de que ellos vivan. Tendrás que alimentarlos y cuidarlos hasta que se valgan por sí mismos. Shang Ti, hijo mío, es vida y muerte, avance y retroceso, día y noche, luminoso y oscuro, todo a la vez. Se puede servir a Shang Ti para la muerte o para la vida. Cuando comprendas por qué se ha servido de ti para dar muerte al faisán, sabrás qué es lo que ha querido mostrarte. Por ahora, pequeño Wu, ocúpate de las crías...

Wei Chi, aún serio, entregó el lienzo al niño mientras agregaba:

—A partir de hoy, hijo mío, no volveré a llamarte Wu Wang. Tu nombre será Sung, porque Shen y Kuei divergen en ti. Ya no eres un niño, hijo mío.

Salió del cobertizo lentamente y le dio una última recomendación:

—Entierra el faisán. Luego, vé, busca la piedra que le arrojaste y guárdala. Tal vez algún día te alegres de haberla conservado... No estés triste, Sung, hijo mío. Afortunadamente, Shang Ti ha creado también el agua que cualquier piedra puede horadar.

El hijo de Wei Chi repitió una y otra vez su nuevo nombre, hasta que se acostumbró a él. "Sung", dijo. "Sung". Y comenzó a agradarle un poco. "Parece más interesante que Wu Wang. Wu Wang es nombre de niño y mi padre ha dicho que ya no lo soy".



       

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