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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 66
15 de marzo
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Letras de la Tierra de Letras

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Reloj de Dios: o una épica postmoderna

Estuardo Prado

Ya está cerrando la tienda y son las seis y cincuentiséis. Han pasado cuarenta y tres personas en los últimos cincuenta y tres minutos —veinticuatro mujeres, siete niños y doce hombres, de acuerdo a mis apuntes—; ya con estos datos podré calcular el momento y el ángulo preciso para acercarme a la tienda de relojes y poner la bomba. Veamos... si el tiempo en el que pasó cada persona sobre la cuadra fue de unos treinta segundos, o sea el temporalis individualis, eso me indica que el tiempo total, el totalis tempoaurum, del paso de todas las personas fue de mil doscientos noventa segundos, o sea veintiún y medio minutos, más los cincuenta y tres minutos que pasé contando, divididos entre el primer factor da como resultado el tiempo vivencialis aeternitatis, que es dos punto veinticinco horas para iniciar el ataque... o sea, exactamente a las ocho con once minutos.

Aparte de esto tengo que calcular el ángulo del ataque para poder acercarme en una línea inclinada de x grados a la hora exacta, para poder ser así completamente invisible para todos. Si tomo a los doce hombres como distantis universalis poderosus, a las mujeres y a los niños no puesto que ellos no cuentan como humanos, cuya raíz cuadrada es... tres punto cuarenta y seis; sumado a la raíz cuadrada de las quince tapaderas de los contadores del agua sobre esa banqueta, que es de tres punto ochenta y siete; me da una hipotenusa de... veamos, tres punto sesenta y seis, multiplicado por el número de postes de luz que iluminan la calle las cuales son seis... no, uno está con el foco quemado o sea que son cinco, me da dieciocho punto treinta y dos metros, lo cual es la distancia que tendré que caminar de una banqueta a otra para ser tan ligero e invisible como el aire... lo que me indica que tendré que correrme tres y medio metros más de este lado de la banqueta para poder caminar en un ángulo aproximado de setenta grados para recorrer los dieciocho punto treinta y dos metros exactos del inicio del punto de ataque al blanco destinado.

Son las siete con catorce minutos y treinta y ocho segundos, lo que me deja un tiempo de cincuenta y cinco minutos con veintidós segundos, o mejor dicho dieciocho segundos por los cuatro que ya pasaron.

 
 

L. se levantó de la banqueta guardando la libreta de cálculos, la calculadora y el lápiz en su Field Jacket. Se dirigió a una cantina que estaba en la cuadra anterior, no sin antes contar cuántas estrellas se podían ver desde donde estaba, lo que le indicaba que se podría tomar cuatro cervezas y tres diazepanes para ponerse a tono con el universo, por eso de que la ley natural es el reflejo de la ley divina, pues por lo fuerte de las luces del alumbrado publico sólo pudo ver seis puntos luminosos, él siempre le asignaba dos unitatis destinatatis a Júpiter, por eso fue que llegó al número siete.

Veintitrés minutos después —o, como L. diría, veintitrés minutos con cuarenta y cuatro segundos después—, ya en la cantina, recordó cómo es que Dios le habló la primera vez. Se encontraba tirado afuera de una cafetería china ya casi al amanecer, cuando sintió cómo alguien o algo le estaba jalando las botas. Al abrir los ojos, aunque vio todo desenfocado y nebuloso (especialmente con el ojo derecho, pues todo ese lado de la cara la tenía untada de vómito), pudo ver la figura de un hombre como de unos treinta y tres años, de pelo y de barba negra y larga, al que pudo reconocer de inmediato. Era el mismísimo Jesús que le estaba sacando las botas a jalones. De primera le pareció extraño que si era Dios y todo lo tenía, para que quería sus botas. Pero bueno, se dijo, los caminos del Señor no son los del hombre y quién podría comprenderlo... Algo así se recordó que era la cita bíblica que de alguna manera se le había fijado subliminalmente, puesto que siempre iba bien borracho o engomado al culto los domingos.

Jesús por su lado al verlo levantar la cabeza de entre la posa de vómito le dijo, sacando una llave de tubos de entre su champa: "Si no me haces caso te quiebro el culo, pisado". Lo que menos quería era no hacerle caso al Señor, especialmente al verlo con su báculo de buen pastor en la mano y su divinidad que se manifestaba de una forma violenta en su rostro. "Quítate el reloj, hijo de puta", le dijo Jesús, asombrándolo cada vez más con el poder que el Señor mostraba. En sus palabras encontraba sabiduría y un conocimiento total, pues sólo Dios sabría que de hecho su mamá había sido una puta barata de la línea del tren. Al recibir Jesús el reloj le dijo: "Esta mierda no vale ni un moco cerote". Por su parte, L., al ver que a Dios no le complacieron sus ofrendas, le ofreció hasta su pantalón al Señor, el cual lo rechazó diciéndole que para qué quería ese pedazo de mierda todo cagado y miado. Cuando vio al Señor que se iba con sus botas, pues el reloj era tan chafa que lo tiró de vuelta hacia la posa de vómitos sobre la acera, trató de levantarse, para seguir a Dios y poder preguntarle cuál era el sentido de su vida, pero cayó de nuevo al piso dándose un gran golpe en la cabeza con la grada de la entrada de la casa de enfrente, perdiendo el conocimiento.

Al despertarse en una camilla de algún hospital público, L. recordó cómo el Señor se le había aparecido, estaba feliz porque Dios lo había elegido a él de entre todos los pecadores, para hablarle y darle una misión —aunque en ese momento no sabía todavía cuál era— pero estaba seguro de que era una misión importante, él sería algo así como un nuevo Moisés o tal vez un Isaías. Comenzó a gritar que había visto a Dios y que éste lo había escogido, atrayendo las miradas atónitas y los "¡Shoo, cerote!" de todos los demás pacientes en el área del hospital. Tenía que ponerse en marcha. Dios lo había llamado, no podía perder tiempo, así que se levantó de la camilla y salió corriendo del hospital tan rápido que nadie pudo parar al extraño hombre que gritaba "¡yo soy el elegido!", con la cabeza vendada y con su bata verde abierta por detrás por donde enseñaba la raya del culo.

Pasó varios días en la champa en donde vivía pensando —solo ya, pues la puta con que estuvo algún tiempo se fue a vivir con un vendedor de crack del Gallito, dis que pa tener un futuro y todas esas mierdas que piensan las mujeres— hasta que en el día cuarenta de haber estado allí sin comer nada, purgándose para que el Señor le revelara su misión más claramente, al salir volando uno de los cartones del techo por los ventarrones que habían por esos días entró un rayo de luz divina que lo cegó. De primero tuvo mucho miedo pues pensó, por la gran puta ojalá que Dios no me deje ciego como cuando se le apareció a San Pablo en el camino a Damasco. Pero bueno, qué pisados, es Dios el que viene a mí, no importa si hasta los huevos me quita como a los del Heaven's Gate que ya van en un ovni atrás del cometa rumbo a la Nueva Jerusalén. Se quedó en silencio viendo a la luz durante varias horas, esperando oír la poderosa voz de Dios, pero no escuchó nada. De pronto se fijó en cómo las partículas de polvo se movían haciendo patrones cambiantes entre el rayo de luz, L. se tiró al piso pidiéndole perdón a Dios que llevaba ya horas hablándole a través del polvo que volaba en la luz; por ahora, pensaba él, Dios ya debe de estar como la gran puta pues ya llevaba mucho tiempo de estarle hablando sin que se hubiera dado cuenta.

Allí fue cuando comprendió que Dios le hablaba en todo momento, pues él era su elegido, en cualquier forma de relación numérica como la disposición de las casas y los patrones que éstas forman, en las piedras de diferentes colores en el piso de granito del templo evangélico, o en la cantidad de pelos que Dios le permitía contar en el sobaco o en la pusa de alguna prostituta (que por cierto le cobraban hasta el triple por tener que estar allí echadas durante horas sobre el catre, mientras L. le contaba los pelos y calculaba su relación con la forma y la posición del clítoris de la puta).

Allí sentado sobre su propio excremento, al ver los patrones y contar la cantidad de partículas que veía que Dios hacía pasar frente al rayo de luz en su champa, se dio cuenta de que el Armagedón era inminente (y no era el estreno de ninguna película), la ira de Dios ya había alcanzado casi a darle un derrame al Cerebro Divino, o por lo menos una parálisis facial. Se acordó que en la Biblia había leído de la gran ramera, que vendría al final de los tiempos, esa seguramente era la Shakira (una puta que encontró una noche bien bolo y que después de habérsela cogido por el culo, se dio cuenta que no era la Shakira, sino que el Shakiro). Esa, o mejor dicho ese, era la gran puta babilónica, que por cierto lo llevó a causarle a él mismo el más intenso dolor que alguna vez había sentido, al tener que meter la verga en una palangana llena de alcohol para matar al sida que ese hueco seguramente le había pegado al chiquitearlo. También pensó que en el "Apocalipsis" decía que algo así como un vergazo de animales sobre la tierra morirían al romperse uno de los sellos del juicio final. Ahora ya sabía por qué en los últimos meses había visto más perros y gatos destripados en las calles por los carros que pasaban. Ahora ya sabía que no era una ola de secuestros la que se había desatado en la ciudad, sino que más bien era "El Rapto" antes de la venida de Cristo.

Jesús le pidió su reloj aquella noche y vio que ese no era el que el Señor quería, así que estaba buscando otro. Diciéndole que había que encontrar un reloj. Fue allí en donde todo se aclaró, L. se dio cuenta de que Dios le estaba indicando que él era el Ángel exterminador (aunque no podía volar pues ya varias veces se había subido a algún segundo piso, dándose un severendo vergazo al caer al suelo). Seguramente Dios no quería que desplegara sus alas divinas para que no llamara la atención y que lo sacaran fotografiado en el "Extra", pues esto pondría en peligro su misión: la cual era EL DESTRUIR EL MUNDO. Comprendió que Dios, al iniciar la historia, había hecho algún reloj —para que el tiempo empezara a correr—; por eso fue que Jesús le pidió el suyo, para que por medio de parábolas entendiera. Desde ese día, L. comprendió lo que tenía que hacer. Encontrar el reloj del tiempo universal (el relojus hacetatis tiempous et mundis) y destruirlo para cumplir con el designio divino. Con la bomba que pondría en esa relojería —exactamente a las ocho con once minutos, para contar con la protección divina— sería la cuarta relojería que destruiría.

Atacaba relojerías, pues así era más fácil y efectivo el destruir todos los relojes en el mundo, hasta encontrar el "Reloj de Dios". Pues de primero había pensado romper todos los relojes que llevaban las personas en la calle. Sólo que esto costaba mucho, pues ya varias veces más de algún pisado le había montado verga en la calle al pensar que L. no era el Ángel exterminador, sino que un simple ladrón hijo de puta. Hasta con las señoras era difícil pues empezaban a gritar al arrancarles el reloj de pulsera, teniendo que correr como el diablo bajo una lluvia de balas, pues algún policía a veces estaba allí para impedir los deseos del Señor.

Ya son las ocho en punto, ya casi era la hora de cumplir su misión divina. Con toda solemnidad, por lo menos la que las cuatro cervezas y los diez diazepanes —pues se pasó de la cuenta porque agarró furia— le permitieron. Salió como Abraham o Juan Bautista al desierto a cumplir con su misión.



       

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