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La semana mortal. En esta edición rendimos homenaje a cinco personajes indispensables de la cultura universal que desaparecieron en días pasados.

Letralia coedita en papel y en el Web con Baile del Sol
Los cuentos "Bajo los castaños", de Ángela Ramos Díaz, y "Atrapada", de Alicia Nersas, aparecen en papel y en el Web como edición combinada de Letralia y Baile del Sol.

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Poemas de García Lorca musicalizados. Castelar 704 es un disco del cantante francés Nilda Fernández, con poemas de García Lorca musicalizados.
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El buzón de la
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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 66
15 de marzo
de 1999
Cagua, Venezuela

Editorial Letralia
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Cómo se aprende a escribir
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La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

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Nos sigue queriendo

Juan Antonio Montil Goy

Cuando Marta me dijo que mamá se estaba comportando de un modo raro (no lo dijo con estas palabras, creo que sonó más brutal, algo así como: "Mamá está haciendo cosas de loca") me la quedé mirando fijamente y puse el índice en mis labios obligándola a callar. Marta no era tonta, y sabía que esa actitud por mi parte significaba que yo también me había dado cuenta y que me inquietaba que ella reafirmase mis sospechas. Si no hubiera sido así, le habría dicho despreocupadamente: "No digas tonterías", o algo por el estilo, y quizás no hubiésemos dado más importancia al asunto y lo hubiéramos dejado para otro momento. Vi en los ojos de Marta un brillo de temor, y creo que ella también lo vio en los míos.

Observábamos a mamá a través de la ventana de nuestro cuarto. Estaba en el jardín, colgando prendas de las cuerdas con gran destreza y rapidez, como si no hubiese hecho otra cosa en su vida. Sin dejar de mirarla, Marta insistió.

—He visto cómo esta mañana...

—¡No has visto nada! —la interrumpí enfurecido—. ¿Sabes lo que pasaría si en el pueblo se enterasen?

—¿Y tú qué has visto..? —preguntó ella como si no me hubiera oído.

—¡No he visto nada! ¡Y tú tampoco! Di... ¿Qué crees que pasaría..? Yo te lo voy a decir: se la llevarían a un loquero, y le darían duchas heladas y descargas eléctricas hasta que se le pusieran los pelos como pinchos, como pasa en los dibujos animados, y a ti y a mí nos llevarían a un sitio horrible que llaman casa de acogida o algo así, pero que en realidad es como una cárcel para niños. No olvides que sólo tenemos a ella.

Marta comenzó a llorar, y yo me sentí culpable por haberle hablado de un modo tan cruel. Le eché un brazo sobre el hombro y la besé en la frente. Intenté calmarla.

—Pero no va a pasar nada de eso, hermanita... Porque nosotros no vamos a dejar que suceda. No vamos a decir a nadie las cosas que hace mamá. No vamos a dejar que ella vaya a comprar al pueblo... Lo voy a hacer yo. Y vamos a ser muy buenos con ella, como si estuviese enferma y necesitase de nuestros cuidados.

—¿Es como si estuviese enferma?

—Sí... Pero nos sigue queriendo. Ellos no deben verla así... No sabrían curarla.

Claro que nos seguía queriendo. Sobre eso no tenía la más mínima duda. ¿Por qué habría de dejar de querernos? A pesar de todo, se comportaba dulcemente con nosotros, como siempre lo había hecho. Aún seguía yendo a darnos un beso de buenas noches antes de retirarse a su alcoba, y de vez en cuando nos narraba historias hasta que nos quedábamos dormidos. ¿Haría eso una madre que no quiere a sus hijos?

Aquel día Marta y yo no volvimos a hablar del tema. Parecía que mi hermana había asumido mis palabras, aun a pesar de su poca edad. Yo creía, aliviado, que Marta no volvería a atormentarse con las cosas de mamá, y que tomaría aquello como lo que le había dicho que era: una enfermedad que nadie debería de conocer, pues no la comprenderían; ellos no la comprenderían y no podrían curarla, no podrían saber que nos seguía queriendo.

Pero por la noche Marta tuvo un sueño agitado, y de mañana despertó destemplada y temblorosa. Había estado soñando con mamá, según me dijo, aunque no me quiso decir lo que pasaba en el sueño, y yo no se lo pregunté; era mejor dejarlo así. Le propuse que cuando acabáramos de desayunar cogiésemos las cañas y nos acercásemos al río a pescar tencas.

—¿Y vamos a dejar a mamá sola? —me dijo aún entre temblores.

—No le va a pasar nada.

—Pero hoy es lunes... Hoy es cuando va al pueblo a hacer la compra. ¿No dijiste ayer que no debían verla?

Era verdad. El día de compra para mamá era el lunes. Aquella sería, pues, la primera oportunidad en que me haría cargo de la situación.

Fui hasta la cocina y la vi allí, junto a los fogones. Estaba de espaldas y no se había dado cuenta de que yo estaba tras ella, observándola. Me quedé como bobo contemplando su hermoso cabello, aún muy negro y brillante, recogido en un complicado moño sobre la nuca. No sé cuánto tiempo pasó antes de que se diera la vuelta y exclamara algo sobresaltada:

—¡Miguel! No sabía que estabas ahí... ¿No viene Marta? Os estaba calentando el desayuno...

—Sí... Ahora.

Sus ojos grises me miraban de un modo extraño, como si quisieran decirme: "Qué haces ahí como alelado, qué me estás viendo...".

—Mamá... Creo que trabajas demasiado en la casa. Cuando haya que ir al pueblo a comprar o lo que sea quiero ir yo.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Y esto a qué viene? ¿Es que me ves vieja?

—No, no...

—De todos modos te lo agradezco, aunque creía que para ti las vacaciones eran sagradas. Bueno... Pues, toma —dijo dándome un billete que había sacado del cajón de la mesa—. Y aquí tienes la lista. Cuando te marches no olvides el carrito, y no dejes que la señora Falcón te meta cosas caducadas.

"Así lo haré, mamá", pensaba mientras tomaba mi desayuno, "tú no te preocupes por nada... Marta y yo te cuidaremos". Como si mi hermana me hubiese leído el pensamiento, me miró a los ojos y esbozó una dulce sonrisa sin dejar de mordisquear su bollo empapado en leche.

El camino hasta el pueblo discurría por una carreterita estrecha y mal asfaltada, rodeada a un lado y a otro por campos de girasoles que se perdían a lo lejos. Andando a paso ligero no costaría llegar al pueblo más de media hora. Antes de que nos hubiéramos quedado sin vecinos, mamá solía ir a comprar en compañía de la señora Márquez; algunas veces en su furgoneta, otras a pie. Desde que ella y su marido se marcharon, el trayecto hasta el pueblo se convirtió en algo penoso para nuestra madre, aunque nunca nos lo dijera. A su regreso, observábamos una expresión abatida en su semblante, como si le acongojase caminar por aquella carretera en la que sólo los girasoles le acompañaban.

Y a mí aquel día tampoco me gustó ir por ella. No me gustaron sus bordes mordidos, sus rotos por los que salían hierbajos medio secos, ni los incontables girasoles que la flanqueaban, moviéndose estúpidamente al compás de una brisa desagradablemente pegajosa. Pero aun menos me gustó encontrarme dentro de la tienda de la señora Falcón; desde que entré por la puerta, me miró complacida, pero no de verme, sino de que mi madre no hubiera ido y de poder sonsacarme el porqué de su falta.

—Así que tú te encargas ahora de hacer la compra, ¿eh? —la señora Falcón me miraba desde detrás del mostrador. Las comisuras de sus labios se arqueaban en una inequívoca expresión sarcástica—. ¿Es que pasa algo a tu madre? —sus ojos de raposa centelleaban—. No estará enferma... —¿habría observado algo? ¿Por qué me estaba mirando así?

—Sólo tiene un resfriado.

—Ah, vaya... Los resfriados de verano son los peores. Que me le digan a mí, que uno de ellos casi se me lleva a mi Paco...

Me encontraba incómodo allí. Me desagradaba sentirme observado por los ávidos ojillos de la tendera —que no dejaban de escrutarme— y contestar a sus preguntas. Pero me armé de paciencia; tendría que pasar por aquello todas las semanas por lo menos una vez, y cada semana sería peor.

Cuando estuvo todo dentro del carrito me despedí secamente de la señora Falcón y salí a la calle.

Llegué a casa con el brazo derecho doliéndome por haber estado arrastrando el carrito. Una de sus ruedas no funcionaba bien, y costaba mucho hacerlo rodar. Un día me decidiría a arreglarlo, como otras muchas cosas que había en la casa y que se habían ido deteriorando con el paso de los años. Mamá me besó en la mejilla y me dijo que todo estaba muy bien.

—¡A ver cuánto duras, niño bueno..! —exclamó mientras me golpeaba cariñosamente en la nuca.

Y así pasaron varios días en que las cosas de mamá no nos preocuparon en exceso, pues aún no tenían las marcas de la tragedia, y nadie las conocía, y ella nos seguía queriendo.

 
 

Pero la felicidad no dura siempre. El sábado por la noche, mientras me encontraba en mi cuarto pensando en lo que había visto aquella tarde, Marta entró sollozando. Había estado encerrada en el cuarto de baño, y no podía haber reprimido las lágrimas. Me dijo:

—Mamá está haciendo cosas de loca como nunca.

—Cuántas veces he de decirte que está enferma y que tenemos que comprenderla... Cuántas veces he de recordarte que mientras que no la vea nadie no va a pasar nada malo... Será nuestro secreto.

Yo sabía que más tarde o más temprano alguien la vería, o intentaría verla, ya fuese un cobrador, alguien del pueblo, o quien diablos fuese, y a mí me correspondería evitarlo, pues de otro modo, todo lo que hasta ese momento habíamos logrado se derrumbaría bruscamente.

Sucedió el lunes, poco después de que regresase del pueblo tras haber resistido impávido a las acometidas de la señora Falcón. Por suerte yo estaba en el jardín, y mamá se encontraba dentro de la casa. Era el alguacil, que venía a cobrar el agua. Ya había estado mirando el contador, que estaba en la fachada trasera, y me pedía mil quinientas pesetas. La fortuna quiso que aún no hubiera devuelto a mamá las sobras del dinero que me había dado para ir a comprar.

—¿Es que no está tu madre? —me preguntó el hombre.

—No... Tome.

—Pero sobra, chico... No me des todo eso.

Hizo cuentas y sacó parsimoniosamente de su bolsillo varias monedas. Parecía que le gustaba estar allí. Miraba de reojo en dirección a la casa, y en la comisura de sus labios aparecía la misma repugnante sonrisa con la que la señora Falcón me regalaba cada vez que entraba en su tienda. Pensé que quizás ese "querer estar allí" se debía a que estaba esperando oír un grito o atisbar un movimiento extraño tras una de las ventanas; algo que poder contar, algo que sirviera para hundir a nuestra madre...

—Firma aquí —me dijo extendiéndome un impreso y un bolígrafo.

Hice un rápido garabato y me di la vuelta. No me importaba ser maleducado. Deseaba que el alguacil se marchase cuanto antes.

Sucedieron cosas parecidas en varias ocasiones, y siempre tuve la habilidad y la fortuna suficientes como para solventarlas a nuestro favor.

Pasaron muchas semanas desde el domingo en que Marta y yo decidiésemos cuidar de mamá. Sus manías se hicieron más terribles cada vez, y también se sucedieron con mayor frecuencia. Pero aun con todo, Marta se había acostumbrado, y ya no lloraba. Se había convertido en mi fiel e indispensable colaboradora. Había madurado en pocas semanas lo que a cualquier otra niña de su edad le hubiera costado años.

Una noche, mientras cenábamos los tres alrededor de la mesa de la cocina, mamá dijo:

—Es curioso... Hace mucho tiempo que no veo a nadie.

Marta y yo nos miramos, y luego a ella, y los tres seguimos cenando en silencio.

 
 

Las cosas comenzaron a ponerse feas cuando circularon rumores en el pueblo sobre lo que podría ocurrir a nuestra madre. Estaba convencido de que el origen de todo estaba en la señora Falcón. Y las cosas se pusieron aun más feas cuando se acercaron las fechas en que Marta y yo deberíamos volver al colegio. Con aquello no habíamos contado. Además, y por si fuera poco, mamá empezó a decir que quería ir al pueblo, que se aburría de estar todo el día en casa y que necesitaba ver a alguien.

—Pero mamá... —dijo Marta ante su insistencia—. Ellos no te quieren.

—¡Qué estas diciendo! ¡Quién no me quiere!

—Ellos... Los del pueblo... Todos menos Marta y yo —dije apoyando a mi hermana.

—Pero... ¿qué pasa? ¿Es que dicen algo de mí? ¡Dime, Miguel! ¿Por qué no queréis que vaya? ¿Qué dicen de mí..?

—Ellos te desprecian, mamá. No te quieren.

En aquella ocasión se puso furiosa.

Por la noche Marta se metió a dormir en mi cama. Me dijo que tenía miedo, miedo de mamá. Se despertó de madrugada bañada en sudor y temblando violentamente. Me rogó que mirase debajo de la cama, y aunque por nada del mundo se lo hubiera confesado, tenía miedo de hacerlo. Ante su insistencia incliné la cabeza bajo el jergón, pero tenía los ojos cerrados.

A la mañana siguiente encerramos a mamá en el sótano. Fue mediante engaños, y a mí y a Marta nos partió el alma actuar así, pero no podíamos hacer otra cosa. La alimentaríamos a través del ventanuco que comunicaba a ras de suelo con el jardín. Durante el día pondríamos delante de él una caja para que nadie que por allí merodease pudiera oírla.

Desde que la encerramos comenzó a dar unos berridos horribles que nos ponían la carne de gallina. Nos amenazaba con castigos crueles, pero nada de eso era comparable a los momentos en que, entre sollozos, nos preguntaba por qué le hacíamos aquello, qué nos había hecho para comportarnos así con ella...

Nuestros oídos se fueron acostumbrando a sus gritos destemplados —que yo oía hasta en mis sueños—, a sus imprecaciones y amenazas. Cuando la llevábamos la comida intentábamos calmarla, y a veces nos acercábamos hasta la puerta del sótano y pretendíamos apaciguarla con frases cariñosas pronunciadas con la dulzura de que un niño que ama a su madre sólo es capaz, pero era como intentar derribar un muro a cabezazos. No había ningún lugar de la casa al que no llegaran sus lamentos.

Pasaron los días, y cada vez sus chillidos fueron más débiles, hasta que se convirtieron en un continuo y apenas audible murmullo quejumbroso.

A veces mi hermana me miraba afligida.

—No temas, Marta... Aunque ya no lo sabe, mamá nos sigue queriendo.



       

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