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Correspondencia

Daniel Ortiz

    (Nota del editor: este cuento es uno de los que conforman el libro El Señor de los Espejos, del escritor argentino Daniel Ortiz, publicado por Vinciguerra en 1998).

El Señor de los Espejos, de Daniel Ortiz Fue el código 336 quien envió la primera jugada al 445; las pares jugaban con blancas para el discreto reglamento de la página que promovía contactos para partidos por correspondencia en el mensuario de ajedrez. Ambos códigos remitían a una casilla del Correo Central.

Cuando 445 leyó esa apertura lamentó que un principiante hubiera dado con él. Si abrir el juego con el peón de la torre no era ortodoxo, tampoco era recomendable. La batalla por el centro es decisiva, requiere sangre de peones, sacrificio de caballos. Ceder el centro es proponer duelo sin concurrir al campo de honor. Es invitar a la lucha pero a condición de no luchar. ¡Y 445 era un hombre de pelea! Pensó en no responder, en figurarse que nunca había recibido ese convite y, aun, que podía —llegado el caso— negar la recepción de la primera carta si una segunda repitiendo esa apertura, reclamaba respuesta a la primera. Pero como daba lo mismo, respondió con un decidido avance al centro con el peón del rey, le puso su firma, un sobre estampillado y echó la carta en el buzón al otro día.

Una semana después llegó la escueta segunda jugada. Declaraba la misma fecha que el matasellos del sobre, de modo que a la recepción de su apertura de negras le sucedió de inmediato la réplica. 336 tuvo un ingenio más agresivo. Del mismo flanco donde produjo la apertura, sacó un caballo y lo apostó a un costado de la entrada. 445 decidió pensarlo un poco más y dejó la carta por ahí, y recién al segundo día recordó contestarla: un cauteloso peón de la reina cubrió la avanzada de su compañero.

Aunque 445 no aguardó con ansiedad la respuesta, cuando ésta llegó calculó que se había demorado demasiado. Recibió de 336 otra jugada insensata por el mismo lateral y respondió con un caballo lanzado al centro. Y con trazo descuidado ironizó: "¿Jugamos?".

Pronto llegó la réplica: un peón blanco de 336 se animó a arrimar peligro al centro. A la pregunta de 445 la esquela acotaba: "Puede ser".

Por primera vez a 445 le interesó con quién jugaba. El ajedrez por correspondencia era, para él, una ordalía de paciencia y estrategia donde un almanaque desplazaba al reloj y un papel al adversario. Nada más le importaba. Pero esa letra redonda, que dibujaba una jugada y dos palabras sin firma, tenían gracia y misterio. ¡Buena treta la de 336! ¡Distraerlo a él! 445 adelantó el alfil negro y casi despejó el camino hacia el enroque largo. Firmó con su nombre abreviado.

A los diez días creyó —con optimismo— que la carta no había llegado a destino. Nunca pensó que 336 hubiese decidido no contestarle. Pero el día once se convenció que 336 había decidido interrumpir la partida. Por alguna razón que no venía al caso 445 necesitaba esa respuesta. Conjeturó que firmar con su nombre encima del código numérico había constituido una irreverencia que no le había sido concedido aún perpetrar. Redactó nuevamente el avance del alfil y lo introdujo en un sobre. No necesitó enviarlo; en la casilla de correo lo esperaba la respuesta demorada: la reina blanca ensayaba un inexplicable avance a la zaga de su peón. Una firma ilegible y 336 se responsabilizaban de todo.

"¡De modo que las cosas siguen bien!", se tranquilizó 445. Y se tomó un día para pensar —con seriedad— la respuesta. Porque confirmó su intuición vaga de que 336 era una mujer, tal vez linda, tal vez inteligente (estaba por verse). Una mujer que se ocupaba vaya a saberse de qué cosas durante el día, y que llegaba a la noche a su casa —la figuró viviendo sola—, se desvestía, preparaba un café y revisaba la correspondencia mientras escuchaba los llamados del día. Y que mientras separaba cuentas de luz, de gas, propagandas de tiendas de moda, buscaba con avidez la carta que anunciaba la jugada de 445 de la semana, esa carta que era en sí misma el hilo tenue —vago como una hebra de telaraña— que sostenía esa contienda a todo o nada, esa lucha a jaque mate que los dos buscaron, pero sin buscarse el uno al otro.

Con toda esa lucidez corrió su reina y dejó libre el encuentro entre su rey y la torre, lo firmó con su garabato habitual, aclaró que era 445 quien firmaba y preguntó, con trazo firme: "¿Comenzamos, entonces?".

"Estoy preparada", le respondió 336 a los cinco días, y agregó a continuación el decidido avance de un peón desguarnecido, hacia un casillero amenazado por su caballo negro. Era una jugada hábil. 445 había desnudado en demasía su voluntad de enrocar, y la ansiedad con la que se había manejado en esos casi cuarenta y cinco días parecían haber convencido a 336 de que podía llevar sus peones inermes al centro del tablero sin peligro. Dicho de otro modo, ella había ganado el round de estudio, conocía (y ahora probaba) los límites del valor del otro, lo había desorientado con algunas incoherencias por los laterales y ahora, si 445 se decidía a practicar el previsto enroque, debía resignarse a compartir el centro, aun cuando su caballo podía capturar al peón blanco sin peligro. Pero, pensó 445, peor sería que ella condujese el juego, y le planteara en qué sectores desarrollarlo, y que lo disuadiera de hacer lo que tenía previsto hacer. Y pensó —en ese mismo y largo día en que redactó el enroque de respuesta— que más valía una buena defensa del vulnerable rey y jugar tranquilo el resto de los meses.

Pero nada fue igual desde entonces. La abrumadora realidad de saberse desguarnecido, de conocerse tan raquítico en defensas (las había creído enmarañadas y eficaces) que una 336 no invitada a su vida irrumpiese, así porque sí, y sin fatigar esfuerzos volcase las murallas del castillo de naipes de su ordenada existencia, se le tornó insoportable, insalvable. Amenazó con interrumpir la partida (a nadie llegó esa amenaza), se prometió no contestar a la siguiente jugada, ni a la reiteración ante su silencio, pero deseó fervientemente que 336 moviera pronto sus piezas. Porque, debió admitirlo, le interesaba 336. Le interesaba su particular juego, la despreocupación con la que había logrado trabar el combate, el descuidado estilo de sus movimientos, la audacia del "Estoy preparada".

Llegó una respuesta esquiva. Otro movimiento intrascendente de la torre en su hilera. 445 decidió reforzarse en el centro, y agregó —con indisimulado temor de perpetrar una cursilería— "Nuestra partida semeja una rima". Luego de echar la carta en el buzón, recordó que había olvidado capturar ese peón blanco que, al descuido, seguía indefenso enseñoreándose en el centro. Se prometió mayor concentración y aplomo.

336 contestó pronto, pero antes de la jugada glosó parte de un poema ajeno, en atención "a los dos meses de nuestro encuentro".

    También el jugador es prisionero
    (La sentencia es de Omar) de otro tablero
    De negras noches y blancos días.

    Dios mueve al jugador, y éste, la pieza
    ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
    De polvo y tiempo y sueño y agonías?

445 gozó con el impacto y demoró justificadamente una semana su réplica, para darle tiempo a su genio espoleado a desplegar lo que sigue en el papel:
    Rey blanco y Reina negra

    Él era el rey de los blancos
    y ella era una reina negra
    de piel oscura como la noche
    y brillante cual una estrella.
    Verla fue amarla
    y concebir locuras por tenerla,
    como repudiar a su esposa, la reina
    y mandar sus gentes a la guerra.

    Su pueblo le obedecía
    (esas eran las reglas del juego);
    ese pueblo que le amaba,
    o que rodeándolo le protegía
    juró por su honra al rey blanco
    que hasta la muerte le seguiría.

    Mandó una avanzada de soldados
    bravos peones de la guerra.
    Los escoltó con sus caballos
    hasta el frente de combate
    y en suicida misión guerrera
    envió al frente con aquellos
    a su esposa, la repudiada y blanca reina.

    Desde la altura de una torre
    el rey blanco la carnicería oteaba.
    Aguzando a poco la vista
    en las cortes del negro reino
    observaba con fruición
    la patética desesperación
    de los oscuros habitantes
    cercados por hordas blancas salvajes.

    Llamó a su lado a dos peones
    convocó de sus huestes a un alfil
    mandó ensillar su caballo
    y enterado de su súbita viudez
    levantó más alto su altivez;
    lanzó feroz grito de combate,
    trazó estrategia de jaque mate
    y con lerdo paso noble
    raptó a la negra reina de entre trebejos
    ensayándole un cortejo y recitando sus amores.

    La lucha siguió igual
    en el campo de dos colores
    cayeron peones de ambos lados
    hubo preso un rey negro
    se demolieron varias torres
    pero para siempre se perdieron
    de ese mundo de cuadrados escaques
    una pareja de reyes altiva:
    él, rey blanco y captor,
    ella, reina negra y cautiva.

No olvidó eliminar a ese peón obstinadamente indefenso luego del poema. El correo fue generoso con 445: le obsequió un sobre con la afable caligrafía de 336: "Muchas gracias por tu poema. Es hermoso, porque tiene que ver mucho con nosotros, que elegimos un tablero que no compartimos para desplegar un juego que tal vez no jugamos". La misma letra redonda y cautivante le capturó el alfil con un peón suicida.

445 no lo lamentó. A veces convenía retroceder un paso para pegar un salto. Capablanca había destronado a Lasker sacrificando caballo, alfil y torre antes de dar mate en la célebre partida del 21. Con el centro reforzado, asomó aun más a su reina negra, tal vez para vengar la afrenta de ese peón insolente, tal vez para dar ejemplo a la tropa de que esa nobleza era de las que marchan al frente de los suyos, que sabe estar donde el combate arrecia. Cerró el sobre, pero antes escribió (¿suplicó?): "Debemos vernos".

Dos semanas desesperó la respuesta de 336. Si había sido insolente, ya no importaba. Lo dicho, dicho estaba. Al fin le llegó una escueta nota con un peón abriéndose paso por el otro flanco. Replicó con un fugaz movimiento de su reina capturando al peón asesino de su alfil, y repitió: "Debemos vernos. El tiempo pasa. La vida es una sucesión de ayeres que no reconocen mañanas". Poco tiempo pasó, hasta que 336 —aprovechando el increíble descuido de 445— expulsó del tablero su reina y le inyectó una necesitada cuota de optimismo: "La vida es continuo mañana".

445 leyó entre líneas que él debía esperar; pero el partido no. Produjo un desarrollo agresivo y envolvente. Eliminó los dos molestos caballos de 336, ingresó francamente al campo de las blancas y sembró terror en la línea de peones. "No conozco tu nombre, debemos vernos pronto", escribió su impaciencia. Con una tal vez merecida presuntuosidad, 336 le contestó: "Yo soy única; mi nombre también". Y en otra movida —que jaqueó sin peligro al rey negro de 445— se quejó: "Yo tampoco sé tu nombre".

"Mi nombre es sacrílego y soberbio. No puede pronunciarse", desorientó 445 exponiendo un alfil para cubrir el jaque. Tres esquelas de 336 capturando ese alfil, una torre y un caballo prepararon el desenlace. 445 no temía a las victorias pírricas. El entusiasmo de 336 había dejado desguarnecida su blanca retaguardia. "¿Es que ya no deseas conocerme, que hace seis cartas que no lo dices?", le reprochó, preocupada, 336.

Arreglaron una cita en los siguientes dos movimientos, preludio de la agonía de 336. El día llegó. Movía 445. Aunque estaba impaciente, expectante, se permitió disfrutar los minutos que prologaron el encuentro; conocería a 336, develaría su nombre y entregaría en sus manos esa carta certera de la movida final: mate al rey, con simultánea captura de reina.

El fragmento de poema que glosó 336 pertenece a "Ajedrez", de Borges (El hacedor, 1960). El que desplegó 445 en el papel, me pertenece: "Rey blanco y reina negra", 19/6/1993).


       

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