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Tres cuentos

Santiago Serrano


El mensajero

La Parda salió de la casa, se sentó en un pequeño banco y encendió un cigarrillo, ya nada podía hacer, sólo esperar. ¿Quién no?, pensó.

Un pájaro negro revoloteaba a su alrededor. La miraba zoológicamente comprensivo. Ella lloraba en silencio. El emplumado volaba cada vez más bajo, circularmente, ciñendo a la parda con su aleteo.

Desde la casa de chapas se escuchaba un quejido constante. La mujer se tapó los oídos. No soportaba más. Estiró las manos al piso y tomó un cuchillo oxidado. Tocó su filo.

El pájaro, impotente, la miraba con algo de terror. Su pequeña cabeza pensaba. Quitarle el cuchillo era imposible. ¿Pedir auxilio? ¿Quién lo escucharía? Él sólo sabía piar, pero nunca lo hizo demasiado bien. Tendría que haberse esmerado en el arte del canto, se reprochó.

La Parda colocó el cuchillo sobre una de sus muñecas. Desde el interior se escuchaba una voz débil, agonizante. La mujer medía las posibilidades de un corte rápido y efectivo. Lloraba y las lágrimas le humedecían el rostro duro y lleno de surcos.

El renegrido estaba dispuesto a todo para salvarla. Sabía que una sola palabra la convencería. Recordó palabras que había escuchado en sus vuelos rasantes sobre la gente.

Ella miró hacia la casa y tomando valor gritó: ¡Basta!

El pájaro sabía que no había más tiempo. Bajó desesperado. Se colocó ante ella y con un esfuerzo terrible emitió el sonido que pensó la salvaría. La mujer lo miró fijamente, mientras del pico surgía algo parecido a la palabra "fe".

La Parda tomó el cuchillo y con una destreza desconocida atravesó el corazón del renegrido. Se hizo la señal de la cruz y, aún llorando, lo tomó de las patas, se dirigió a la puerta del rancho y en voz baja dijo: "No llores más, hoy vamos a comer".


El hombre del sello

Era el primero en llegar a la oficina y desde siempre el último en retirarse. Le gustaba poner todo en orden antes de empezar a trabajar. Apilaba prolijamente los expedientes, sacaba meticulosamente punta a los lápices y lustraba con fervor el cristal que cubría su escritorio. Sólo se levantaba de su asiento, durante las nueve horas reglamentarias, para entregar los expedientes ya visados. Se apresuraba sellando y firmando hojas y hojas sin detenerse un instante. Sólo faltó a sus obligaciones el día en que murió su hijo, aunque a decir verdad nadie notó su ausencia, algunos hasta juraron haberlo visto sentado en su escritorio. Era tan metódico y gris que hacía muchos años que pasaba desapercibido para todos. Él era feliz con su rutina y no extrañaba la compañía de los otros.

Ella no se le parecía en nada. Era extremadamente voluble en sus afectos. Como todas las de su especie le gustaba revolotear sin quedarse nunca en ningún sitio. Se había criado en un palomar, llena de comodidades. Cualquier otra paloma hubiese sido feliz en su lugar, pero ella, rebelde como pocas, no se conformó y emigró hacia otros rumbos. Su vida fue azarosa y llena de privaciones, pero eso era el principal encanto para ella.

Durante muchos años recordaría lo que sintió aquella tarde al conocerlo.

Ella había visto otros hombres y nunca le había llamado demasiado la atención su aspecto, pero éste era distinto, se dijo mientras lo miraba a través del cristal de la ventana. Tiene algo de palomo, pensó, y durante un buen rato, algo poco acostumbrado en ella, lo miró detenidamente. Ese meticuloso levantar el sello, entintarlo y dejarlo caer con un golpe seco contra el papel, la fascinaba. Era como un picoteo constante.

Cuando cumplió la primera semana de mirarlo con creciente amor, se decidió por fin a tomar contacto con él. Se acercó al vidrio y con su pico lo golpeó siguiendo el ritmo que él llevaba con su maravilloso sello.

Al principio él no lo notó, pero luego de unos minutos levantó la vista y la vio. Éste pudo haber sido el comienzo de una historia de amor, pero la suerte jugó una mala pasada. Él, que en ese instante iba a imprimir el sello, se sobresaltó y lo colocó torcido. Su indignación fue total, se enrojeció de vergüenza por su distracción y se juró no volver a levantar la cabeza aunque se viniera abajo el edificio.

El corazón de ella latía de excitación. La había mirado, y se juró que le sería fiel para siempre. Volvió a insistir durante toda la tarde con sus picotazos, pero él parecía inquebrantable a sus coqueteos.

En realidad, él no estaba tan indiferente. El sonido del cristal lo crispaba cada vez más y sólo su mecánica voluntad lo mantenía firme. A pesar de todo, aquella tarde se retiró unos minutos antes de lo que acostumbraba, sus nervios se estaban quebrantando.

Durante toda esa noche no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos le parecía ver a ese bicho emplumado que tanto lo había perturbado. A la mañana siguiente decidió subir el vidrio de la ventana para evitar el ruido molesto.

Cuando ella descendió sobre la cornisa, se sintió desilusionada por no poder hacerle la ofrenda de su contrapunto musical. Caminó de un lado al otro de la ventana pensando cómo podría seducirlo. De pronto tomó la decisión casi sin pensarlo. Qué otra cosa podía hacer que entrar. Él estaría encantado y quizá perdiese su timidez.

Él, de reojo, vio la silueta sobre la montaña de expedientes. Pero estaba dicho que era imposible este romance. Su firma, con el susto, se extendió por debajo de lo establecido. Su ira fue total; tomó el sello y con toda su fuerza se lo arrojó.

Ella se asustó un poco, no hay que negarlo, pero mientras volaba en círculos sobre el edificio se decía emocionada: "Me ama. Sólo alguien que me ama puede regalarme su objeto más querido".

Él, por primera vez en treinta años de oficina, se levantó y fue al baño. Nadie lo vio, pero temblaba sin poder controlarse.

Ni la paloma ni el hombre durmieron tampoco esa noche. Ella emocionada y él aterrado.

Al día siguiente, él confundió el colectivo y por primera vez llegó tarde. Nadie lo notó, pero él no pudo perdonárselo. Durante toda la mañana no pudo trabajar. Sólo planeaba cómo deshacerse de su molesto visitante.

Ella, en cambio, se dio un buen baño en la fuente de la plaza y alisó sus plumas metódicamente. Por la tarde ya estaba lista para la gran cita. Sus patitas se apoyaron temblorosas sobre la ventana nuevamente abierta. Allí estaba él, mirándola con sus ojos fijos.

Fue sólo un instante.

Él se abalanzó hacia ella con sus manos como garras. Ella quiso ir a su encuentro y emprendió el vuelo. Grande fue su sorpresa al verse tomada en sus manos y desaparecer por la ventana. Mientras caían, ella se sintió feliz. Sobre el asfalto caliente se desplomó el cuerpo del hombre y cuando llegaron para llevárselo, la paloma aún seguía dándole suaves picotazos en la boca.

En la oficina nadie notó su ausencia.

Ella tardó mucho en olvidarlo.


La hormiga y el oso

La novata tenía que pasar su ceremonia de iniciación. Su madre quiso acompañarla un buen trecho desde su hogar. A la pequeña la tranquilizó que su progenitora no lanzara gritos de dolor ni llorase sobre su minúsculo hombro. Ella, tarde o temprano, tenía que enfrentar este desafío, estaba escrito, era parte de la naturaleza. Tenía miedo. "Sería tonto negarlo", pensó. Sobre un enorme cascote se sentó la hormiguita Cola Negra y miró a lo lejos su objetivo. La jaula se presentaba oscura y tenebrosa. "Quizás él esté durmiendo, podría deslizarme con facilidad y traer la prueba de mi aventura. Soy rápida y con buenos reflejos. Aunque tengo que comprender que si me ve estoy perdida". Mientras decía esto en voz baja, propia de su especie, arremetía con paso veloz hasta el pequeño zócalo que separaba la jaula del pasillo por donde transitaban los visitantes. Agradeció que fuese tan temprano; en otro horario había mucho tránsito de zapatos y zapatillas y ella estaba muy nerviosa para sortear otro peligro.

Antes de asomarse por encima del zócalo, rezó una pequeña plegaria al dios de las hormigas y se encomendó a él.

Cuando su cabecita sobresalió del otro lado y pudo ver lo que le esperaba, sufrió un hondo escalofrío al contemplar en toda su extensión a su enemigo. Allí estaba, tendido sobre el cemento de la jaula, pachorriento, rascando su cuerpo con gran satisfacción, displicente a cualquier cosa que no fuese el rasguido de sus uñas. La Cola Negra casi se desbarranca cuando le pareció que los astutos ojos del oso hormiguero la miraban. "Disimula", pensó, "sabe que estoy por entrar y disimula".

Antes de decidirse, recordó todas las atrocidades que había hecho ese depredador con sus antepasados, y de no ser por su miserable tamaño, lo hubiera embestido a puntapiés.

El Oso Hormiguero estiraba cada tanto su trompa hacia arriba, como buscando algún olor que lo sacara de su letargo.

"Es hora de actuar", se dijo la osada novata, y se lanzó hacia el interior de la jaula en busca de un pelo de su enemigo natural. Rápidamente buscaba en el suelo su objetivo. Maldijo al cuidador que ya había barrido el piso. Ni un miserable pelo. Su vehemencia la llevó al centro de la jaula. Allí, enredado en una cadena, vio uno lustroso y largo. Su alegría fue tremenda al tirar de él y lograr arrastrarlo unos centímetros. Sintió como si tocase el cielo con las manos. Creyó que lo más conveniente era una plegaria en agradecimiento a su dios. Ella siempre fue muy creyente y ahora tenía su premio. Mientras levantaba sus manos al cielo no pudo ver que su enemigo se acercaba lentamente hacia ella.

Un soplido de la terrible trompa la hizo reaccionar. Giró y lo vio venir con sus ojos inyectados en sangre. La monstruosa aspiradora succionaba todo a su paso.

Ella agarró fuertemente el pelo y corrió hacia afuera. Cuando chocó contra la pared se dio cuenta que estaba atrapada. Había corrido en la dirección contraria. Era el fin. Mientras lo veía avanzar como un bólido hacia ella, pudo pensar en su mamá. Cerró los ojos y se encomendó al dios de las hormigas.

Un ruido seco le hizo abrir los ojos. La trompa había fallado y se había estrellado contra la pared. Sólo atinó a agarrar el pelo y correr como nunca lo había hecho.

Esa noche, mientras aún se escuchaban los festejos en el hormiguero, el Oso estiraba su trompa hacia la luna. "Es la última vez", se decía, "no es natural, es contra toda regla. Debo repetir cien veces: soy un Oso Hormiguero, no puedo sentir piedad".


       

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