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Epílogo de un cyberdiós

Liza Rosas Bustos

La última vez que fui al parque fue hace cuatro años. No. Creo que fueron cinco. La verdad, perdí la cuenta. Lo único que sé es que tendré que comenzar a ir más seguido. Es más, con esto de mi muerte me veré obligado a vivir en él.

Crecí extraño, diferente. Nunca me gustaron los juguetes, ni los de los niños chicos ni los de los grandes. Mi hermana me quitaba los lápices de colores, así que de pequeño no tuve demasiado que hacer. Corría, sí. Pero jamás sentí la necesidad esa que tienen todos de hacer travesuras, algo que preocupaba a mi madre de sobremanera y me echaba en cara constantemente. Tal vez me lo reproche de nuevo cuando le toque acompañarme a mi última casa, mejor dicho, a mi futuro parque.

Los últimos días de mi vida los he pasado solo, sin las ganas que tienen todos de encontrarse con —y despedirse de— el mundo entero. Algo que hacen todos aquellos que están por morirse, según dicen. Cuando el doctor me avisó que mi vida, como todas, conducía a la muerte pero con aviso anticipado, comencé a preparar mi entierro, a escribir mi testamento y a hacer los respectivos preparativos. Con tanta preocupación me desconecté de los pocos conocidos que tengo, lo que tampoco me importa demasiado, porque ya he hecho los arreglos correspondientes. He pagado a unos parientes lejanos para que vayan a mi entierro y aunque fingieron tristeza y asombro cuando se enteraron de lo de mi invitación, sé que esperan ansiosos el día de mi muerte para adjudicarse unas vacaciones que ellos jamás se hubiesen podido pagar.

No sé si esto de ser quien me tocó ser fue producto del azar biológico ese que otorga ojos verdes y tez albina a generaciones tardías. La verdad, crecí alejado del mundo. La mejor prueba de aquello es que jamás me preocupé de averiguar a quién salí, de dónde realmente provino este sosiego.

Y es que tampoco tuve grandes incentivos. Recuerdo que mi abuelo, que venía a visitarnos a menudo cuando yo era pequeño, poco a poco se fue convirtiendo en un personaje no grato a quien no me hubiese gustado parecerme. Aunque no siempre fue así. Al principio, cuando se presentaba golosinas en mano, encumbrado en un cuerpo que comenzaba a estorbarle, se convertía automáticamente en un aliado para cualquiera que le encantaran las golosinas y que no alcanzara, como yo, el jarro de los chocolates. Pero a medida que fui creciendo, mi abuelo se convirtió en un enemigo. Adoptó una posición infantil que se dio en progresión inversa a mi crecimiento. La cosa se tornó más ingrata aun cuando se vino a vivir a casa. Se hacía pipí en los pañales y se le caía la baba, algo que yo iba dejando atrás y ya no me causaba tanta gracia. Un día, cuando tenía siete años, atisbé por la ranura de una puerta y vi que mi abuelo había vuelto a la cuna. Dormía formalino, casi plástico, adornado con flores y encajes. Le habían puesto su traje favorito y debo confesar que hasta estaba mejor que en vida. Mi madre lloraba sentada en una esquina repitiendo una y otra vez cuánto lo extrañaba. Nadie lo había querido tanto como ese día, cuando se fue. Yo pensé que jamás había visto a mi abuelo tan bien como ese día, detrás de esa vitrina. Si se hubiese mirado al espejo, hasta a él se le hubiese hecho difícil reconocerse. Menos mal que a mí no me va sucediendo así. Para evitar los encajes innecesarios, yo mismo me he encargado de escogerme el último traje que voy a llevar: un vulgar pantalón de trabajo y una camisa de algodón. Hasta me he diseñado un féretro a la medida para hacerle creer a mi cuerpo que voy al trabajo en el metro —bendito seas, Autocad. Y ojalá que no sea mi madre quien me lo ponga. He dado expresas instrucciones para que no se aproveche de mi estado y se le ocurra vestirme. Cuando le informé de mis deseos, como todas las madres, lloraba. Pero he leído muchos libros espirituales que hablan de las propiedades terapéuticas del llanto. Tome ella entonces esta acción como algo que, a la larga, la favorecerá.

El apego que el mundo profesa por las cosas y las personas fue siempre ajeno a mi entendimiento. Dígase que mis amantes y yo jamás pudimos llegar a un acuerdo en ciertos asuntos. Por muy dócil que fuese cualquiera de ellas, no faltaba el día en que se volvían intransigentes y me reprochaban, entre lagrimones y sollozos incomprensibles, que yo no hacía para ellas algo que ellas habían hecho para mí, cuando, para empezar, yo jamás les había pedido que hicieran nada. Lógicamente, tuve que terminarlas no por rabia, sino por un simple acto de justicia ajena. Me explico. Debía pagar yo por un delito que ellas habían decidido que yo había cometido de acuerdo con sus propias normas de conducta. Las discusiones se volvían largas e ingratas, un obstáculo para mi trabajo, al que incluso a veces tuve que llegar tarde. Semejante interrupción en mi vida profesional acababa siempre menoscabándolo todo. Obvia era entonces la separación que hizo estragos en algunas, acostumbradas como estaban a los cuentos de hadas de feria en donde la gente que se casa vive feliz para siempre, y desacostumbradas como estaban a los cuentos realistas de Andersen. El único inconveniente del evento en sí, era que a veces mi cuerpo se afiataba a la temperatura de algunos cuerpos y de aquel grado de afiatamiento dependía el tiempo que me tomaba volver a mi estado original. A veces, no era fácil desenvainarme, así que desarrollé ciertas estrategias. Viajaba y conversaba mucho para entretener este instinto gregario surgido de lo que llaman amor y apagar de a poco la necesidad proveniente de mi capacidad de adaptación. Debo confesar que un par de veces la cosa se volvió más grave de lo que yo hubiera querido. En una ocasión, desenvainarme no fue fácil y el proceso me tomó años. Pero como desarrollé tácticas efectivas, la mayoría de las relaciones se resumían al mismo tramo. Venía primero el perderse por los cuerpos, el apego resultante, el correspondiente acto de justicia ajena, las estrategias y vuelta a ser mi feliz yo: como un ciclo biológico.

Esto de actuar por justicia ajena fue algo que me autorreproché unas cuantas veces, pero jamás llegó verdaderamente a incomodarme. A veces cuando mi madre acudía conmigo a alguno de mis compromisos que requerían pareja, se aprovechaba de su condición de madre y me decía que nadie hubiese sido feliz conmigo. Tal vez tenía razón. La alegría de estar solo y el miedo a que alguna transeúnte se extraviase en mi laberinto donde sólo existen los yos habría llevado a dos personas a una certera desdicha. Además, nadie podrá negarme que, al perderme las transeúntes que se pasearon por mi vida no se perdieron realmente de mucho. Mi entierro no será fastuoso. Carecerá de recepción complementaria. A todos aquellos que imagino les importará saber de mi muerte, les he pedido que por ningún motivo se vean obligados a asistir, con la excepción, claro, de mis parientes lejanos. Como la última vez que me vieron estaba yo muy pequeño y mi cajón carecerá de vitrinas, les he dicho el color y la forma del estuche, les he enviado dentro de una tarjeta el nombre de la funeraria a la que he confiado mis exequias para que no vayan a llorar el cadáver equivocado. A mi madre no la quiero llorándome. Le he pedido que, como lo hizo en vida, me espere en la puerta para acompañarme a la última recepción. Esta vez me estará esperando en el umbral del cementerio con el vestido que yo mismo le he comprado, tacones y maquillaje exagerado para que parezca mi novia de abril y evite posibles habladurías de mis compañeros de oficina que seguramente se colarán sin que yo pueda impedírselo. Como, a diferencia de ellos, nunca le di el teléfono de mi trabajo a nadie, recurrieron a unas cuantas sospechas que están muy de moda, y es mejor asegurarse que no me atribuyan enfermedades con peor reputación. De eso también me he encargado. Quizá vengan, aunque como dije, no me importa. Jamás he pedido nada. Como no exijo nada, no doy nada y así, feliz yo, felices todos.

Y sí. Fui feliz. Qué pena que la alegría no pueda medirse con números. Como ingeniero que soy, podría incluso calcular lo que midió mi felicidad. Es más, podría hacerme una página en la red electrónica, crear un programa que estampe la idea en unos millones de sites para los navegantes electrónicos de la posteridad. Después de todo, fui el responsable de unas miles de ellas, laberintos por donde se cuelan las mentes y se ingresa al universo de hologramas e ideas. Laberintos que no dejarán de existir sin mí, pero que dejarán de existir si alguien jala un simple cable.

Debo reconocer que me hubiese gustado morir en primavera, pero a veces el cuerpo se la gana a uno. Tuve suerte de no tragarme las miles de grageas que muchos se tragan gracias a lo que me aqueja, un cáncer hepático fulminante y de corto alcance. Algo que secretamente me hubiese gustado hacer hubiese sido viajar por el mundo, por supuesto solo. Pero como soy un cyberdiós, pude adjudicarme algo mejor que eso. Durante las dos últimas semanas que mi cuerpo me permitió moverme libre por el mundo, me tomé las tardes libres para ojear catálogos de revistas de viajes, escurrir imágenes y signos en la pantalla de mi ordenador a través del cual presencié auroras boreales y puestas de sol del Caribe lejano. Visité la sirenita solitaria de Dinamarca, presencié los entierros fulgurantes de la colérica y gastada India. Me diseñé unos juegos que me embarcaron en rompehielos por la Patagonia: todo, como dijo alguien por ahí, sin jamás moverme de mi escritorio.

Tuve suerte. Si hubiese sido alpinista, el paulatino apagamiento hubiese sido un proceso cruel y limitante que me hubiera mantenido lejos de lo que amaba. Pero a mí no me ocurrió así. Me voy muriendo frente a la pantalla mientras ordeno a través del micrófono que todo esto sea escrito. He hecho todo lo que me corresponde. He planeado mi funeral, ordenado los pasajes para mis familiares, he conectado las llamadas correspondientes al hospital que pronto recibirá el informe de mi partida, y hasta he podido escribir mi propio obituario. No se moleste en poner ni hora ni fecha de entierro. Tampoco adjunte fotografía. El cheque de publicación le estará llegando pronto por giro bancario. Este es un e-mail póstumo. Acabo de morir tres minutos atrás tres minutos atrás tres minutos atrás rrrrrrrrrrprrrrrrrrrrrrrrrr ¡pafck!


       

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