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La guagua

Jorge Luis de la Paz

El ruido conocido indica su llegada a la hora de costumbre. No la distingue aún, pero sabe que en unos instantes aparecerá con sus lentes de cristales y asientos remendados. Después, doblará en la curva y el tronar del motor ruso espantará los toties de sobre los almácigos a ambos lados de la carretera. Luego, el claxon anunciará el nuevo día, para, finalmente, disminuir la velocidad hasta detenerse frente a él. "Buenos días, Montoso... está fresca la mañana, ¿eh?". Montoso repetirá algo así como "A quien madruga Dios le ayuda" o "Quien con Dios se levanta, con Dios se acuesta". Forma poética de iniciar el duro bregar en la granja del pueblo, que cuarenta años atrás perteneció a su familia. Los mismos años que Santana ha conducido la guagua rural. Pero hoy, hoy será un día distinto.

Algo inusual sucede: Santana conduce con las luces apagadas y el claxon ha enmudecido. ¿Habrán cambiado el chofer? ¿Tal vez está descompuesta? Un ritual mantenido por tanto tiempo, aun en épocas de ciclones, guerras o diluvios no puede haber desaparecido por razones simples. En verdad, motivos para estar preocupado sobran. La guagua se detiene tras un violento frenazo. "Debe ser un chofer novato", piensa Montoso. Pero no, es Santana y no otro el conductor. Éste no le saluda. Es más, ni siquiera ha quitado la vista de la carretera y parece no haber notado su presencia. "Coño, ¿qué le pasa a Santana, alguna novedad en la familia o estará cabrón conmigo? Yo no le he hecho nada... que recuerde". Toma asiento en el mismo lugar de siempre y, buscando una respuesta, dirige la vista escudriñando a los restantes pasajeros. Lola, la de la tienda de víveres, lleva cara de asustada. Pero es la mejor candidata para preguntas, pues está sentada en el asiento contiguo...

—Oye, ¿tú sabes qué le pasa? —murmura Montoso mientras lo mira de reojo.

—No sé, está muy raro... a mí ni me saludó... y chico, ¿te has fijado en la cara de loco que trae?

Entonces se percató de que todos compartían la misma inquietud. Lucio, con un gesto combinado de la cabeza y las manos, indicaba que no sabía qué pasaba. Tampoco a él lo había saludado, es más, esta mañana no aceptó los panes calentitos que siempre recibía tan goloso. A Obdulia, la maestra, de los ojos le brotaba el pánico a la par que el vehículo ganaba más y más velocidad. La cual se hacía en extremo aparatosa por el estruendo de las láminas metálicas sin tornillar. Hasta Félix, el policía, estaba confundido por el proceder de su chofer. Pero lo espantoso estaba por venir.

Los ánimos, ya de por sí caldeados por la velocidad que tentaba las amplias curvas, se tornó en ira cuando Santana dejó de recoger a otros pasajeros y pasó por sobre los que se interpusieron en su camino. Ahora sí estaban preocupados. ¿Aterrados?

Fariñas fue el primero en protestar. —Oye, Santana, te llevaste la parada del puesto de viandas.. ¡Chico, para, oye viejo, para... ¿pero tú no oyes?...—. Por respuesta sólo recibió un acelerón que casi lo tira al piso. Fariñas se aferró a los tubos de la puerta trasera y guardó silencio conservando su mirada atónita. Félix decidió actuar. ¡Oiga, compañero chofer, deténgase por favor! Santana se volteó para regalarle una sonrisa burlona. Esa era su guagua y Félix quien le servía para organizar el tráfico. Nada más.

Arturito no lo pensó mucho. Los más jóvenes son más raudos para la acción.

—¡Chofé', mi socio... oye, para aquí... mira que si llego tarde otra vez me botan del preuniversitario. Por favor, no sigas... oye, si no paras me tirooo, ¡coñooo!

Algunos miraron asombrado. No les parecía bien tentar la suerte. Otros, lo aconsejaron: No te tires, Arturito... tú verás que Santana para... recuerda que gracias a él tenemos transporte... además, si no para ahora cuando se le acabe la gasolina tú verás que para...

Justo entonces, la guagua se desvió de su ruta y tomó por un campo verde que se perdía en el horizonte. Los neumáticos se enterraban en el fango, pero Santana se las agenciaba para sacarlas y seguir. Los arbustos espinosos amenazaban con detener su guagua, pero qué va: Santana era un chofer de mucha experiencia y mañas con el timón. Después de todo, era el único que aún conducía un autobús así. Parecía que de un momento a otro se volcaría, pero no, seguía en movimiento. Arturito no esperó más. De un manotazo abrió la puerta trasera y se lanzó al vacío. Los pasajeros admiraron primero tanto coraje y envidiaron después su suerte cuando vieron que se incorporaba y decía adiós saltando de alegría. Para él, la pesadilla cesaba. Otros jóvenes —y no tan jóvenes— siguieron entonces su ejemplo. Al menos lanzándose quedaba alguna esperanza de sobrevivir. Sin embargo, no todos tuvieron idéntica suerte, pues muchos rodaron pero no se incorporaron jamás.

La guagua aún marcha perdida por sobre praderas desconocidas. Los más valientes, continúan arriesgando sus vidas. Muchos quedan en el empeño. Pero los mueve la esperanza y el ejemplo de los afortunados. Otros, piensan que Santana tendrá sus razones para hacer lo que hace, después de todo es su guagua, ¿no? Los más optimistas, esperan que la gasolina se agote. Algunos quisieran poder conducir si Santana les diera una oportunidad, lo cual es poco probable, puesto que las manos de Santana están bien aferradas al timón, y, para su edad, conserva buenas energías. Otros más, esperan que se canse o se duerma sobre el volante para echarlo a empujones. Los creyentes le piden a Dios que se lo lleve de una vez. Pero todos, todos sin excepción se preguntan:

—Coño, ¿cuándo parará esta guagua?

    Portland, 20 de febrero de 1999.


       

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