|
|
Ciegas crónicas de viaje
(a mi infiel lazarillo) I. En Bombay, bomba hay El hedor, por interminables momentos, me anulaba. Provenía de todas partes: de las aceras atestadas de cagajones y sudores rancios, de las aguas negras que fluían libremente de debajo los pies peatonales, de los mendigos y los ladrones, del pudridero de estómagos y volátiles zahúrdas. Bombay me recibió con los puños cerrados y una furia de monzón. Escuché gritos desesperados e implorantes. Siva bailaba su danza de muerte sobre los hambrientos y les quebraba los huesos. Los extremistas vociferaban; clamaban por el terror y lo armaban con explosivos y relojería. Al fin, explotó. Casi quedo sordo, mas pude maldecir: "¡En Bombay, bomba hay!".
Apestoso a pólvora y con el intelecto medio chamuscado arribo a Cachemira como exiliado. No más llegar y ya alguien pone en mis manos un pistolón. Las palabras de protesta me las meto bajo el sobaco. Pretendo dejar caer el arma al suelo y zafarme del apuro. Pero, ciego es lento. Me empujan contra el otro bando en pugna y sesenta y nueve tiros me destrozan el bastón. Por primera vez me arrecho de veras. Le hago escupir las balas al pistolón. Creo que de los bandos combatientes cada cual puso unos dos o tres muerticos. La culpa no es del ciego sino de quien le dio el pistolón. A Cachemira la dejé sin hache y sin mira. Me disfracé de musulmán y orando crucé la frontera.
Ciego no come rana ni musulmán se afeita. Esta gran verdad la descubrí recién tempranito, en mi primera ablución en Islamabad. En una apartada mezquita, me dediqué a lavarme el cuerpo de toda la costra acumulada por la mendicidad ejercida legalmente. Iba a dialogar con Alá y me postré. De pronto, desde la hornacina saltó una rana de sabrosas ancas. Estuve a punto de meterle el diente, pero intuí que se trataba de una trampa de la fe. Me mesé la barba. Me mecí el hambre atrasada y puse mi pelambre facial bajo la advocación de Mahoma. Contrito e irrestricto creyente abandoné aquel país, mientras una pregunta me carcomía los ijares: en Pakistán, las ranas, ¿para qué están?
Conocí a un sirio devoto y le expuse la trascendencia de mi hambre. Encendí un cirio mientras él rezaba. Yo salmodiaba: "Mi cena, mecenas; mi cena, mecenas..!". Finalizada la infinita oración, el sirio me indicó: "¡Me cenas!" y cenamos. Él, dátiles; yo, platos táctiles. El sirio vivía en Damasco. Se dedicaba a vender antigüedades falsas. Me alojó en su amplia residencia ubicada en un sector tranquilo y poco transitado. Con mi pericia, le ayudaba en su lucrativo negocio. Por las noches me llevaba a través de tortuosas callejuelas y nos internábamos en una especie de taberna clandestina. Allí aspirábamos hachish, sobábamos voluminosas tetas y traseros y bailábamos desnudos la danza del vientre. Hasta que llegó la policía una madrugada y la emprendió a palos contra el ciego. Palos de ciego no eran. A rastras, me condujeron al aeropuerto y me montaron en un avión de carga. Sólo en ese momento, de veras, Damasco me dio asco.
Botellas vacías de vodka me cercaban. Estaba echado frente a la Catedral de San Basilio y creo que me estaba convirtiendo en un icono viviente, con los huesos rotos y sin saber cómo vine a dar aquí. Los moscovitas pasaban a mi lado y me dejaban caer ruidosos rublos. (Yo olía el odio de viejos comunistas; tal vez me confundieran con el judío errante. Temí ser víctima de un pogrom individual). Como pude, manoteando entre el frío y la religión, rodé hasta el Kremlin y con actitud de pope menoscabado (y un tanto ofuscado) le imploré al padrecito Zar Nicolás II que me salvara de un seguro ajusticiamiento. Me empujaron al río Moscova y cual Rasputín devaluado dejé que la corriente me arrastrara lejos, muy lejos, lejísimo...
Había fiesta en Berlín y se derramaba la cerveza y las rubias cabelleras femeninas exhalaban aromas de victorias sexuales y de trigo cosechado. Cuando se enteraron de mi huida espectacular de Moscú, todas ellas me alzaron en brazos y mis dedos aprovecharon para escudriñarles las axilas. Rápidamente me condujeron a la puerta de Brandenburgo. Entre besos y risas orgiásticas decidieron levantar un nuevo muro de Berlín para que yo pudiera deleitar mis oídos con la hermosa música de las mandarrias, los picos y los martillos echando abajo el concreto y mis pantalones roídos. Las más feroces teutonas comenzaron a aullar y pronto quedaron tan ciegas como yo. Ciegos todos le dimos rienda suelta a nuestra ceguera y buscamos luces donde había para encender aun más las pasiones. En un descuido, nos deslizamos bajo un puente y sentí sobre mi rostro la leche tibia de las valkirias y el trueno de Thor abrió las grutas doradas de las diosas. Gemí, mordí, y al final, el acabóse wagneriano. Bajo aquel puente de Berlín, vi muy de cerca mi fin.
En el vagón donde viajaba iba un grupo de jóvenes agresivos, ignorantes y vociferantes neonazis. Debí soportar la humillación del escupitajo, el golpetear constante del insulto xenófobo, la amenaza fría del cuchillo y la navaja. Cada vez que podía, sacaba mi cabeza por la ventanilla y vomitaba sobre una tierra que olía a pasado sangriento e intolerante. Nunca como antes había probado uvas tan amargas, aceitunas esmirriadas y un pan añoso de ínfima calidad. Llegué a rogar porque se desviara algún misil y convirtiera a aquel tren en una humeante lata de sardinas, abierta por arriba y repleta de espinazos. Entre Belgrado y Atenas, entre el pasado que no pasa y el presente que tanto tarda, comí apenas, un apenas.
Atenas era una fanfarria mayúscula en el barrio de los gitanos. Allí perdí cartera, peluca y la poca vergüenza que aún me acompañaba. Sin embargo, gané la amistad de unos zíngaros acróbatas. Con ellos me embarqué para Sevilla. Pagamos el pasaje con pasamanerías y artes de birlibirloque. Hasta Sevilla me dolió una costilla que, no por falsa, sentía auténtica y edénica. Me quitó el dolor la más zíngara de las gitanas, aquella de garras de esfinge y tetas leonesas. Armamos el tarantín al pie de la Giralda. Las cartas emularon sus propios trucos. El futuro fue pronosticado con método y cristalería veneciana. Las carteras salieron en silenciosa estampida. Los gitanos veían por mí y yo dejé que mis manos pedigüeñas vieran las monedas. Hubo mucho moro y poco oro. Muy tarde nos retiramos a reconstruir nuestra quimera. La Torre del Oro ya estaba allí y el Guadalquivir murmuraba canciones de viejas deudas para deudos recientes. Acreedor de mi propio débito, me perseguí hasta el puerto y me amarré al primer barco que zarpaba. La "Estatua de la Libertad", aquel sesentón navío, tronó por la boca de su capitán. Nueva York sabría pronto de mí.
Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
|