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5 de julio
de 1999
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Dos relatos

Iván González Vega


Ofelia

—Si te mueves, te mato.

La ultrarrequetechoteada frase me la había fusilado de la última película de la noche anterior. Nada más original se me ocurrió. Allá, un black panther amenazaba con su Colt a otro negro, medio loco y sin oreja; la consigna parecía frase célebre o cita citable, mas en el momento en que yo la dije no hubo nada actuado: era real: yo amenazaba a alguien con una pistola que en mi vida había agarrado, y la adrenalina me llenaba la boca y la sangre con su ácido sabor.

—Te juro que si te mueves...

"¡Imposible!", me dije en un instante de esos cinco minutos que hoy registro como días. "¡Imposible apuntarle a ella, a la más grande belleza del territorio moreliano! ¡Yo, el mismísimo Iván, que hace un rato fajaba con la chava de su vida, poniendo en un abismo de final desconocido a la Ofelia que hace un rato se despeinó en mi sala!".

Pero, gachamente, la verdad no era más que eso: pura verdad. Y el motivo, gachamente también, era un absurdo desconocido. Simplemente platicábamos, leíamos, nos tomábamos una coca y comíamos capirotada de semanasanta. En los comerciales, y con la luz apagada, ocurrió lo que tenía que ocurrir: la mano sube en la pierna, otra mano quita a la primera y entonces el dueño de la exploradora salta de su cómodo sillón y empieza a recitar un antidepresivo discurso ideal para obra de teatro adolescente.

Cómo se me ocurrió la perorata de esa noche quién lo sabe. A lo mejor me inspiré de sopetazo y bla, bla, bla...

—¿Sabes que me siento solo? ¿Solo como un grano de sal en la caja del azúcar? ¿Solo como un programa del mal de Alzheimer en una radio de música grupera? ¿Tan solo como una pantaleta en una fiesta de la prepa? No lo sabes, y te aseguro que nunca te habías puesto a pensar en que mi soledad rebasa todo lo que me sucede: es más importante que la escuela y más importante que el trabajo de tu papá. Me importa un comino la comida cuando la comparo con mi soledad y todo lo demás me parece detalles de adición. Un concierto: tengo que pagar dos boletos para que pase mi soledad. Una fiesta: a ver cómo le hago para que no la tilden de gorrona. Y lo peor del caso es que ahorita, incluso, me importa más que tú. Allí está, a un ladito, tomándole al refresco mientras te quitas los zapatos. Y eso, Ofelia, eso no lo puedo soportar. Ya no más y me importa un pito si a ti o a ella les parece: ¡se acabó!

—¿Qué... qué tienes, Iván..?

—¡Cállate, pendeja! ¡Que te calles, te digo!

Lo dije, sereno, tan tranquilamente como pude mientras, del otro cuarto, sacaba la pistola oculta:

—Si te mueves, te mato.

Entonces como que quise ahogarme del coraje, como que quise meter la cara en el fregador para llenármela de agua helada y frijoles quemados. Pero no. Tuve que ir al cuarto de mi abuela para buscar la cosa esta que se me resbala de las manos por mi frío sudor y que no tiene el seguro puesto.

Ella quiso correr: abrir la puerta, bajar las escaleras y preguntarme otro día por su zapato izquierdo y su chamarra de mezclilla. Correrle lejos antes de que ese loco pelón le metiera un madrazo. Pero nel. Se quedó, por güeya, esperando a que se me bajara lo lunático y lo mamón. Y sí que se me bajaba: de la cabeza a las manos, a la boca, los oídos, el pecho, las tripas, la pituitaria y las rodillas. Así, con la camisa desfajada, descalzo y el cinturón a medio abrochar, tomé la pistola y la obligué a refugiarse sin refugio por un lado del sillón.

Medio chillaba y medio gritaba, pero nunca atinó a decir ni una palabra. Eso me gustaba de Ofelia: como un buen cuate, escuchaba cuando le tocaba escuchar. No era como el resto de las tipas que conocí en la prepa. Ella se callaba y yo hablaba más de lo necesario.

—¿Qué? ¿Te agüitas? Ay-po-bre-ci-ta. ¡Pues pura madre! Ahí te vas a quedar. Si te mueves, te mato, ¿eh? —y asintió nerviosa.

De ahí pa'l real no me acuerdo de mucho. Era tal mi desconexión de la existencia. Nomás una serie de imágenes que, como caricaturas, se fueron sucediendo sin que se dieran cuenta de que no tenían vida. Un break antes de decir lo que pasó: A Ofelia no le gustó la aventura estúpida de esa noche en que esperaba otro tipo de estupideces: no me habla más, ni siquiera voltea a verme, y sus cuates me rehuyen como si fuera un raro especimen del laboratorio de biología.

Un trueno. Una llamarada leve y un cuerpo adolescente cae y se dobla. Una herida. Sangre caliente en la camisa y litros de maldiciones entre dientes. Una voz que se apaga. Un último par de cortos gemidos, y luego nada. Sí: sí hubo disparo. Sí hubo una salida rápida para tapar la vergüenza que me dio mi discursito cuando aterricé en este planeta cinco breves minutos después de despeinar a Ofelia.

La bala dio justo en el sitio donde más coraje le daba a Ofelia. Pero imagino que debe haber sentido gusto cuando vio mi estómago abriéndose ante el plomo, mi sangre manando lentamente, mis manos intentando contener la herida...

Pinche Ofelia gacha.


Busco a Mónica Luna

Un letrero blanco resplandecía iluminado por el sol moreliano, con sus coquetas tiras de cinta diurex sosteniéndolo por las esquinas al sucio anuncio de Paquita la del Barrio.

BUSCO A MÓNICA LUNA

Perfecto. Inmaculado. Llamaba la atención por su lindura y limpieza.

BUSCO A MÓNICA LUNA

Flacos y gordos, los muchachos llevaban sus cuerpos a la fragilidad del matutino trajín. Si se es cafeinómano, a esas horas pueden alegrarse las hormonas, pues los vasitos térmicos abundan por las calles en las manos de mis trabajadores paisanos.

BUSCO A MÓNICA LUNA

Las 16 letras —me dio tiempo de contarlas— insistían en llamar la atención del distraído transeúnte. Sonreían, saludaban, mostraban sus oscuros dientes y montaban un espectáculo de pantomima con tal de ser atractivas al peatón corriente.

Había un anuncio igual pegado en cada dos esquinas: en La Merced, en la Casa del Estudiante, en el Virrey de Mendoza, en las rejas de Catedral y en la parada de la combi naranja.

Sólo que, pese a su hermosura y candidez tipográfica, Mónica Luna jamás las había visto, y las letras en cuestión tenían tan mala suerte como para ser leídas por los inexpertos en la materia.

Es más: algunos, por sus prisas tontas, seguían el ritmo de la caminata antes de detenerse a ver las letras chiquitas que, entristecidas, se daban el lujo de permanecer exclusivas para los poco curiosos que sobrevivían en una ciudad de gatos.

Intrigante e intrigoso, el anuncio en tamaño carta siguió allí muchos días después de esa mañana de café. Pasaron mil gentes y algunas de ellas regresaron por la misma calle sin prestarle más atención que a cualquiera otra avenida. Los coquetos diurex comenzaron a perder su lozano maquillaje, y la sonrisa de 500 puntos de las letras se esfumó con el humo de los carros que no habían sido afinados para entonces.

Poco a poco, como maceta sin dueño, el sol tostó la tranquilidad de los anuncios que algún desesperado había pegado. La hoja tomó el matiz amarillo aquel que da la idea del álbum de fotos de la abuelita. El tiempo hizo lo suyo en un simple mensaje pegado sobre la propaganda de Paquita la del Barrio. La verdad es que, ante eso, las letras eran impotentes como un cadáver cachondo. El tiempo hace lo suyo con todos los peatones de Morelia, con todas las mañanas de Morelia y con todos los papeles de Morelia, por bellos y excelentes que sean. Nada se salva del tiempo que, aplicado en su labor, ve pasar el tiempo viendo cómo el tiempo hace de las suyas con toda Morelia.

Aunque parezca imposible, me caí que así era.

Un día, una de las hojas ya amarillas y antaño inmaculadas fue derrotada por la estúpida ley de la gravedad. "Pinche Newton —se le ocurrió pensar entonces, mientras saboreaba una caca de perro embarrada en el piso de cantera de la avenida Madero—, y pinche manzanita ojete... ¡guácala!", dijo, y expiró. Un barrendero taciturno le daría sepultura sin decir ni una palabra.

El desesperado padre de los desesperados mensajes se desesperaba más esperando —y buscando— a Mónica Luna. Mónica Luna ni se aparecía, y la vida de las hojas se iba extinguiendo como se extingue la vida de Paquita la del Barrio pegada en una barda. Helada, gorda y chillona, Paquita la del Barrio vio morir en cuatro esquinas los mensajes.

BUSCO A MÓNICA LUNA

Descanse en paz. Ya nada podía hacerse porque ningún caminante pudo calmar la desesperanza de las letras negras.

Otra más, en otra esquina, fue tapada con engrudo y un póster de Grupo Bryndis.

La tercera vio acabar sus días arrancada por alguien que requería con urgencia de un papel para anotar el teléfono de una tipa buenísima que conoció en la combi.

La cuarta, sola, se quedó pegada dos días más.

Nunca supe, ni me importó, quién jodidos fue Mónica Luna. El caso es que Mónica Luna se apareció de repente y marcó el teléfono que indicaban las letras chiquitas del anuncio, feliz de que alguien la buscara. Discó, digo, el número; lo anotó en su agenda y lo arrojó, sucio, a la banqueta. Luego habló. Dijo unas frases y colgó. Terriblemente acongojada, buscó en el piso y recogió la única hoja de papel que, cruelmente rota, sobrevivió al paso del tiempo.

Fue Mónica Luna la que se enteró de que la hojita era, junto a ella, la única protagonista de este corto cuento que el tiempo perdonó misericorde.

Porque, cabe agregar, el tiempo había pasado para todos los demás.


       

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