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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 73
5 de julio
de 1999
Cagua, Venezuela

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Letras de la Tierra de Letras

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El primer beso

Carlos Alberto Nacher

El viaje estaba un poco aburrido. El auto se deslizaba adormecedoramente sobre el asfalto hirviente de la Ruta 14. Habíamos pasado Gualeguay y mi viejo, con la mirada en la ruta y la frente plagada de gotitas de transpiración, seguía buscando alguno de esos bares ruteros donde se consigue la anhelada Coca fría.

En la radio del auto sonaban unos chamamés con interferencias, por las ventanas delanteras abiertas entraba un aire caliente y húmedo, pero el bar no aparecía. Y mi viejo, manejando y silbando tangos.

A mí la remera a rayas ya se me había adaptado al cuerpo como una segunda piel y la aureola de sudor debajo de los sobacos era imponente. Imposible dormir, aunque podría decir que me desperté de un raro letargo al sentir que el auto viraba y entraba en un camino de pedregullo. Al levantar la cabeza veo el cartel: "Bar Espino". ¡Por fin la Coca Cola!

Quince minutos después retomamos la ruta, con la panza llena de una de las mejores Cocas que recuerdo haber tomado, mi viejo silbando de nuevo y el asiento recalentado del sol de la mañana. Faltaba poco para llegar a Barú, nuestro destino. Pero antes teníamos que visitar a un pariente lejano de esos que no sé como el viejo los conocía a todos.

Por mi parte, me encontraba bastante incómodo en estas situaciones: entrar simpáticamente a casas extrañas con gente desconocida y simular que me acuerdo de todos y que me alegraba de verlos. Antes de llegar ya contaba las horas para saber cuánto faltaba para irnos y molestaba a cada rato a mi papá para tratar de achicar la estadía. En el fondo me gustaba acompañarlo en sus viajes a Entre Ríos, era lindo bañarse y nadar en los arroyos o andar a caballo. Pero lo que más quería era estar en mi casa de Caseros y reunirme con mis amigos del barrio.

Entre Ríos era una gran sábana verde con un rayón gris azulado en el medio, o un alambrado infinito, un chamamé ruidoso y mal sintonizado, el ruido del viento que se embolsaba en el auto, el reflejo hiriente del sol en la ruta adelante, las vacas eternas pastando al costado y la incertidumbre de casas siempre lejanas.

Otra vez suena el pedregullo. Desaparece la ruta, atravesamos una tranquera abierta y paramos bajo una fresca arboleda. Mi viejo se baja enseguida, yo lo sigo y caminamos hacia la casa. Unas gallinas sueltas escapan entre cacareos, un par de perros ladran fuerte, papá golpea las manos y alguien se acerca.

—¡Ya va! —dice y al ver a los visitantes se le dibuja una sonrisa franca.

—¡Don Carlos, tanto tiempo!

El hombre abraza a mi viejo y enseguida enfoca su mirada en mi persona (éste es Albertito, dice papá, y yo que ya estoy bastante incómodo, con eso sólo me ofendo, porqué no dirá Alberto).

—La última vez que viniste eras así de gurí. Ahora ya sos un hombre grande, ¿cuántos años tenés?

—Trece —respondo con un temor totalmente fundado.

Luego se ponen a hablar entre ellos, casi como si no yo no existiera, y entre los cacareos, los pájaros y el viento siseante entre las ramas oigo nada más que un palabrerío intraducible y por sobre el murmullo la "Z" intermitente del entrerriano, con ese acento que después de tantos viajes casi se me había pegado.

Entramos a la casa. Nos recibe una señora gordísima y rosada con un delantal exageradamente gastado y una risa que parece una tormenta, como todas las risas de esas matronas de campo, abierta y bonachona. Rápido se acercan las cuatro hijas para saludar a los porteños.

El hombre nos presenta a las nenas (14, 15, 17 y 20 años) y cuando me toca el turno de darles el beso protocolar me miran con una picardía que por supuesto captaba pero me servía nada más que para sentir una timidez que decididamente me superaba. Ni decir que hubiera querido desaparecer inmediatamente.

Trato de protegerme, sutilmente me ubico por detrás de mi padre, miro a las paredes de la casa, de barro y adobe bien firme, pero es inútil: Marita, la menor, me mira y se ríe. ¿Qué hacer en esta situación, entre el olor y el vapor del guiso que marcha y mi viejo dispuesto a quedarse para el almuerzo, qué hacer sino quedar totalmente paralizado e inmóvil? Para mejor mi papá ahora me mira con un dejo de desagrado por mi actitud descortés y poco comunicativa. Y bueno, habrá que aguantar, faltan nada más que cinco horas y media para que se hagan las seis de la tarde, hora en que el viejo me prometió que nos íbamos.

—Vamos a comer un pavo, y de paso probamos la escopeta nueva —dice el entrerriano. Entonces trae de la pieza un rifle nuevito, lustrado y con mira telescópica. Salimos de nuevo al patio y otra vez pierdo el hilo de la charla—. ¿Cuál le gusta, don Carlos?

Observamos lentamente el entorno, hay un galpón lleno de herramientas, un sulky despintado de azul, al lado un tractorcito y gallinas, perros y árboles por todos lados. Al fondo, detrás de un bebedero se ven unos diez o quince pavos gigantescos, que no parecen percibir el asesinato inminente. El hombre prepara el rifle y apunta. Se produce un ruido seco y de repente la arboleda calla, las gallinas y los pavos corren en desbandada. Allá, donde estaban los pavos, queda sólo un cuerpo tendido. Nos acercamos y vemos que se trata de la víctima, imposible identificarla ya que el balazo le voló la cabeza limpita. Llevan el cadáver a la cocina, la doña lo pela en dos minutos y lo mete en una olla.

Mientras se cocina vuelvo a la insalubre actividad de responder a preguntas complicadísimas, como qué estudio, cómo está mi mamá, si me gusta el campo y qué lindos ojos que tengo. Menos mal que enseguida todos se sientan, charlan animosamente y se bajan una botella de aperitivo Marcela. Otro enigma indescifrable para mí era imaginar cómo hacía el viejo para tomar semejante brebaje amargo sin hacer una sola arcada.

Marita charla con la madre y ayuda a poner la mesa. Mientras tanto, yo trato de esconderme de su vestido floreado y livianito, que pasa cerca y amenaza tocarme en cualquier momento. ¿Falta mucho para irnos?

Llega la hora del almuerzo, me como una pata del pavo con papas, los grandes toman vino y el resto bebemos un jugo de naranja bastante aguado y medio tibio. Pero el pavo está buenísimo.

Por suerte mi viejo charla hasta por los codos, con lo que zafo de seguir respondiendo con monosílabos mentirosos y onomatopeyas evasivas. Termina la comida, papá enciende uno de esos asquerosísimos cigarros que compraba por kilo en Once, y se viene el desastre total: Marita me invita a jugar afuera.

¡Socorro! (pero, papá, ¿no te das cuenta por lo que estoy pasando, por qué no me salvás? ¡Vámonos ya!).

Cuando suena la voz de pito de Marita invitándome mi viejo me mira serio.

—Andá gurisito, que acá te vas a aburrir.

En la mirada me doy cuenta de que no es una propuesta, sino una orden estricta y de cumplimiento obligatorio. Así que no queda más remedio que salir al patio. Y bueno, la vida es así, de vez en cuando es necesario jugarse entero. —Vamos al galpón —dice Marita.

Así entramos a uno de esos galpones camperos con ese maravilloso e inolvidable olor a maíz mezclado con bosta de caballo y grasa de carro. Comienza por mostrarme los conejos del corralito del fondo y rápidamente ordena: —¡Te juego una carrera!

Y sale disparada hacia el campo. Yo sigo atrás, pensando continuamente qué le digo a esta entrerrianita rubia como el trigo que de ninguna manera pierde esa sonrisa picarona. Nos internamos en el maizal, de plantas altas que superan ampliamente nuestra propia altura, distribuidas en una simetría casi perfecta y con piso de chalas secas y crujientes. No sé cómo pero ahora me encuentro perdido en medio del maizal, con Marita al lado y acercándose peligrosamente.

Sin dejar de mirarme se aproxima cada vez más y a mí me empiezan a zumbar los oídos, se me nubla la vista, pierdo la noción del tiempo y el horizonte es nada más que su cara que me está por atrapar. Como entre sueños percibo que me agarra de un brazo y siento que su boca blandita se apoya contra la mía sigilosamente: ¡Ayayay, me está besando!

Creo que el beso duró unas cuatro horas aunque en realidad habían pasado un par de segundos, pero lo que sí puedo asegurar es que en el campo se hizo un silencio y un vacío espantoso, quería correr despavorido pero estaba clavado al suelo, quería gritar algo pero estaba mudo. Marita se separa un poco, me vuelve a mirar y enseguida arremete de nuevo, pero esta vez con la boca un poco abierta. Yo, que sigo inmovilizado, no puedo hacer nada para detenerla, pero en ese momento siento que el nudo que tenía en el estómago se deshace y deja lugar a una sensación inédita e indescriptible, se me llenan los pulmones de aire y al sentir la humedad de su saliva en mi boca me embarga una felicidad desconocida.

Después, noto que saca un poquito su lengua que se va internando tímidamente y recorre mis dientes y llega a tocar la mía. Ahora estoy sobrevolando el maizal, escucho claramente el griterío de los odiados loros que destruyen los marlos incipientes. El cielo y sus dos ojos cerrados son la misma cosa. El pelo rubio que me toca en las mejillas son las plantas de maíz vistas desde arriba. Atrapo los dos brazos tibios de Marita con mis manos y la beso suave pero firmemente. Así que esto era besar.

En las dos horas que siguieron caminamos por el campo, me empezaron a salir las primeras frases medianamente coherentes del día, e intentaba besarla cada dos o tres pasos, ¡y lo lograba!

Cuando atravieso su cintura con mi brazo me doy cuenta que por primera vez toco un vestido de mujer, y encima con una mujer adentro. Esto era realmente increíble, no veía la hora de volver a Caseros para contarles mi aventura a mis amigos, se iban a morir de envidia, aunque algunos ya tenían novia. Qué rápido se me pasó esa tarde, casi sin darme cuenta siento los gritos del viejo que me llama para retomar el viaje. Marita y yo nos miramos, nos damos el último beso y volvemos a la realidad del patio. Ahora siento una mezcla de euforia triste, probablemente no la vea por mucho tiempo, o nunca más. Qué aventura fabulosa, cuántas oportunidades tiene uno en la vida de sentir en una misma tarde, pánico, felicidad, amor, tristeza, y todo eso en solamente dos o tres horas.

Nos despedimos de todos, yo con una postura desconocida en mí saludo cordialmente a la señora y a su esposo, me despido de las chicas con una sonrisa y subimos al auto. Mi viejo me vuelve a mirar, pero ahora con un gesto de extrañeza y tratando de indagar a qué se debió este cambio. Acomoda en el asiento de atrás la intomable botella de Aperitivo Marcela que le regaló el pariente, arranca y saludando con las manos salimos de la arboleda. Otra vez la cinta asfáltica, las alambradas, las vacas que se mantienen en el mismo lugar que las dejamos hace unas horas, la radio local que sigue con interferencias, y el sonido del espectacular silbido de mi viejo que ahora interpreta "Canaro en París". Sin sacar la vista de la ruta me dice:

—¿Viste que te dije que nos íbamos a las seis y nos fuimos a las seis? No te podés quejar eh, gurí?

Yo, tirado contra el respaldo de la butaca y con un aire canchero de hombre ya realizado, le contesto:

—Sí, papá, pero, ¿cuándo volvemos?

—Ay, Albertito, quién te entiende.


       

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