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El regalo
Esa mañana me abrió los ojos la noticia de que la tía Estigia había fallecido, y según supe después, canturreando una melodía que nadie pudo identificar y con una botella de ignota procedencia en el suelo, a un costado de la cama. Por la forma desgarrada del gesto de la mano, sospechaban que la botella se le había caído. Estaba herméticamente sellada y a nadie se le ocurrió abrirla. Estigia murió de muerte natural como nace la hierba en la tierra, afirmó el médico. Todas las arrugas imaginadas por el tiempo parecían habitar la piel de mi tía, que sorprendía por sus ojos de intacta frescura. Aun después que la muerte, esa amante eterna de la vida, hizo suyo el cuerpo, yo sentía que me miraban. Durante el corto sepelio y el entierro en el cementerio cercano al mar, la sensación no me perdió pie ni pisada, pero me reservé cualquier comentario al respecto. Un viento frío acentuaba el silencio. Me contaron que el canturreo de la difunta antes de que se consagrara con la muerte, había caminado en esa frontera en que el amanecer se disfraza de crepúsculo y por eso Teresa y Aleja, otras tías que compartían la vieja casa, despertaron desorientadas, pensando en un primer momento que la siesta se había extendido por culpa de la modorra del incipiente otoño que había llegado refrescando demasiado. Pero el ruido de algo que cae al piso sacudió su atención, y la voz les llegó y pudieron presenciar la fuga de aquella anciana cuya vacía memoria confundía los recuerdos de toda la familia. La abuela Flora había dejado este mundo sin precisar si Estigia era su hermana o hermana de su madre, y lo mismo le había ocurrido antes a Estela, la prima de Flora; pero lo que para las ancianas fue obsesión, perdió horizonte para el resto de nosotros y desembocó en el anecdotario familiar. Supe que la víspera Estigia había estado como siempre, que era decir como nunca, porque hacía mucho tiempo que dejaba flotar su presencia sin alterar el ritmo de la casa. Nadie recordaba si alguna vez lo había alterado siquiera y sólo el olor a azucenas probaba su existencia. Dos veces por semana Teresa y Aleja la bañaban, y Estigia, por sus propias manos, se perfumaba y recogía flores del jardín, meciéndose con la breve puntada de sus pasos, y después las colocaba en veintidós floreros en su dormitorio. La tía hablaba casi nada y sonreía casi siempre. Tenía una salud de asombro, para su edad sin edad, y un apetito domesticado por reducidas porciones de frutas y vegetales. A diferencia de otros viejos, no molestaba en lo absoluto. El mundo estaba en su dormitorio, el más alejado y también el privilegiado: daba al jardín, donde las azucenas ocupaban el área más próxima a las paredes de la casa, un jardín que compensaba su pequeño territorio con la espesura de árboles, enredaderas y flores, que marcaban las fronteras de los escasos y únicos paseos de Estigia fuera del mundo. De la familia, yo era su preferido. Sin explicaciones pero con certezas. Una vez le pregunté algo de su pasado, sonrió, me abrazó y dijo que había vendido sus recuerdos como antigüedades y no se acordaba a quién. Otra vez que intenté sorprender su pasado, mirándome muy seria contestó: "No se pregunta lo que se sabe", y más nunca volví al ataque. La noticia de su muerte me perturbó. Dos días antes la había visitado y me había abrazado muchas veces fiel, a una costumbre cuyos orígenes me estaban vedados. "Te abrazo para protegerte contra el miedo", decía tía Estigia. Y ya no estaba. Su última voluntad había decidido que la enterraran desnuda, envuelta en siete sábanas blancas y negras, alternadas, con un atado de veintidós ramas de pino y veintidós flores de ciruelo cortadas de su jardín, a sus costados, y la dejaran abrazada a un álbum con las fotos de todos los descendientes vivos. Sobre la lápida, nada de fechas, sólo quería su nombre inscrito, y que depositaran un ramo de azucenas. Es muy grotesco, comentó mi hermano Pablo. Pero mi madre dijo que la voluntad del difunto no tiene discusión. En su cama, debajo de la almohada y envuelto en siete pañuelos de hilo con el vuelo bordado de pequeñísimos pájaros, Teresa encontró una hoja de papel biblia donde con letra minuciosamente arabesqueada Estigia explicaba cómo quería ser enterrada y pedía que destruyeran todas sus pertenencias, con preferencia de la mano del fuego, excepto la botella, que debía entregársele a Guillermo, quien podría llegar a saber qué destino darle. Yo soy Guillermo, han pasado tres semanas y no sé qué hacer con la botella. Es de un cristal que por momentos parece desnudo y engaña, porque está muy trabajado, como si fuera el único material para dejar huellas de la presencia de los hombres en la tierra y el cielo. Con una lupa se descubren las imágenes que en vano he tratado de contar, siempre la suma se burla de mis esfuerzos. Un tapón de madera la cierra y no sé lo que encierra. A veces percibo cierta melodía. Todo esto me perturba como me perturban los colores cambiantes de la botella, me colocan en una situación que no puedo dominar, son inatrapables. Se la he enseñado a Pablo y a mi madre, y sólo conseguí que me miraran compasivamente y pasaran a hablar de otros temas. En estas semanas he ido a la oficina exclusivamente para vigilar el reloj y medir el tiempo que me separa de mi casa donde la botella suspira mi llegada. Hasta la oficina me llegan los olores a azucena y la melodía irreconocible que he aprendido a extrañar. La gente que pasa a mi alrededor ya la he visto o presentido en la botella. Hace tres semanas enterramos a Estigia, pero no todas sus pertenencias fueron destruidas. Pablo y yo fuimos encargados por la familia de cumplir la difunta voluntad; hablando con propiedad, Pablo cumplió, fue todo un huracán para desaparecer los tarecos mientras yo me entretuve curioseando sin sentido primero y luego contando cosas, y al final, subrepticiamente, me quedé con un libro de rugosa cubierta, porque sus colores eran parecidos a los de la botella. O eso creo. Mis pensamientos andan revueltos. En vano he querido recordar ciertos hechos que parecen estar alfombrados de sombras. Como la primera vez que me enamoré. Tal vez nunca sucedió. En estas semanas el insomnio me ha derrotado noche por medio, sincronizado a la perfección con un aluvión de sueños intensos de los que sólo recuerdo, al despertar, que los he tenido. Nunca me había ocurrido y mi ánimo está alterado, sobre todo porque la alternancia se ha roto. Hace tres días no quiero ver ni hablar con nadie, dejé de ir a la oficina. Desde antier no he dormido, o no me acuerdo de haber dormido, y no sé qué puede ser peor. La noche se acerca como una encrucijada. Todos estos días he estado leyendo el raro libro, donde los apuntes en la letra diminuta y minuciosa de Estigia hablan de rutas que sigue el tiempo a lomo de miríadas de hombres escogidos para ejecutar cierta misión que nunca se nombra pero que, según he deducido, es garantía de que la eternidad no es un espejismo. Tengo miedo y me siento por primera vez un héroe, aunque todavía no alcanzo a descubrir héroe de qué y para qué. Con el libro aprendí que el veintidós es el número que simboliza la manifestación del ser en su diversidad y en su historia, en el espacio y el tiempo. Son veintidós las letras que según la cábala expresan el universo y los arcanos mayores del Tarot y veintidós los capítulos del Apocalipsis según San Juan. Tía Estigia tenía ese número de floreros en su dormitorio e igual cantidad de pañuelos y de camisones, y en el jardín se alzan veintidós árboles y veintidós son los setos de las azucenas. Mis verificaciones han causado estupor en la familia y para vengarme de las críticas les he informado que veintidós somos los descendientes vivos duplicados en ese álbum que tía Estigia abraza. Pablo enseguida ha propuesto desenterrar las fotos y mi madre le ha gritado hereje. Teresa y Aleja sólo viven para rezar y visitan a todos los parientes prodigando bendiciones a pesar de dudar de la eficacia de su acción. Sé también, por el libro, que el siete era entre los antiguos egipcios símbolo de la vida eterna. Es un número que se entronca con los emblemas de Buda y la circunvalación de La Meca, que contempla siete vueltas. Como siete son los días de la semana y los colores del arcoiris. Una cifra que puede enfrentarnos a la totalidad del espacio y a la del tiempo. El número agrupa las tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, con las cuatro virtudes cardinales de justicia, fortaleza, prudencia y templanza. Asociaciones del cuatro, que simboliza la tierra, y del tres, el cielo, nos entregan al siete representando la totalidad del universo en movimiento. Dios creó al mundo en seis días y descansó al séptimo. Siete es el número del fin cíclico y de su renovación. Con siete pañuelos de hilo Estigia resguardó el papel que recogió su última voluntad. Siete eran las almohadas y cojines en su dormitorio, como siete las lámparas y candelabros, y los cuadros colgados de la pared. Cuando se lo comenté a mi madre, ella, que no es creyente, se persignó y me dijo que me cuidara. La difunta que en vida había pasado casi inadvertida se convertía en una presencia nerviosa en la familia. Teresa y Aleja me acusaban de sembrar desatinos y habían comenzado a hablar de vender la casa. Sobre todo cuando les dije que el ciruelo da su flor como alimento de los inmortales, y el pino también es signo de la inmortalidad, por la incorruptibilidad de la resina y sus hojas perennes. Mis pesquisas posiblemente sean la causa de mi insomnio enrevesado con sueños desbordados. Estigia me quería demasiado para hacerme mal. Siguiendo indicaciones del libro de rugosa cubierta, he regado sal y alumbre por todo el departamento y he pintado dibujos geométricos para espantar el mal de ojo que pesa sobre mi sueño. Nunca había meditado que un hombre sin sueño es una tortura para las noches y una estafa para los días. Los bambara de Mali creen que las encrucijadas son un lugar epifánico, donde el hombre se encuentra con su destino. Tengo miedo de equivocar el destino. O de soñar que me equivoco y no acordarme. No sé si son los sueños o el insomnio mi encrucijada. O si es la botella. Hace dos noches la botella teje en su trabajado vidrio de colores inasibles un río revuelto de imágenes. La observo como un beodo. Teje en un silencio que siento como un fragor recorriendo las raíces de la ciudad. Tengo miedo y tengo hambre de esas imágenes que se evaporan rápidamente, tan pronto comienzo a definirlas. Quizá imagino que las defino, quizá me miento para sentirme acompañado por la ilusión de saber algo. Presiento que el tiempo se ha hecho eternidad en ese vidrio que guarda un secreto que me expulsa de las definiciones y ha roto el equilibrio de mis valores.
Anoche dormí y soñé. Me he levantado y puedo acordarme con detalles de todo. Soñé cuando Pablo y yo éramos chicos y jugábamos a las escondidas con las primas y las chicas vecinas, y nuestras manos detectivescas azoraban a Marta, Ana, Laura, Silvia y Camila, confundiendo alegremente sus senos silvestres con mortales armas, les dábamos el ¡alto ahí! a carcajadas, jugábamos en el jardín que nos parecía la selva más grande del planeta, y de pronto vi la muerte de mi abuela Flora preguntándose todavía por el parentesco con Estigia. Y soñé con una mujer a la que pude sentir con todo el tacto posible e imaginado pero cuyo rostro no pertenece a ninguna de mis amantes. Mi sueño se llenó con dibujos geométricos y azucenas y en el jardín se alzó imponente una puerta de oscuras maderas talladas y alguien empujó la puerta y entró una sirena que me miraba llevando los ojos de Estigia. Y eran siete los ojos. Le mantuve la mirada y bailé sobre el viejo libro de colorido indescifrable que se abría bajo mis pies como una plaza descomunal a la cual se asomaban veintidós balcones repletos de rostros que repetían el mío. Bailaba la melodía de la sirena, pero de tantas vueltas ya no podía verla, sólo olerla. Olía a azucenas, como mi tía. Soñé que me iba con la botella hasta el mar y allí nos despedíamos, y la veía alejarse, abrazada, sin saber si había hecho lo correcto o no. Cuando la botella empezaba a hablar, me desperté. Hoy saldré con la botella para cumplir con mi sueño. Antes visitaré la tumba de la tía Estigia y le llevaré azucenas. Hoy todo estaría perfecto si no fuera por la incomodidad de afeitarme y peinarme delante de un espejo donde no puedo reconocer mi rostro. Tampoco sé cómo podría identificarlo.
La he visto y me ha abrazado de nuevo, como siempre, queriendo espantar mis miedos, aunque quizá presintiendo que los he cosechado agradecido. No habló pero sus ojos me dijeron que podía despedirme de la botella como había decidido. He caminado tranquilamente entre las tumbas, bajando hacia el acantilado. Corre un viento frío y el oleaje se roba el silencio. He caminado pensando cómo pude levantarme sin memoria de mi rostro y cómo ella pudo reconocerme a pesar de su muerte. Las preguntas son un excelente motor aunque las respuestas a veces no sirvan para llevarnos a ningún sitio. Ya no me inquieto, ahora sé que llego a un sitio que me reserva todas las respuestas. Me detengo y el mar me abruma con su fuerza. Cierro los ojos. Me abraza el perfume de la sirena, sé que es ella aunque no la vea. De ella me enamoré la primera vez, o la última vez; el orden de las verdades poco importa. Ahora recuerdo todo con claridad, fue Una Vez que se quedó para siempre en mis sentidos, para perturbar mi orientación en la vida. O acaso para así, y sólo así, poder guiarme y enfrentar la encrucijada. No me hace falta mirar el reloj. Comienzo a canturrear y decido abrir la botella antes de despedirme de ella. Sé que la encrucijada me invita a ir más allá y me ofrece esperanzas. Ahora sé que mi oficio es perseguir sueños, o lo que es igual, cazar hombres. Las imágenes de la botella están ahí por mí y sólo para mí. He comprendido que los hombres son el magma que me nutre y me exacerba. Sus sucesivas camadas han trazado mi itinerario, una ininterrumpida caravana de cuerpos, perfección del abismo. Ahora sé qué hacer. Es el vigésimo segundo día del funeral.
Mientras me alejo cabalgando las aguas, veo a tía Estigia, de pie en el acantilado, abrazada a la botella. Tiene la silueta de la sirena. El mar se mueve como una melodía, cierta melodía, y las olas se disfrazan de azucenas. Sólo voy a soñar, y a vivir eternamente. En casa, Teresa y Aleja van a sorprenderse cuando la vean entrar.
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