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La huida

Hernán Alfredo Brignani

Se levantó, pisó el frío suelo de barro, con los pies descalzos, cuarteados de salitre y de tiempo. Todavía el sol no había asomado su cabellera rubia por la línea marrón y verde del horizonte.

Como todos los días, puso a calentar la pava en el brasero de hierro, utilizando las brasas que habían quedado del fuego de la noche. Como todos los días, rellenó con yerba bien fuerte su mate galleta de boca angosta, y mientras se calentaba el agua, se enjuagó los ojos, se sacó alguna lagaña reticente a irse del cómodo espacio en el cual había hecho su lugar de paso.

La mujer todavía permanecía en el catre. La miró mientras prendía el primer cigarrillo negro del día, y pensó que posiblemente la extrañaría. Extrañaría sus reproches silenciosos, su conversación de mujer de pueblo, su sueño pesado y sin ronquidos. La extrañaría, pensó, pero la decisión estaba tomada.

El agua anunció que ya estaba caliente, y tomó mate, solo, amargo, mientras pensaba. El silencio era apenas interrumpido por el canto de algún gorrión o jilguero que andaba por afuera, los gallos empezarían muy pronto. Lentamente se encaminó hacia el corral, cruzando el monte, escuchando y diferenciando uno a uno los sonidos del campo. Una vez que llegó, buscó al gateao' y lo llevó hacia el palenque.

Entró en la casa muy despacio para no hacer ruido, y a oscuras alzó un atado que hubiera preparado en la noche anterior. Llevaba lo estrictamente necesario: unas bombachas, alpargatas, pañuelo y una o dos camisetas, además de cuatro cajas de balas del 38 especial, y salió nuevamente al frío de la mañana.

Ya en el palenque, se dedicó a ensillar su flete, puso una a una y con especial cuidado todas las prendas del apero. Primero la sudadera; una o dos caronillas gruesas, la cincha sobada, los estribos, los bastos, dos pellones de oveja blancos y peludos, y una última cincha. El freno, cabresto y cabezada. Ató al recado el lazo trenzado, hecho de toro y guanaco, y un par de lonjas de cuero fino, por las dudas.

Guardó el caronero, verificó en su tirador de monedas, la daga y el 38 especial, regalo de un viejo caudillo de la zona.

Subió al gateao' y echó una última mirada al rancho donde había pasado toda su vida hasta ese día. El techo de adobe y esparto, la galería, las paredes blanqueadas con cal, el palenque viejo y usado...

Le dio un poco de tristeza tener que irse, pero ya estaba decidido y no podía echarse atrás.

Se pasó la mano sobre los renegridos cabellos y se puso el "panza de burro", se acomodó su manta de vicuña, taloneó al corcel, y poco a poco se fue achicando en el horizonte.

Cada vez que se daba vuelta, el rancho aparecía más chico y difuso, hasta no ser más que un punto blando, indistinguible de otros tantos puntos que se veían. El tranco del gateao' era largo y parejo.

Llegando al mediodía se internó en el monte, para no ser tan castigado por el duro sol, y procurarse como alimento algún bicho asado.

Al rato de buscar, con dos certeros disparos, consiguió un chancho del monte, buscó una sombra al borde de algún pozo, asó el cerdo, lo compartió con el dogo que lo acompañaba, comió y guardó para después.

Al reparo de un sauce descabezó un sueño limpio, tranquilo. Cuando se despertó, estaba oscureciendo. Le dio agua al montado, le ajustó las cinchas y salió al tranco.

Por primera vez en mucho tiempo se sintió feliz, se sintió libre de todo compromiso y obligación, poder andar y andar todo el tiempo; parando cuando quisiera, durmiendo cuando pudiera. Pensó que sería lindo conseguir una guitarra, y siguió pensando, imaginándose en las fiestas de mil y un pueblos, entonando unos estilos camperos, siendo siempre el forastero, mientras su parejero andaba y al hombre se le cerraban los ojos.

A lo lejos escuchó un sonido indefinido, como un murmullo, una música y vio una luz. Pensando en la perspectiva de un poco de bebida con más gusto que el agua, taloneó suavemente su flete y enfiló derechito hacia la posible despensa.

Al llegar aflojó cincha, dejó al caballo afuera, suelto, y entró lentamente. Fue mirando de a poco las caras, todas desconocidas, de los parroquianos, salvo una, la del policía. Saludó con voz queda, y se acodó en un rincón del mostrador para pedir una ginebra.

Todos lo miraron, y el policía se le acercó. Le dijo que la mujer había hecho la denuncia por su desaparición. Pero que él estaba fuera de servicio, y que no había visto nada. Apuró la ginebra, le agradeció con la mirada y se fue. Había una guitarra, pero si alguien lo estaba buscando, todavía era demasiado cerca y muy pronto.

Subió al gateao' y lo apuró al galope, dirigiéndose hacia el sur, siempre para el sur.

Anduvo un largo rato, sin detenerse, fumando pensativa y concienzudamente cada pitada, concentrado en la huella que le conduciría a sus más trabajados anhelos.

A medida que pasaban los días, la gente con la que circunstancialmente se encontraba lo trataba pero. Entonces se dio cuenta de un pequeño detalle: no se había bañado en más de una semana. Lo hizo en un arroyo de aguas dudosamente claras que encontró, y siguió viaje.

El paisaje fue cambiando, se hacía cada vez más desierto. Pasó de los montes; las sierras; los salitrales, a las llanuras lisas y desiertas salvo algún ombú a la distancia, o alguno que otro paisano como él, a la deriva por esos campos solitarios, como dejados de la mano de Dios.

Ya no se sentía tan solo, pese a que el perro lo había dejado en una de las últimas apradas con un poco de civilización.

Un amanecer sintió el resuello profundo de la tierra, sintió una vibración como de un lejano terremoto, un quejido, y una muerte. El que fuera su amigo y compañero de huella, aquel pingazo fiel, también lo abandonaba. Al subir el sol, se empezaron a acercar los buitres; también rondaban en el cielo los caranchos y chimangos. Pensó que la ley de la naturaleza era inquebrantable, y les dejó a su flete para que continúen la cadena ecológica que instintivamente debían cumplir.

De a pie se sintió más fuerte, y por extraño que parezca, más acompañado. Notaba una presencia familiar, querida, que lo seguía a donde fuera. Para dormir ya no tenía ni las matras, que armaba cuando le agarraba sueño desensillando el montado, y lo protegían del frío.

Sintió enfermarse, caérsele los párpados, y vivió como en un sueño sin fronteras espaciales ni temporales. Jugó con sus compañeros del primero inferior, el único año que había ido a la escuela, y entre ellos estaba un niño al que no recordaba, que dijo ser su hijo. Su madre lo llamó para que le ayudara a encerrar las cabras, mientras en su casa la esposa le preparaba mate para cuando llegara. Escuchó una vez más, de labios de su hermano mayor, la historia de su padre, aquel gigante que salió un día a tomar una ginebra con los amigos para no volver. Lo vio, sentado a la mesa de la cocina, fumando cigarritos y bebiendo grapa fuerte. Cuando le habló la primera vez le contestó parcamente, luego fueron entrando en confianza. Se contaron sus problemas, hablaron del campo, de la cosecha, de la producción, de la aftosa, de la vida, de cuchillos, de bebida, de caballos, de cueros, de la muerte, de los hijos.

Y el sueño siguió, eternamente. Se vio a sí mismo, recostado a la sombra de un ombú en la ardiente siesta. Se vio más flaco y demacrado que nunca, pálido el rostro, desencajadas las mandíbulas. Se preguntó si realmente sería él ese tipo que parecía dormir o más bien estar muerto. Un pajarito comenzó a picotear al hombre que dormía o estaba muerto en la punta de los párpados, luego otro, y luego un montón. Se preguntó si alguna vez había estado vivo. ¿Qué era estar vivo? En cuanto a sentimientos, aún los tenía. No supo definir precisamente si había soñado hasta ese momento, o si ahora estaba soñando. Si había existido como ente, como persona, como perdiz, o como una idea en el pensamiento de alguien.

No fue nada extraño no hallar respuesta, de todas formas, siempre que se dedicaba a pensar en ese tipo de cosas, nunca la hallaba.


       

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