
Mi experiencia en la academia de humanidades no ha sido más edificante de lo que ha sido mi participación en el regateo de una baratija en un mercado sobre ruedas. Debo reconocer que entré a estudiar historia basándome en una imagen idealizada del humanismo. Creía ingenuamente que el estudio concienzudo de los hechos del pasado me haría sabio, que la sabiduría me daría reconocimiento, prestigio, dinero. Creía que la sabiduría sería escuchada como quien escucha a su padre hablando de ética profesional o de normas sociales. Conocimiento difícil, pero necesario, complejo pero orientador, aburrido pero verdadero. Cuán equivocado estaba. La academia es la hoguera de las vanidades, hacer una pregunta puede ser tomado como un ataque personal, existen investigadores sapientísimos más preocupados por cuidar su prestigio que por decir una verdad medianamente creíble. Simpatizar con un profesor o un grupo de profesores es como un matrimonio forzado, puede ser altamente conveniente, pero puede arruinar tu existencia. Mostrar interés o simple curiosidad por una corriente de pensamiento o un modo de entender el quehacer humanístico puede acarrearte enemigos gratuitos o feroces críticas, sin mayor sustento que la animadversión personal. Las personas son sus ideas y cualquier intento de crítica o ruta alterna será atacado como quien defiende su patrimonio o sus hijos. Estudiar al hombre puede ser una forma sofisticada de proyectar tu vanidad ególatra. Si logras que otros escuchen o hagan caso de tus ideas logras autosuficiencia, una sensación de impunidad intelectual, pujanza de autovaloración; el prestigio es imposición con argumentos, sumisión sustentada, es la ratificación de que soy hombre de vanguardia y los demás son simplemente vasijas que puedo llenar derramando la fuente de mi conocimiento. Por eso el concurso por plazas académicas son luchas de titanes, nunca el maniqueísmo se manifestó en forma tan concreta y, a la vez tan ambigua. ¿Quién es el bien y quién es el mal? Ambos pretenden excluirse autoproclamándose el bueno (el mejor, el más experimentado, el más calificado) y el jurado debe optar por dos posibilidades que pueden ser igualmente válidas o igualmente repulsivas. El mundo académico encarna fehacientemente la mundanidad y la inmundicia, pero pocas veces logra explicar la existencia del hombre y su razón de ser (si acaso existe). El saldo de las humanidades arroja una enorme cantidad de descripciones (algunas con buena pluma, otras francamente desechables), sistemas de pensamiento que han sido rebasados abrumadoramente por la realidad que supuestamente explican y, en el mejor de los casos, hemos obtenido la duda como impulso creativo o interpretativo. La certeza ha sido exiliada del conocimiento de lo humano y la consideración del humanismo como ciencia es la obstinación de los lechuguinos.
A mis alumnos trato de prevenirlos del mundo real, que se encuentra más allá de las paredes de la facultad.
Mi terapeuta decía que los investigadores (de cualquier rama) eran personas que trataban de responder las dudas que les habían dejado sus padres o elaboraban las preguntas que sus padres no pudieron responder significativamente. Mi mundo se reconfiguró. La academia no es un sistema escolarizado de aprendizaje y las aulas no son el espacio para la formación de profesionistas. La academia es una terapia en la que los pretenciosos le adjudican a la humanidad la incertidumbre de su propia existencia, las aulas son el diván en donde exteriorizamos nuestras carencias y les ponemos etiquetas fabulosas: filosofía, historia, ciencias sociales. No en vano ha habido esfuerzos notables y eruditos por señalar el camino hacia el conocimiento objetivo a través del sometimiento, lapidación o —por lo menos— control de los valores y creencias personales. Ya no cabe, a estas alturas, el apelativo de ingenuos a los científicos de este talante. Son pretenciosos que intentan dictarle a la humanidad la manera en que debe autoconocerse utilizando las mismas fobias y filias que ellos (inconscientemente, eso sí) vivieron en su experiencia. Me complace imaginar que Marx trató de emanciparse de su padre capitalismo vislumbrando la rebeldía (o revolución) como forma de erigir un nuevo sistema maternal comunista, mucho más acogedor y sublimado que la tiranía de la autoridad paterna explotadora. Marx era un proletario emocional y utilizó a la humanidad para explicar su propia crisis existencial. Esta aberración es deliciosa.
Un prurito interno (al cual no me atreveré a llamarle sentido ético) me impele a mirarme bajo el mismo lente. ¿Acaso también soy humanista por culpa de la relación que he tenido con mis padres? ¿Por qué creé esa imagen idealizada de la academia? ¿Por qué no encajo en la academia real? Mi terapeuta me deja en la entrada de un abismo, pero trataré de no utilizar a la humanidad para explicarme mis propias mañas. Si fuera académico tradicionalista (y cocinero que sigue una receta), diría que sigo la vocación de mi padre, quien se formó como politólogo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. También podría argumentar que la experiencia finisecular posmoderna requiere de una nueva explicación metódica y holística, pero como quiero ser sincero he de decir que, por mucho tiempo, la comunicación con mi padre se remitía casi exclusivamente (salvo discusiones por tonterías) a pláticas sobre temas políticos del momento. Navidades y reuniones familiares se trocaban constantemente en mesas de discusión sobre la democracia mexicana, la economía política de nuestro tiempo o el porvenir inmediato de nuestra nación. Para hablar con mi padre era necesario leer el periódico antes y, preferentemente, contar con algunas lecturas de contenido histórico. De la familia de mi padre o de su niñez me enteré por algunas referencias que contaba mi madre ocasionalmente, es decir, eran un misterio insondable y era más fácil preguntar por el enigma de la esfinge que por la abuela paterna. Desde luego, un domingo en la sobremesa era el momento perfecto para que mi padre impartiera cátedra solemne y grave sobre las próximas elecciones o las propuestas que hizo cuando era consejero político de algún líder sindical y que llegaron a convertirse en leyes mexicanas. La comunicación con mi padre se hacía a través del conocimiento humanístico y quienes tratábamos de entablar relación con él requeríamos subirnos al pedestal de la sabiduría con la intención de obtener cariño-reconocimiento. Mi lógica indicó que el camino a seguir era la academia humanista.
Mi madre era el otro lado de la misma moneda, nunca condicionó su cariño; todo lo contrario, era capaz de justificar las peores actitudes de sus hijos con el mismo alegato: “Son niños (o adolescentes, en su caso); déjalos y ya aprenderán”. Desde luego, ese tiempo impreciso a futuro nunca llegó, más bien nos quedamos con la incertidumbre de límites y normas. Mi madre tenía una virtud pírrica: ejercitaba la paciencia hasta rayar en el martirio. Todo lo soportaba, todo lo justificaba incluso por encima de su propia dignidad, era abnegada y quejumbrosa, nunca incendiaria, más bien insidiosa. Su rutina era el trabajo hormiga y su ánimo era de hartazgo contenido. Me enseñó que, hiciera lo que hiciera, tendría su aprobación incondicional.
Al llegar a la universidad me topé con una pared. Los profesores no eran mi padre y mi inteligencia no obtenía naturalmente el reconocimiento que supuestamente le correspondía. En vez de ello literalmente entré en una carrera en la que parecía estar a la cabeza quien leía más, recordaba más datos o citaba de memoria más autores. Era más parecido a una pelea entre hermanos que buscan la predilección del padre o la madre. La envidia, los celos, la indiferencia, la tentación, la complicidad, la apatía y la solidaridad eran moneda corriente en el intercambio existencial entre compañeros de banca. Los demonios personales transitaban sus almas y se convertían en discusiones sobre lo humano. Desde luego, hice mi parte: me encomendé al trabajo de hormiga en la biblioteca, con paciencia, y a veces con martirio, leí todo lo que pude. Hablaba sobre positivismo con la familiaridad con que se refiere un domingo aburrido en casa. Escuché a mis profesores con la misma atención con la que escuché a mi padre e hice caso de sus advertencias intelectuales, pero cuando extendí los brazos pidiendo reconocimiento… me quedé esperando. Nadie me dio espontáneamente su aprobación incondicional. Empecé a entrar en contacto con celos, envidias e intrigas que nada tenían que ver con el discurso delicioso que los académicos eruditos nos entregaban en cada sesión, libro o conferencia. El deber ser de mi ilusión peregrina no coincidía en nada con el ser agreste y sórdido que me rodeaba. Me retraje contrariado. Lograba retener con buen tino frases gloriosas, conceptos conspicuos y argumentos convincentes, pero realmente no conocía a los hombres a mi alrededor. La naturaleza humana me sobrepasaba y no entendía por qué.
Entré en una batalla épica contra el mercado laboral, los sueldos infrahumanos y las necesidades reales. Descubrí que en el humanismo también hay trabajos insensatos y non gratos. Mi perfil autoproclamado no generaba la lluvia de solicitudes correspondiente, más bien encontré exigencias prácticas muy ajenas a mi interés filosófico. Importaba mucho más mandar un fax a tiempo que recitar de memoria a Marx. Me sentí abandonado en un temporal. Tuve que empezar mucho más abajo de lo que dictaba mi ego. A pesar de todo, mantuve mi gusto por las humanidades, a veces para aislarme del ajetreo mundano a mi alrededor, a veces para seguir reclamando mi lugar en el mundo.
Ahora soy padre y profesor. De ninguna manera es este un final feliz o una reconciliación con el mundo. Mis dudas e incertidumbres continúan, acaso más elaboradas gracias al creciente número de lecturas que guardo en mi costal personal de conceptos. Ni Gadamer, ni Heidegger, mucho menos Ranke o Humboldt han logrado hacerme entender cabalmente la envidia. Freud no ha sido un buen consejero en mis conflictos matrimoniales. Hasta la fecha el reto intelectual humanista más grande al que me he enfrentado es mi esposa; no hay sistema de pensamiento que la abarque: a veces lo intuye todo, a veces necesita un abrazo y otras tantas me regaña por nimiedades con argumentos fuertes y verdaderos. Si creo que he descubierto una verdad histórica, inmediatamente me pide que lave los trastes. Me equilibra y me hace real, verdadero, vibrante y mucho más humano. La amo sin remedio y sin epistemología.
Mi hijo es amor y luz, nunca aprendí tanto de la vida o de mí mismo, hasta que lo tuve en brazos por primera vez. En ese instante mi mundo cambió y no volverá a ser el mismo. Él no es mi reflejo, es su propio vuelo. Con una gracia natural que me avasalla me ha enseñado que la sonrisa no necesita argumentos para contener una energía vital sublime.
Mi padre enfermó de gravedad y lo mismo le pasó a su efigie, se volvió frágil y quebradiza. En su estancia hospitalaria me dijo que me quería, sin necesidad de disertación previa. Mi madre es quejumbrosa, pero ya no solapo su papel de víctima. La quiero y la confronto.
A mis alumnos trato de prevenirlos del mundo real, que se encuentra más allá de las paredes de la facultad. Algunos me miran dudosos, otros me dicen que sí a todo. Les paso al costo mis enigmas para que procuren revisar los propios. Si en algo procuro encaminarlos es en la necesidad vital de enfrentar sus propios demonios; antes que mirar la vida con anteojos metodológicos rebuscados hay que atreverse a mirarse en el espejo, buscar sus propios caminos, proponer y tener el valor de equivocarse, tener el suficiente respeto por sí mismos para decir su verdad y asumir las consecuencias. Ir a la biblioteca sin dejar de lado las experiencias de vida, pues en ambos hay sentido y significado. La incertidumbre puede ser el origen de la búsqueda personal, antes que de la inamovilidad acrítica. Si de algo creo que puede servir la academia es para convertirse en el nido que hay que abandonar para crear el propio. Ojalá pueda transmitirles que el humanismo no es una cosa que guardan en su costal-conciencia, sino la creación significativa que decidan realizar.
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