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Dos crónicas de agosto

domingo 21 de agosto de 2016
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Agosto

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Fernando Suárez fue el primero de nosotros que tuvo una novia, Calandraca, o al menos él decía que así se llamaba. Teníamos catorce años y muchos deseos de crecer, y aunque entonces no sabíamos para qué, al final de todo, que no es necesariamente el deceso porque la muerte es la suma de muchos finales, concluí que quizás era para aprender a sufrir, que tampoco es lo mismo que llorar. Y aunque Calandraca nos parecía un nombre extraño y un poco chistoso, jamás dudamos de que fuera cierto pues Fernando era el mayor de nuestra gallada: tenía pelusa donde luego tendría el bigote, usaba pantalones largos y, para colmo, ya tenía algunas ideas sobre los negocios. Ah, y por ser el más cercano a la edad de los papás, sólo por eso, ¡tocaba creerle! A mamá, que se llamaba Marietta, mi papá la llamaba Encarnación, y cuando un día le preguntamos por qué le decía así, nos contestó que esa era una muestra de cariño. Y como mamá sonrió al escuchar su respuesta, nos pareció que el amor bautizaba a las señoras con nombres simpáticos que ellas aceptaban de buen grado, y luego olvidamos el asunto pues era agosto y, ante la falta de dinero para comprar cometas, debíamos remendar las del año pasado con almidón de yuca y recortes de periódico.

Pregunté a mis amigos si no sentían que algo les faltaba, y todos contestaron que no, que ellos eran felices.

Después, cuando sin darnos cuenta nos pusimos viejos —los vientos de tanto agosto antiguo se habían llevado lejos nuestra juventud, como se evaden las cometas sueltas, y a cambio nos dejaron un peinado blanco—, a mí se me hizo que algo me faltaba. Entonces pregunté a mis amigos si no sentían que algo les faltaba, y todos contestaron que no, que ellos eran felices, que tenían el dinero que nuestros padres nunca tuvieron, que cada uno tenía una profesión y que lo que pasaba era que yo, por mi afición a los poemas, vivía pensando en el romanticismo y no madrugaba a trabajar, y que así cómo no iba a aburrirme.

Al final, cuando mi matrimonio estaba destruido y lo que nos quedaba era una sana convivencia, como dijo el sicólogo, un día le pregunté a Judith, mi esposa, si le gustaría que la llamara Yorminelly (para demostrarle mi cariño y tratar de que las cosas se arreglaran), pero ella, agotada la paciencia que otros llaman cariño, me contestó que nombres de puta no le colocara, dio un portazo y se encerró en su cuarto, que ya no era mío pues yo dormía en el sofá. Entonces concluí que yo, sólo yo, había confundido el amor con el lenguaje del amor, pero ya era tarde para remediarlo.

 

Grita más el silencio, según ellos

Creo que fue don Anton Chejov, a quien suelo confundir con don Bertolt Brecht, por lo que sería más certero escribir que fue don Anton Brecht quien opinó que en un relato es más importante lo que se calla que lo que se dice. Y, para acabar de joderme, años después, ignoro cuántos, don Ernest Hemingway, quien cuando estaba bien borracho se engolosinaba mirando los cubos de hielo que nadaban en su whisky, aseguró sin proponérselo (como todo lo que dice un borracho en uso de sus atribuciones ilegales y sin consideración alguna, que para eso se emborracha y paga la cuenta) que lo que dice el relato es apenas la punta de un iceberg (tradúzcase: témpano de hielo que flota, ya sea en el mar o en el vaso de licor de don Ernest Hemingway), y que lo que vale la pena se encuentra bajo la superficie, abisalmente incierto, más allá del texto, de las palabras, de su mensaje. O sea (y usted, señora lectora, señor lector, créalo, acéptelo, consígnelo como cierto aunque no esté de acuerdo, porque lo establecen los cánones, porque una estrella lo aseguró alguna vez y un crítico literario dio por cierto para establecer una teoría que le asegurara un sitio en el Parnaso) que los escritores escriben sólo la cuota inicial de sus obras, y la grandeza de lo escrito depende de la interpretación de un lector cualquiera, de lo exterior al texto, de lo que se infiera, de las asociaciones de ideas que se le ocurran a Fulano Lector como producto de su estado mental o anímico, de su sano o insano juicio, de su fantasía desbordada o parca, o, al final, de lo que un crítico cualquiera, quien en general es un escritor frustrado, afirme en un artículo que le pagaron para que escribiera, quién sabe con qué segunda intención.

Francamente escribí esto porque no tenía algo qué hacer en la soledad de este domingo de agosto sin cometas.

Arriba escribí la frase “para acabar de joderme”, porque llevo varios años tratando de escribir buenos relatos y nunca he sido capaz de omitir algo de lo que quiero escribir para que el texto resulte mejor. Ni se me ha ocurrido jamás poner alguna cascarita por ahí, para que un lector se resbale en ella y termine aterrizando en lo que yo no quería que entendiera, lo que jamás imaginé. Es que escribo sobre algo que entiendo bien, o que de tanto no entender bien me resulta asombroso, o porque es tan bonito que parece mentira, tan irónico que se parece a la vida, tan trivial que dejar constancia de él resulta importante porque la omisión alcahuetea la ignorancia y abona el olvido, cosas así, siempre tan sabias, o tan tontas, que en el diccionario de la sencillez pueden resultar siendo lo mismo.

Francamente escribí esto porque no tenía algo qué hacer en la soledad de este domingo de agosto sin cometas; porque enmugré de sarna removible muy poca loza al desayuno y no me tomó casi tiempo lavarla; porque los teléfonos que marco salen siempre ocupados; porque las víctimas de mi grito son generalmente sordos como los dioses de la pereza; porque el amor salió a comprar un absoluto y no tengo a quién sobarle la espalda con el estropajo, a modo de caricia relativa. Y para evitar que estas palabras sean sólo la punta de un iceberg, debería decir que si bien es interesante que un relato ponga a reflexionar al lector, lo haga construir su propia historia, ese no es un requisito obligatorio para el autor, ni debe torcer su narración hacia ese fin, por lo que los aspirantes a escritor no deben asustarse y dejar de escribir si caen en la cuenta de que relatan apenas lo que piensan, exactamente lo que les cuentan las rendijas del secreto ajeno, las voces de las vigas de las casas antiguas, los ecos del asombro, y no lo que esperan los críticos, los profesores, los reseñadores, los editores y toda la cáfila de quienes viven a expensas de la literatura, no para ella o por ella, como el verdadero escritor. Si luego al autor le pagan por lo que escribe, esa es una lotería que el autor honesto se gana casi sin proponérselo. Parece ser, por lo que opinan las estrellas, que para los buitres antes citados, que se alimentan de la carroña de los autores que asesinan, en la lotería son más importantes las combinaciones de los números que no ganaron —el tesoro perdido debajo del iceberg, la nota muda de la voz—, mucho más que los cuatro dígitos que hicieron rico a un pobre, déspota a un acomplejado, feliz a un usurero o muerto de infarto a alguien a quien su médico había recomendado no someterse a grandes emociones.

Amílcar Bernal
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