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Ateísmos, alergias y arte religioso

jueves 30 de noviembre de 2017
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Ateísmos, alergias y arte religioso, por Amílcar Bernal

Probablemente en ese tiempo era yo lo que para un católico significa un santo, porque vivía en un pueblo parecido a un cielo: allí sucedían tantas maravillas que mi pluma vivía en una permanente vendimia que terminaba torturando a mis amigos, o sea a mis lectores. Don Gabriel García Márquez dijo alguna vez que él escribía para sus amigos, y sus amigos se sintieron orgullosos. Yo escribo para los míos porque nadie más quiere saber de mis escritos, aunque lo correcto sería decir que si bien a algunos de ellos mi pasatiempo los fastidia, a mí me sale fácil enviarles, a mansalva, mis parrafadas a su inerme correo electrónico. Alguna vez pagué a un técnico en computadoras para que instalara en la mía un algoritmo que impide la entrada a los mensajes que exigen que no envíe mis relatos, así que “tranquilo muy”, seguiré jodiéndoles la vida.

El doctor me recomendó usar sombrero para, además del efecto de sus medicamentos, aminorar la alergia causada por el sol.

Pero no todo en mi cielo era maravilloso. Un fenómeno termodinámico causado por la cercanía de un desierto da como resultado que no haya mucho vapor de agua en el aire de aquel pueblo -el desierto lo absorbe todo-, un fenómeno que afecta la humedad relativa del ambiente, cosas así, técnicas y frías. La ausencia de vapor, que en condiciones normales actúa como filtro solar, confiere a la luz del lugar tan diáfana condición que allí hasta los japoneses, con sus ojitos casi cerrados, lo ven todo perfectamente, y los fotógrafos se sienten dioses. Hasta aquí todo bien. Pero la radiación solar es tan intensa que algunos viejitos, un poco defectuosos, como yo, terminamos padeciendo una alergia que, en mi caso, se caracteriza por escozor y salpullido en la frente, el cuello y el envés de las manos, lo que tarde o temprano termina con nosotros donde el médico.

El galeno del pueblo, homeópata, es un tipo simpatiquísimo y acertado para combatir los males con unos medicamentos significativamente menos dañinos que los recetados por los matasanos de antes, los alópatas. En su alegre sabiduría, el doctor llegó hasta el colmo de recomendarme un restaurante más barato que aquel donde solía almorzar: en la cita de control le pedí el favor de recetarme unos medicamentos más baratos para poder comprarlos con la mísera mesada de mi pensión. “Estás gastando mucho dinero en comida”, precisó el doctor mientras sonreía socarronamente, “y es más provechoso invertir en la salud”. Sobra decir que era suya la farmacia donde era obligación comprar los medicamentos que recetaba. Negocio redondo.

También el doctor me recomendó usar sombrero para, además del efecto de sus medicamentos, aminorar la alergia causada por el sol. Así que durante varios días anduve utilizando mis dos sombreros Barbisio Classic, que antes me ponía sólo de vez en cuando para chicanear: me gustaba parecerme a mi papá, cuyo sombrero, según un poema mío, era una tilde sobre la hermosa palabra de su aspecto.

Luego de consumir la primera tanda de remedios, cuya compra casi me arruina, fui a mi cita de control, que es gratuita a contravía de cualquier dogma de la economía neoliberal. En dicha cita, aparte de tomarme del pelo, el doctor se enamoró de mi sombrero azul (el de color tabaco es más bonito aún), pero lo desahució diciendo que tenía las alas muy angostas, y si bien servía para chicanear, sólo me cubría la frente y lo demás quedaba desprotegido. ¡Ahí me jodió! Días después tuve que ir a la capital a comprar unos sombreros de ala ancha, azul, marrón y gris oscuro. Ah: mis nuevos sombreros no pudieron ser Barbisio Classic de los que compraba cuando ganaba un buen salario, porque ahora soy un pobre pensionado diletante de las letras y espartano de costumbres.

Bueno, a lo que vinimos.

Al regreso de mi cita de control hacía tanto calor en la calle y el sol era tan implacable que, a pesar de mi ateísmo, entré a la catedral para desacalorarme. La frescura de las iglesias católicas consigue que uno se olvide del infierno que ellas publicitan. Al interior se escuchaba un canto gregoriano y lo confortable del ambiente invitaba a la meditación. Pero como yo no medito (todo lo voy diciendo así, de buenas a primeras, y por eso la cago a cada rato), me puse a mirar la iglesia como no lo hacía desde que me casé con Chavita, a quien deseo, a pesar de estar viva y muy bien casada con otro, que dios la tenga en su gloria. A quienes hilan delgadito les aclaro que yo me casé por lo católico, a pesar de mi ateísmo, porque entonces estaba tan encoñado de mi Dulcinea que no me importó ante qué dios me inclinaba con tal de darle gusto. Mi reino por un rostro bien bonito.

La cualidad esencial de una obra de arte es conmover al mirón, al lector, al escucha, independientemente de su belleza o fealdad, o si no Picasso habría muerto de hambre con su espantoso cubismo.

Detrás del altar, un aplique gigantesco de madera patinada con hojilla de oro cubre completamente la pared del fondo. Está constituido por doce nichos llenos de curas y santos de tamaño natural cuyo carisma infunde tanto respeto que uno se siente minúsculo y pecador a medida que avanza hacia él.

El canto gregoriano del ambiente huele a incienso y paz.

Pero como a esta provecta edad uno se desconcentra fácil, me olvidé del pecado y me puse a mirar los cuadros colgados en los muros. Tres me llamaron la atención. Aclaro que la cualidad esencial de una obra de arte es conmover al mirón, al lector, al escucha, independientemente de su belleza o fealdad, o si no Picasso habría muerto de hambre con su espantoso cubismo. La primera pintura es una escena del infierno donde los pecadores, promiscuamente en pelota y metidos entre las llamas, extrañamente no ponen cara de que les arda la piel: algunos hasta sonríen, y hay una señora que se hace visita con una amiga suya, ángel, que levita sobre la pecadora tomándole la mano como si estuvieran bebiendo un tecito con galletas de harina celestial. Esta sensación de ausencia de dolor, más que inducirme a dudar de la destreza del pintor, me llevó a concluir que ese cuadro habría quedado muy bien colgado a la entrada de un horno crematorio de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial. “¡Bien por el cuadro, hurra!”, diría uno de los simpatizantes tardíos de las teorías de Adolph Hitler, quienes andan de nuevo por ahí dando guerra.

El segundo óleo muestra un cura acompañado de un niño. El niño, en pelota y con bastante vello púbico, extraño para su edad, pero sin pipí, quizás para ahorrar óleo, posa de pie sobre un piano cerrado y acaricia la barbilla del cura que está a su lado (aclaro que el cura está parado sobre el piso, no sobre el piano, para que no crean que el pobre instrumento se va a desbaratar en mitad de una misa y tarrataplán rataplán plan plan). Ese cuadro no me gustó, no como pintura sino por la pedofilia que sugiere, lo que por suerte el papa actual está combatiendo.

El tercer cuadro (los demás, unos treinta, me parecieron normales, arte religioso que me recordó a don Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos, verificar en Google) mostraba a una señora vestida con una túnica ligera cuya hombrera izquierda se le había escurrido y dejaba ver un seno bonito, apetitoso como un aguacate de Mariquita, Tolima, departamento de donde soy oriundo. Tras ella, un verdugo estaba a punto de propinarle un espadazo (hoy ni siquiera por mostrar la cuca miran feo a una dama), y juro que, miopías más, presbicias menos, el tipo estaba más concentrado en el cuello donde iba a poner la espada (dada la posición de las líneas de fuga de la perspectiva), que en el seno de su víctima, lo cual habla mal de la virilidad del matón. Un cupido, quizás secretario del verdugo, levitaba en pelota con una panera de mimbre en las manos, donde, podría jurarlo, pensaba recoger la cabeza de la mártir. Qué trabajo tan maluco el del angelito ese, ¿verdad?

La iglesia me gustó, me infundió tanto respeto y me acercó al arte de una manera tan placentera que si fuera creyente no saldría de allí y entonces no tendría tiempo para escribir mis locuras en casa.

A esa altura me pareció que ya mi temperatura había descendido hasta una placidez normal, y me dispuse a retirarme del reino de dios.

A la salida, entrando para los que llegan, en cada lado y contra la pared hay una pileta con agua bendita y sobre ellas cuelgan sendos avisos que indican: “El agua bendita es sagrada, no se peine en ella, gracias”. Esto me llamó la atención (a mí, que vivo para inventar películas), porque ipso facto imaginé a un fiel que sale a toda mecha de su casa, no sea que lo coja la noche para la misa de seis de la mañana, y por el afán olvida peinarse. Puesto que es un caballero elegante, como yo con mis sombreros recetados por el doctor de marras, cae en la cuenta de que está despeinado y ya en la iglesia, antes de sentarse, corre al espejo formado por el agua bendita y se peina mirando su imagen, lo que más que un pecado me parece una muy buena manera de presentarse ante dios, limpio y organizado, como debe ser. A menos que alguna vez un cura, tacaño e imaginativo, haya visto a un feligrés echándose agua bendita en la cabeza y peinándose en húmeda santidad, lo que lo llevó a pensar que quizás ese irreflexivo acto era el causante de las costosas facturas por el servicio de agua que últimamente les llegaban y qué va, había que acabar con esa derrochadora costumbre. Casos se dan.

Por suerte soy ateo (o agnóstico, o víctima de pereza religiosa, algo así, porque mamá vivía tan ocupada cosiendo como loca para ganarse nuestro pan de cada día que nunca se preocupó por que fuéramos a misa; es más, le convenía que nos quedáramos en casa para ayudar en algo útil, pues allí lo que había era oficio), porque en todo caso la iglesia me gustó, me infundió tanto respeto y me acercó al arte de una manera tan placentera (recordar la fresca brisa, el olor a incienso y el arrullo del canto gregoriano, del cual no hay que abusar so pena de quedarse dormido de pie) que si fuera creyente no saldría de allí y entonces no tendría tiempo para escribir mis locuras en casa, afición que me libra de salirme para la calle a pecar o a coger malas costumbres.

Amílcar Bernal
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