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Yo no lo maté

miércoles 29 de agosto de 2018
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Yendrick Sánchez

A Yendrick Sánchez, in memoriam

El pasado lunes 6 de agosto recibí esta penosa noticia: Yendrick Sánchez, el espontáneo que se coló en el Palacio Federal de Venezuela el día del acto de juramentación del presidente, fue encontrado muerto en su residencia, en Ciudad Ojeda.

Fueron muchos los mensajes que recibí de amigos y lectores que sabían que él había sido fuente de inspiración para mi novela El gran farsante, publicada justo en abril de este año en España. Pensaron, no sin razón, que yo podía tener alguna información sobre lo sucedido, alguna pista, algo que ayudase a descifrar esa muerte que a muchos ha dejado sorprendidos.

Yo no lo maté, urdí varios desenlaces para no hacerlo. Y no lo hice porque sabía que era un final previsible.

Después de todo, era yo quien había recreado la vida de este curioso personaje de nuestra historia, con los datos que sus intervenciones públicas me habían aportado.

Cuando escribí este relato fabulado de la vida de Yendrick tuve que repasar una por una sus hazañas, seguí la pista de su historia familiar y todo cuanto se sabía de él. Crear un personaje es una tarea de involucramiento paulatino con una forma de vivir, con unas razones, con un pasado, sea éste real o no. Sin embargo, nunca logré entrevistarlo, nunca tuve contacto con Yendrick Sánchez.

En lo que respecta a la ficción, yo había imaginado incluso su vida en la cárcel, lo mantuve en tensión con toda clase de aventuras presidiarias, pero nunca imaginé su muerte. No esta, no así.

A principios de este mes, en el país del miedo, mataron a este (mi) personaje. Le dieron una muerte horrenda que no imaginé para él, lo hicieron sin permiso, superaron toda licencia poética. Escogieron una muerte perversa que no cabía en mis elucubraciones. El tipo de muertes trágicamente comunes por las que dejé un país donde apenas se lee, un país donde hay más armas que libros.

Yo no lo maté, urdí varios desenlaces para no hacerlo. Y no lo hice porque sabía que era un final previsible.

Escribí esta novela porque estaba convencido de que tras ese gesto inocente de pedir una casa para su madre en pleno parlamento había algo mucho más subversivo, no sólo por la importancia en sí que reviste un evento de esta naturaleza, sino porque hay algo muy poderoso en cualquier acción que movilice, que intervenga lo normalizado, que cambie nuestras maneras de percibir lo que hasta ahora no era más que un simple protocolo, un acto conmemorativo como cualquier otro.

Yendrick inscribió una huella real en la urdimbre ficcional de la revolución. Yendrick no era parte de la obra, era alguien del público que saltó a las tablas e interrumpió la puesta en escena.

Yendrick mostró la fragilidad de un mandatario deslucido y torpe, y dejó en ridículo a su estrecho cerco de seguridad, eso es lo más evidente. Además, arruinó la celebración de unas elecciones salpicadas por el fraude. Quizá otro corolario menos visible sea que produjo una ruptura en un acto donde el presidente se consagraba como el heredero de la revolución, el “ritual de paso” por medio del cual se pretendía mostrar la continuidad del lazo democrático. Después de todos estos años de pérdida del estado de derecho no creo que este último aspecto sea de poca relevancia. Por último, Yendrick, en un acto, puso en evidencia, develó lo invisibilizado, lo escamoteado: fue uno de los primeros en mostrar que la revolución era una farsa, y no me refiero a su dudosa reputación ni a su inviabilidad como proyecto social, me refiero a que fue de los pocos en hacer notar que el socialismo del siglo XXI era una representación, un montaje, una obra planificada con mucha antelación y escenificada por políticos/actores.

Sí, muchos lo habían dicho antes, pero Yendrick lo puso en acción, para lo cual, además, usó su cuerpo, se expuso, y esta acción, a diferencia de los discursos, estremeció, inscribió un guiño de realidad en la ficción. La permanencia de eso que aún llaman revolución se ha debido —además del control de la corporación militar y las alianzas internacionales a través de una cínica diplomacia petrolera— a su capacidad para escenificar una obra, urdir una obscena trama donde el fin justifique los medios.

Este pequeño actor, este muchacho enloquecido, este fanático del Miss Venezuela, hizo algo que sólo ahora hemos comenzado a entender.

Durante la creación de este personaje me sentí en la obligación de corresponder a su gesto en el Palacio Federal, impregnando sus hazañas de heroísmo, pero sobre todo de espesor ideológico, de una cierta “estatura ética”. Lo que se le cuestionó a Yendrick es que fuera otro personaje, uno más dentro de esta sociedad del espectáculo; acaso lo mismo que pensamos de Óscar Pérez, que era parte de una trama que todavía no logramos descifrar y que parece diseñada por el propio Estado.

En el país de los simulacros es imposible saber qué es lo real. El país es la más pura demostración de que lo real siempre estuvo mediado, la prueba de que vivimos en la representación. Pero repito, Yendrick inscribió una huella real en la urdimbre ficcional de la revolución. Yendrick no era parte de la obra, era alguien del público que saltó a las tablas e interrumpió la puesta en escena.

Nunca pude hablar con él personalmente, ni entrevistarlo. Después de todo, la ficción me permitió ese cómodo apartamiento que se produce cuando hemos quedado a merced de las formas.

La realidad de la masacre de El Junquito, de la explotación impune del arco minero, la realidad de la pérdida del Esequibo, la cruda realidad del Helicoide (centro clandestino de torturas), la realidad de la desnutrición, la realidad del éxodo masivo en condiciones inhumanas, en no pocas ocasiones se mezclan con la telerrealidad de Conatel (censor de la revolución), la de los bailecitos en cadena nacional, la de los espectáculos públicos donde estallan artefactos voladores. Este simulacro perverso es hoy la única realidad a la que tenemos acceso.

Confieso que después de escribir la novela, en ese proceso de sano distanciamiento con el texto, enredado en nuevos proyectos creativos, le perdí la pista a Yendrick. Tanto que no me enteré que había sido liberado a poco menos de cumplir dos años de reclusión y que, por hacer comentarios en las redes, fue encerrado nuevamente para después desaparecer de la escena pública hasta el día en que hallaron su cuerpo en su residencia.

Como ya dije, nunca pude hablar con él personalmente, ni entrevistarlo. Después de todo, la ficción me permitió ese cómodo apartamiento que se produce cuando hemos quedado a merced de las formas, cuando se ha impuesto la tiranía de la materia discursiva, donde lo que importaba no era sólo lo que decía sino cómo lo decía.

Acaso estas meditaciones de Junior Mata (Yendrick Sánchez) que evoco en la novela sirvan a modo de despedida y ofrezcan mis más sentidas condolencias a sus familiares y amigos.

En cualquier parte del mundo, lejos de este país lleno de desechos fósiles convertidos en bitumen, alguien lee este mensaje sin destino.

Puedo escapar ahora mismo [de prisión], pienso, pero ni siquiera tengo a dónde ir. Nadie me recibiría ni a esta hora ni a ninguna. Mañana mismo podía salir la noticia de mi deceso y en mi twitter sólo aparecerían insultos y juegos de palabras con las combinaciones rítmicas de mi nombre. Al cabo de unos días me velarían, meterían en un cáliz hecho polvo y esparcirían por el lago de Maracaibo. Nadie regalaría un pésame a mi madre.

Vendería miles de libros para un editor mafioso pero nadie leería nunca El gran farsante. Nunca sería publicado Teoría de los cuerpos. Nunca nadie leería una línea comprometida de alguien que proviene de un país con mucho petróleo y que apenas puede distinguir entre un libro de botánica y uno de guerrillas. Nadie sabrá la verdad detrás de su antena parabólica. A estas horas la tv transmite el juego de la selección. El orgullo patrio se hincha.

Un anciano que morirá mañana de un infarto hojea El gran farsante y se pregunta qué cosa es un pran, en una nota a pie de página leerá “Presidiario Rematado Asesino Nato”, comerá su atol en una taza de plástico azul antes de ir a la cama, beberá agua y pensará, alzando los pies por la retención de líquido, cómo escribir una nota de prensa que nadie leerá porque los titulares estarán muy ocupados mostrando la fotografía de unos hombres en shorts corriendo detrás de un balón.

Entonces yo estaré en mi celda, comiendo frutas y disfrutando de todas las atenciones. La ministra engavetará mi caso en un archivo que será calcinado una madrugada en un repentino e inoportuno incendio. Y no importará eso. Y no importará nada. Yo seguiré con mi vida, Miguel Atítaa, José, mi mamá, el tío Mario, seguirán con la suya y tal vez algún día me den por fin un espacio en algún programa de concursos de la televisión nacional, donde diré a viva voz “Soy un gran farsante” y se apagarán los reflectores y yo desapareceré para siempre.

Luis Carlos Azuaje
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