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Los ilustres olvidados

jueves 31 de octubre de 2019
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Los ilustres olvidados, por Txema Arinas
Algunos tenemos la impresión de que la literatura actual se ha vuelto demasiado conservadora en sus propuestas. “El hombre del bombín” (1964), René Magritte

Es ya casi un lugar común que la edición contemporánea de libros de literatura pura y dura, esto es, aquellos que, en lugar de adscribirse a cualquiera de los géneros existentes, pretenderían trascender en el juicio y la memoria del lector por sí mismos, parece ser cada vez más limitada y uniforme. Dicho de otro modo, parecería que la industria editorial ha decidido apostar única y exclusivamente por lo seguro. Nada de experimentos, de apuestas arriesgadas que tanto pueden espantar al lector como cautivarle, nada de romper moldes sino más bien seguir un camino más o menos trillado. Dicho de otro modo, la mayoría de las novedades literarias de hoy en día están muy bien escritas, y sobre todo cumplen a la perfección con una regla que se ha vuelto de oro: no aburrir al lector. En efecto, podrán gustar más o menos por su temática o por su estilo, pero los escritores actuales procuran hacer todo lo posible para retener al lector en su texto, esto es, para no espantarlo con una prosa excesivamente alambicada o puramente conceptual. En resumen, la literatura que vemos hoy entre las novedades de los escaparates es una literatura que se entiende a la primera, que no plantea retos, luego ya allá cada cual con su filias o sus fobias.

Me cuesta imaginar hoy en día un editor lo suficientemente arriesgado capaz de publicar un libro tan críptico y simbólico como Pedro Páramo.

¿Cuál es entonces el problema? Pues que algunos tenemos la impresión de que la literatura actual se ha vuelto demasiado conservadora en sus propuestas, tan convencional en su escritura, tan complaciente con el lector, que si uno echa la vista atrás y recuerda a las grandes figuras que han protagonizado la Historia de la Literatura en castellano —y digo en castellano y no universal con el único propósito de limitar el campo de acción de esta reflexión— empieza a tener la sospecha de que incluso autores como Ignacio Aldecoa, Luis Martín-Santos, Juan Rulfo, Juan Benet, Juan Goytisolo, Alejo Carpentier, Ignacio Aldecoa y tantos otros (y no, no he citado escritoras porque las más destacadas de su época como Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet o Ana María Matute, Soledad Puértolas, etc., se me antojan tan originales como perfectamente homologables a la tendencia del texto claro, directo y sugestivo que juzgo en boga en la literatura de nuestra época; a saber si porque era denominador común en ellas darle más importancia al contenido que a la forma, esto es, a diferencia de sus coetáneos masculinos y, sobre todo, a riesgo de quedarme atrapado en el prejuicio sexista) hubieran tenido grandes problemas para publicar en estos días sus obras más representativas. Insisto, es una sospecha, un prejuicio incluso; pero, me cuesta imaginar hoy en día un editor lo suficientemente arriesgado, a la par que verdadero amante y defensor de la Literatura en mayúsculas, capaz de publicar, siquiera en una editorial de cierto fuste o grandes tiradas, un libro tan críptico y simbólico como Pedro Páramo o cualquiera de los dedicados a Región por Benet con sus frases interminables, su prosa concienzudamente alambicada, su pujo por dar una vuelta de tuerca en cada página con el único fin de hacer todavía más impenetrable el texto y, por supuesto, su reconocido desprecio, vamos a adjetivarlo que de olímpico, por el lector medio.

Con todo, estamos hablando de las grandes figuras de nuestra literatura contemporánea, aquellos que la blasonan ya para los restos aunque sean pocos ya los que los lean o, lo más lógico, que sigan siendo los mismos, los cuatro gatos escogidos con los que el mismo Benet decía que se conformaba.

Y si esto podría ocurrirles hoy en día a los grandes nombres de nuestra literatura, qué decir de aquellos que en su momento tuvieron cierto predicamento con sus propuestas literarias tan personales, tan contra corriente incluso, y que, sin embargo, no tardaron mucho en pasar al olvido una disipada ya eso que decía Boris Vian de la “espuma de los días”, esto es, la época en la que protagonizaron portadas o cupieron páginas enteras de los suplementos literarios de moda o las revistas de prestigio del ramo, incluso olvidado ya el eco que obtuvieron los premios de relumbre que les concedieron sus editores para proporcionar una obra en la que entonces confiaban poco más que a ciegas y de ahí la insistencia en publicar sus obras a pesar de los escasos réditos económicos que obtenían con ellas. La lista de estos autores sería interminable, por lo que yo he escogido dos de signo muy contrario. Me refiero a los españoles Miguel Espinosa y José María Riera de Leyva, dos escritores de estilos muy diferentes, casi contrapuestos, pero que pertenecen al grupo de los que en su momento tuvieron gran éxito de crítica y una relativa aceptación por el público, puede que en respuesta a los premios que les concedieron con el evidente fin de promocionar su obra o la cobertura mediática que reciben por los medios especializados, pero cuya propuesta literaria es tan original, tan personal, que prácticamente los condenan a la categoría de escritores de culto y casi que también al olvido, pues sólo hay que ver la dificultad a la que se enfrenta el lector curioso para conseguir cualquiera de sus libros.

Miguel Espinosa fue un novelista y ensayista nacido en Caravaca de la Cruz (Murcia) el 4 de octubre de 1926 y muerto en Murcia el 1 de abril de 1982. Muchas de sus obras se publicaron años después de ser escritas; algunas, incluso, de forma póstuma. Sus novelas más significativas fueron La fea burguesía (1990) y Escuela de mandarines (1974, Premio Ciudad de Barcelona). Ambas novelas tienen como tema principal la crítica a la burguesía española del franquismo tardío, un retrato despiadado de una sociedad de trepas y caciques de medio pelo que destacan por su vulgaridad y miseria moral. La narrativa de Espinosa se diría que es la de un “escritor intelectual”, un amante de lo clásico, él hasta se tildó en su primer libro, Asklepios (1084), como “el último griego”, alguien que pretende ver el mundo que le rodea desde una atalaya sobre la que extiende su peculiar mirada de hombre nacido a destiempo. De ese modo también, su escritura puede pecar en un primer momento de un exceso de clasicismo que se evidencia en el arcaísmo de buena parte de su lenguaje; pero, puede que también por eso mismo, por ser la mirada de “el último de los griegos”, Espinosa se resiste en todo momento a ofrecernos las cosas tal como las ve sino como prefiere interpretarlas de acuerdo con esa mirada para la que casi todo está en los clásicos porque, al fin y al cabo, el drama que nos ofrece ya ha sido escrito mil años antes con otros nombres y otros escenarios. Es por eso que al final Espinosa se decanta por el experimentalismo, tanto en el lenguaje como en la estructura. Crea un estilo muy propio, una voz de otro tiempo que recurre a cambios de punto de vista y todos esos fuegos de artificio, un vocabulario más o menos arcaizante, nombres de personajes o sus seudónimos, definiciones y complicaciones sin cuento. No se puede leer a Espinosa como un simple testimonio de una época y un lugar, no es un retrato de realidad alguna, es la enésima interpretación completamente subjetiva de alguien para el que la realidad, la historia que supuestamente tiene entre manos, apenas es otra cosa que una excusa para interpretar el mundo a su manera. Una interpretación que puede resultar a ratos excesivamente personal, extravagante incluso, demasiado discursiva y hasta deformada; pero, eso sí, siempre propia, original, una voz que se eleva de entre las demás para relatar una historia que gracias a la escritura de Espinosa trasciende su época y lugar para convertirse tanto en universal como en intemporal. Y eso es lo que hace precisamente que trascienda la obra de Miguel Espinosa, porque puede que no haya tenido todo el eco que merecía y merece, puede incluso que su propia factura tan personal haya impedido que así sea, puede que, como bien he señalado al principio, los tiempos que vivimos no sean precisamente muy propicios para las voces que desentonan del coro en boga, puede que ya no haya lectores sino simples consumidores de novedades; pero la obra de Espinosa sólo se parece a sí misma y por eso es única e intemporal.

Riera de Leyva es un escritor de atmósferas en las que apenas se concreta el lugar donde se desarrollan las historias y el tiempo parece suspendido.

En el caso de José María Riera de Leyva (Almería, 1934), en 1959 recibe el premio Sésamo de Novela, en 1970 publica la obra En el otro paísLejos de Marrakech (1991), Premio Herralde de Novela con Aves de paso (1993) y Una cerveza en Kenia (1995), encontramos ciertos paralelismos en cuanto a la suerte de su obra, ambas son breves, de apenas tres o cuatro libros, ambas fueron alabadas por la crítica en su momento y recibieron premios que les dieron cierta repercusión, ambas también parecen haber caído en el olvido por culpa precisamente de aquello que las hace únicas, son demasiado personales, demasiado a la contra de aquello a lo que el mundo editorial parece haber acostumbrado al lector medio, demasiado imprevisibles y puede que sólo un poco impenetrables para un lector poco o nada acostumbrado al esfuerzo, siquiera ya sólo para el lector acomodaticio que quiere saberlo todo del libro que tiene entre manos antes de ponerse en serio sobre él. Sin embargo, la narrativa de Riera de Leyva no puede ser más distinta de la de Miguel Espinosa, casi antagónica. Todo lo que en Espinosa es búsqueda de la excelencia semántica y vueltas de tuerca de todo tipo, en Riera de Leyva es una apuesta estética por lo exquisito de la sencillez, la brevedad, y sobre todo la confianza en el diálogo conciso.

La escritura de Riera de Leyva es un ejemplo límpido de concreción sintáctica o economía narrativa. Apenas unos pocos trazos descriptivos de personajes y escenarios. Todo lo demás se resuelve a través de diálogos largos pero de frases breves, en escenas resueltas al modo más cinematográfico que uno pueda concebir. Riera de Leyva es un escritor de atmósferas en las que apenas se concreta el lugar donde se desarrollan las historias y el tiempo parece suspendido, los protagonistas están siempre de paso o a punto de levantar el vuelo, los sucesos acontecen de improviso, sin causa aparente, o apenas suceden. En los libros de Riera de Leyva se recrea un mundo de personajes que parecen vivir en los márgenes de la sociedad o a espaldas de ésta, y no precisamente porque se vean condenados a ello por su origen o la mala fortuna, sino más bien por propia convicción, son vagabundos o solitarios por elección. Pero sobre todo son personajes al margen de las convenciones sociales de su época y sociedad, dedicados en exclusiva a vivir el día a día, en algunos casos sin otro quehacer que la pura contemplación y sin que ello implique estar varado en el mismo sitio; más bien todo lo contrario, los personajes de Riera de Leyva se están moviendo constantemente. O por lo menos cambian de escenario sin que ello les suponga mayor trastorno porque su principal o único apego, las únicas ataduras que tienen, no son como las del resto de sus contemporáneos, no, las decisiones que toman lo son en exclusiva como resultado del ejercicio puro y duro de su voluntad. Los personajes de Riera de Leyva son libres como pocos pueden serlo, nada les ata ni atan a nadie, sólo se dejan llevar por los acontecimientos y además los enfrentan sin excesivos desgarros, da igual que pierdan el amor de su vida o se arruinen de un día para otro, se diría que son verdaderos epicúreos. Por lo demás, el efecto que provocan las novelas o relatos de Riera de Leyva en el lector no puede ser más desasosegador, a veces excesivamente frío o inquietante, y no tanto porque las historias apenas se resuelvan o no lo hagan de modo alguno, porque todo quede como suspenso, sin saber qué fue o será de los protagonistas, como si en realidad todo fuera apenas un mero episodio de la vida de cada uno para el recuerdo, sin que en realidad parezca que haya ocurrido algo susceptible de ser narrado de verdad. En efecto, desasosiego porque la escritura de Riera de Leyva también es una manera harto personal de interpretar la vida, de contarla en lo más imprevisible o intrascendente de ésta, a menudo también en su lado más absurdo. Desasosiego que no es otra cosa que lo que trasmite la atmósfera de verdadera calima existencial que envuelve las historias de Riera de Leyva y de ahí lo muy personal, original, yo diría que hasta iconoclasta, de su obra; también se puede escribir sin contar nada o casi nada, basta con desnudar personajes o atrapar momentos, con poner luz e imágenes a las vidas de otros vistas casi que de lejos, quizás a través de una cámara en exclusiva.

Con todo, y al igual que ocurría con nuestro anterior escritor, Miguel Espinosa, Riera de Leyva ha sido un escritor con cierta aceptación de crítica y también con la del público que le correspondió en su momento como consecuencia de la cobertura mediática resultante de publicar en una editorial de las tildadas entre las grandes como Anagrama y recibir además el empujón de su principal galardón. Dos escritores, por lo tanto, dueños de sus respectivos mundos literarios, tan únicos y sobre todo perfectamente reconocibles, los cuales podrán gustar más o menos al lector según le pille su estado de ánimo o lo que busque entre los libros, pero suficientemente interesantes como para formar ya parte de la Historia de la Literatura, siquiera ya sólo española o en castellano, con todas las de la ley.

Y sin embargo, ahí están los libros de ambos, relegados al olvido de los almacenes de las librerías especializadas por las nuevas tendencias editoriales, ya como mucho resignados a ser preciados objetos de deseo de cazadores de excentricidades literarias o simples lectores aburridos, hastiados, ante lo que les ofrece el mercado editorial actual. Autores que merecerían ser rescatados, y no digo sólo reeditados, sino simplemente puestos a la vista del lector de la manera que se considere oportuno en el gremio, siquiera ya sólo para compensar o saciar ese hartazgo ante tanta inanidad literaria, cuando no simple conformismo, entre las novedades de las librerías.

Txema Arinas
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