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Sin tocar el suelo, de Jokin Muñoz

sábado 10 de septiembre de 2022
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Jokin Muñoz
Jokin Muñoz fue uno de esos escritores que decidieron romper el consenso, nunca escrito y todavía menos expresado públicamente, que parecía impedir a los escritores en lengua vasca ser críticos con la realidad social y política que vivía el País Vasco como consecuencia de décadas de violencia terrorista. Fotografía: Galaxia Gutenberg

No habrás de hallar nuevos sitios, ni encontrarás otros mares. Te seguirá la ciudad. Las calles donde deambules serán las mismas. En estos mismos barrios te harás viejo.

“Conque era esto… ¡Qué pasada!”. Vuelve a leer el texto entero. Luego busca y encuentra vídeos en internet sobre ese mismo poema. Le parecen hermosos. Busca también a Cavafis. Contempla divertida su aspecto. “¡Si hasta se parecen!”. Le gustaría tener a su abuelo sentado junto a ella en el borde de la cama, como lo hacía cuando era pequeña, para que le hablara de su ciudad.

Jokin Muñoz, Sin tocar el suelo.

El escritor navarro Jokin Muñoz es toda una figura en el panorama de las letras euskaras. Yo incluso diría que es un referente para muchos lectores en lengua vasca en función de su singularidad como escritor a la contra de lo que solía ser la tónica general dentro de un mundo tan reducido y en buena parte ideológicamente monolítico como el de la literatura en euskera. ¿Por qué? Pues no me voy a andar con rodeos. Al contrario de lo que suele creer todo aquel que se acerca al mundo del euskera con los prejuicios propios tejidos alrededor de su condición de lengua minoritaria, inescrutable y hasta no hace nada en continuo retroceso, a lo que hay que añadir el misterio que envuelve todo lo relacionado con su origen, la lengua vasca, y siempre dejando a un lado toda la tradición oral procedente de la Edad Media recogida mucho más tarde, tiene una tradición escrita que se remonta al año 1545 con la edición de la antología de poemas amorosos, religiosos y de enaltecimiento de la lengua vasca escrita por el navarro Bernat Etxepare, Linguae Vasconum Primitiae, a lo que hay que añadir la aparición en el año 2004 del llamado Manuscrito del alavés Joan Pérez de Lazarraga (1548-1605) como ejemplo extraordinario de una narrativa profana y emparentada con las corrientes literarias propias del Renacimiento. A partir de entonces la literatura vasca experimenta todo tipo de avances y retrocesos como resultado de las diferentes circunstancias históricas a las que está sometida la comunidad lingüística vasca. La circunstancia más notoria de todas es tanto la falta de unidad política de los territorios donde se habla la lengua vasca, como el fracaso del empeño del sacerdote protestante Joanes de Lizarraga, a instancias de la reina de Navarra Juana de Albret, de crear una lengua literaria, y por lo tanto unificada, tomando como modelo su traducción del Nuevo Testamento. Con todo, y a pesar de la proscripción sufrida por la lengua vasca en los ámbitos de la educación y administración de todos los reinos y estados en los que era la lengua mayoritaria del pueblo, también conoció su época dorada durante el siglo XVII gracias a la llamada Escuela de Sara, formada por un grupo de escritores, procedentes en su mayoría del triángulo formado por las localidades labortanas de Sara, San Juan de Luz/Donibane Lohizune y Ziburu, los cuales fundaron una corriente homogénea dentro de la literatura en lengua vasca en cuanto a estilo y temática, esencialmente religiosa.

“Sin tocar el suelo”, de Jokin Muñoz
Sin tocar el suelo, de Jokin Muñoz (Galaxia Gutenberg, 2022). Disponible en Amazon

Sin tocar el suelo
Jokin Muñoz
Novela
Galaxia Gutenberg
Barcelona (España), 2022
ISBN: 978-8418807909
216 páginas

Sin embargo, eso que hoy conocemos como literatura vasca contemporánea, es decir, la que nace sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX con la unificación de la lengua vasca tras el Congreso de Aránzazu en 1968, y la modernización, o siquiera ya sólo la homologación definitiva de la literatura vasca con el resto de corrientes literarias de nuestro entorno europeo y occidental, la cual inicia Gabriel Aresti (1933-1975) y apuntala José Luis Álvarez Enparantza, Txillardegi (1929-2012). A partir de ese momento surgirán varias generaciones de escritores cuya principal característica es, no sólo su compromiso con la modernización de la lengua y en concreto la consolidación de su forma unificada, batua, sino también con una concepción de lo vasco desde un prisma nacionalista casi que en exclusiva, si bien que con las consabidas excepciones, de las cuales, por cierto, el propio Aresti fue el más destacado de los que podríamos llamar “disidentes”. Una disidencia que no tenía que serlo tanto frente al consenso casi generalizado de la intelectualidad vasca, y muy en especial de aquella que se expresaba en euskera, acerca de las razones y fines del nacionalismo vasco, en todo caso una ideología completamente legítima y sobre todo comprometida con la defensa de la lengua vasca y la promoción de su cultura, sino de rechazo hacia ciertas máximas o conductas relacionadas con ese pensamiento mayoritario, el cual durante décadas, se fuera o no nacionalista, y como consecuencia de la aceptación por convencimiento propio o mera conveniencia de una mentalidad de resistencia frente a un hipotético enemigo externo, impidió, siquiera obstaculizó, la imprescindible mirada crítica sobre lo propio y, ya más en concreto, una condena sin tapujos del terrorismo etarra y todo lo que lo rodeaba. Hablamos de la ausencia de una mira autocrítica que, por si fuera poco, suele ser una de las principales características de cualquier literatura merecedora del calificativo de moderna.

Jokin Muñoz fue uno de los primeros y pocos escritores en lengua vasca que se atrevieron a escribir sobre esa violencia soterrada.

Pues bien, Jokin Muñoz Trigo (Castejón, Navarra, 1963) fue uno de esos escritores que decidieron romper el consenso, nunca escrito y todavía menos expresado públicamente, que parecía impedir a los escritores en lengua vasca ser críticos con la realidad social y política que vivía el País Vasco como consecuencia de décadas de violencia terrorista. Una crítica que en el caso de Muñoz, y al contrario de lo que solía ser lo habitual en los contados autores en euskera que se decidían a abordar dicha realidad, no lo era tanto para abundar en la idea tan discutible como políticamente interesada de un País Vasco invadido y oprimido por un enemigo externo que le impedía disfrutar de una libertad completa de acuerdo con las aspiraciones nacionales de la mayoría de sus ciudadanos, circunstancia de la que además hacían derivar toda la violencia que se padecía, como para destacar o denunciar las consecuencias que el ejercicio de esa violencia, ya fuera la de ETA muy en concreto o cualquier otra, tenían en el día a día de los ciudadanos de nuestro pequeño, nunca del todo definido y además casi siempre mal avenido país. Dicho de otro modo, Jokin Muñoz fue uno de los primeros y pocos escritores en lengua vasca que se atrevieron a escribir sobre esa violencia soterrada, la cual, más allá de la tan dolorosa como asumida frecuencia de los atentados de ETA, la represión policial con sus abusos y las más que probadas torturas padecidas por muchos ciudadanos vascos —y aquí me remito al informe encargado por el Gobierno Vasco a un grupo de expertos nacionales e internacionales y encabezado por el reconocido médico forense y profesor de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) Francisco Echeberria, en el que se documentan más de cuatro mil casos de torturas entre 1960 y 2014 y se apunta a la existencia de un número todavía mayor sin determinar—, y ya en especial la continua e insoportable tensión política que afectaba a prácticamente todo lo relacionado con el espacio público por culpa de la coacción continua y violenta por parte de la organización terrorista y sus simpatizantes a todo aquel ciudadano que no pensara como ellos, había acabado convirtiéndose en parte de la rutina de una sociedad mentalmente atrincherada en las convicciones de piedra de cada cual.

De ese modo, Jokin Muñoz es autor de las novelas Hausturak (Rupturas, 1995), Joan zaretenean (Cuando os habéis ido, 1997) y Antzararen bidea (2007), esta última Premio de la Crítica y Premio Euskadi de Literatura 2008 y editada en castellano con el título El camino de la oca (2008). Como cuentista publicó el volumen Bizia lo (2003), con el que obtuvo el Premio Euskadi de Literatura 2004 y que fue traducida como Letargo. Nos encontramos, por lo tanto, no sólo ante un autor destacado por su compromiso contra la violencia, sino también a un autor premiado por una obra en la que se reflexiona tanto acerca de las causas de esa violencia como de sus consecuencias, una reflexión ante todo humana sobre la crudeza de un conflicto en el día a día de los ciudadanos de a pie mucho más allá de la política como una cosa exclusiva de los titulares de prensa. En cualquier caso, hablamos de un autor que destacó en su momento por hablar de esas cosas tan cotidianas y notorias en la sociedad vasca, pero de las que pocos escritores euskaldunes habían hablado antes con tanta desenvoltura literaria como franqueza humana. Algo que en cualquier literatura normalizada de veras, es decir, en una en la que la mirada crítica hacia la sociedad a la que pertenecen sus autores suele ser lo habitual, pero que en la vasca no se había hecho hasta entonces con tanta claridad, incluso podríamos decir que con tanta valentía, y esto por mucho que moleste recordarlo a todos aquellos, escritores o no en diferente grado de tibieza e incluso complicidad, que ahora, cuando ETA ya es sólo el recuerdo de una pesadilla, acostumbran a escandalizarse cuando se les recuerda que hasta hace prácticamente cuatro días la crítica a la organización terrorista y a su mundo por parte de la intelectualidad en lengua vasca era una excentricidad de cuatro renegados a los que enseguida se les colgaba el sambenito de españolistas o ya directamente de malos vascos e incluso de colaboradores con el enemigo.

Así y todo, y tras publicar y recibir el Premio de la Crítica y el de Euskadi de 2008 por su novela El camino de la Oca, no se vuelve a saber más de Jokin Muñoz durante más de una década, para ser exactos hasta este mismo año, 2022, cuando publica con la editorial Galaxia Gutenberg la novela Sin tocar el suelo en castellano.

¿Qué ha pasado durante todo ese tiempo? Pues según ha contado el propio Jokin en más de una entrevista, se ha dedicado a compaginar la docencia con la (co)educación de sus cuatro hijos, por lo que tuvo que renunciar a la escritura para no delegar sus obligaciones como padre en su mujer. Eso y que al final, bromea él, acabó cogiéndole gusto al hecho de no tener que escribir, lo cual se me antoja, como debería saber todo aquel que se dedica a un oficio, o lo que sea, tan obsesivo como absorbente, lo más parecido a superar una adicción de las relacionadas con el alcohol o las drogas. Esas son las declaraciones de Jokin Muñoz para explicar su ausencia como autor de renombre, siquiera en lo que respecta al siempre reducido mundo de las letras vascas, y eso tras obtener, insisto, varios de los galardones más importantes y prestigiosos que se pueden otorgar a un escritor en lengua vasca, por lo que nadie tiene derecho a especular con otros motivos distintos a los que han sido la comidilla durante mucho tiempo entre los seguidores del escritor navarro cuando se preguntaban: “¿Dónde está Jokin Muñoz? ¿Por qué no ha vuelto a publicar nada nuevo?”. Como que ya se empezaba a hablar de una especie de Salinger de la literatura vasca, el autor que tras triunfar con uno o varios libros se niega a publicar más libros y además se aparta de todo foco mediático relacionado con la literatura sin que nadie acierte a adivinar a santo de qué.

Muñoz nos cuenta varias historias entrelazadas en las que el pasado de los protagonistas está inexorablemente unido al lugar de cada cual durante los años más duros del llamado conflicto vasco.

Y de repente, quince años más tarde, aparece Sin tocar el suelo escrita directamente en castellano y publicada por una de las editoriales españolas de mayor prestigio, siquiera para todos aquellos que todavía consumen Literatura con mayúscula. Muñoz nos cuenta varias historias entrelazadas en las que el pasado de los protagonistas está inexorablemente unido al lugar de cada cual durante los años más duros del llamado conflicto vasco, aquellos en los que ETA y su mundo se sintieron tan fuertes que incluso llegaron a creer que podrían haber ganado de un momento a otro el pulso que mantenían con los poderes del Estado español. La primera historia comienza en tiempo presente con la comparecencia en la inauguración del Festival de Jazz de San Sebastián de Koldo Gartzia, un personaje al que acaban de nombrar diputado foral de Cultura y que perteneció en los años ochenta a un comando de apoyo a ETA. Koldo es de Pamplona y euskaldunberri, es decir, alguien que ha aprendido la lengua vasca de adulto. Koldo aprendió euskera con tanto éxito como devoción, por lo que enseguida se dedicó a escribir literatura infantil en esa lengua. Incluso ganó un Premio Euskadi de literatura infantil en euskera. También ha escrito algunos artículos de opinión en prensa, de esos en los que nunca se dicen las cosas a las claras y se procura condescender siempre con la opinión que se cree mayoritaria entre el público que frecuenta los medios cercanos al mundo nacionalista, o ya solo vasquista, en los que él escribe. Koldo coincide en ese acto organizado por la institución para la que trabaja con dos antiguos amigos a los que hacía mucho tiempo que había perdido de vista: Luis y Leire. Luis Areta se nos presenta como la antítesis del anterior personaje. Es un hombre dedicado en cuerpo y alma a la literatura. Dirige un club de lectura en Madrid, donde conoció a Tere, su actual compañera. También trabaja como profesor de Lengua y Literatura Española en un colegio madrileño. Luis Areta es euskaldunzaharra, alguien que conoce la lengua vasca desde pequeño. Además escribe en ella prácticamente en secreto. De hecho, esconde en su ordenador una nutrida colección de poemas a los que accederá en secreto Ana Mei, la cuarta protagonista de este cruce de historia de continuos saltos en el tiempo. Ana es la nieta de su mujer, una chica de dieciocho años y de origen asiático en constante conflicto con su madre adoptiva, Inés. Ana canta en un juvenil grupo musical llamado Aldea Saun. El propio nombre de dicho grupo es una errónea traducción ortográfica que ha hecho la muchacha de la palabra vasca zaun (ladrido) al escuchárselo a su abuelo Luis, por cuyo pasado nunca del todo claro siente un interés cada vez mayor a medida que va descubriendo cosas que le eran completamente desconocidas. De ese modo, Ana será la pieza clave que nos introduzca en el pasado oculto, tanto de su abuelo Luis como de aquellos personajes como Koldo y Leire que se cruzaron con éste en una época en la que cada cual tuvo que decidir qué postura tomaba frente a la omnipresencia de la violencia etarra y también la reacción, no siempre democrática o cuanto menos ética, que ésta provocaba.

Una historia de relaciones personales con la violencia como telón de fondo que bien podía haber sido una más de las que Jokin Muñoz había tejido en sus novelas escritas en euskera, además de premiadas y traducidas posteriormente al castellano. Sin embargo, uno tiene la impresión de que precisamente por eso, por haber escrito ya en sus anteriores novelas acerca de las consecuencias que la violencia etarra tiene para los individuos de a pie, en esta ocasión Muñoz se limita a utilizarlas como telón de fondo de una historia en la que el verdadero protagonista ni siquiera es un individuo, sino una lengua: el euskera. De ese modo, y teniendo como hilo conductor, siquiera como simple excusa, los poemas escritos en euskera que la adolescente Ana encuentra en el ordenador de su abuelo, los cuales despertarán en ella un inusitado interés ante el reto que supone intentar descifrar lo que se dice en una lengua que le es tan extraña como misteriosa, lo que de verdad se ofrece al lector es una declaración de amor a la lengua vasca y su cultura. Así pues, la historia del triángulo formado por Luis Areta y sus viejos y olvidados amigos Koldo y Leire, con los que se reencontrará en su San Sebastián natal con motivo del acto del que hablamos al principio, sólo sería un pretexto para intentar introducir al lector en castellano en todo lo relacionado con las susodichas lengua y cultura vascas. De hecho, el joven Luis Areta se acercó al mundo de la izquierda abertzale, en concreto al de los amigos de Leire y Koldo, todos ellos miembros de Jarrai —las juventudes de Herri Batasuna y la más que probada cantera de militantes de ETA—, tanto por la atracción que sentía por Leire como por su compromiso con el euskera, el cual creía compartir con aquel mundo de la izquierda abertzale hasta que un hecho luctuoso le hizo replantearse sus amistades y, sobre todo, alejarse lo máximo posible de aquel entorno en el que lo cultural parecía estar siempre supeditado a la política, puede que incluso a eso otro que denominaban, con tanta prosopopeya como inclemencia, “lucha armada”.

Dicho lo cual, es evidente que el autor no ha querido limitarse a la enésima entrega de una de esas historias que se supone que deben componer eso tan genérico como indefinido que hemos dado en llamar el “relato” de los “años de plomo”, expresión ya más que acuñada a fuerza de repetirla hasta la saciedad para hablar del período más crudo del terrorismo etarra, en este caso un relato tan crudo y realista como el que ya nos tenía acostumbrado en sus anteriores libros en euskera, y más en concreto un retrato de la juventud vasca y navarra de la época comprometida con la violencia terrorista, siquiera ya sólo de la que flirteó con todo lo que rodeaba al terrorismo etarra por las razones que fuera; como el propio Luis en su convicción de que la izquierda abertzale era la más comprometida con la defensa y el fomento de la lengua vasca. Un relato en el que contrasta el estilo directo y sin florituras, fiel hasta el extremo del lenguaje y los giros de la época, puede que incluso inspirado en aquel ambiente de rudeza extrema y no poca mugre ambiental y moral, la cual, por cierto, nos es tan familiar a los oriundos de aquellas tierras, un ecosistema de “barricada”, con ese otro relacionado ya en exclusiva con la literatura en general y la poesía en lengua vasca en particular. Se trata de un tono más relajado y hasta exquisito que, al centrarse en el descubrimiento que hace Ana de las poesías en euskera de su abuelo, sirve al autor para hablarnos no sólo de la belleza expresiva de la lengua vasca, recurriendo tanto a ejemplos clásicos como autores contemporáneos, sino incluso del poder evocador de la poesía para hacer la vida no más llevadera, sino más hermosa. No encontramos, a decir verdad, en una verdadera apología del euskera como lengua viva y sobre todo exótica, siquiera a oídos no euskaldunes, que contiene momentos en los que el que suscribe estas líneas no puede evitar experimentar cierto rubor.

Mei ha llevado el ordenador a la cocina y lo ha colocado sobre la mesa. Ahora come despacio el plato de paella mientras salta de un momento a otro. Cuando alguno reclama su atención, para, agranda el texto y lo lee en voz alta. Le fascina esa mezcla de consonantes inhabitual en castellano: tz, ts, tx… (página 102).

El lector que aquí escribe conoce ya de antemano ese mundo del euskera y la cultura vasca de los que habla el personaje de Luis con no poca delectación, por lo que tampoco descubre nada.

Como ya he dicho, se trata de la parte más introspectiva y a la vez exquisita del libro, sobre todo en contraste con esa otra lírica o casi de las canciones del llamado rock radical vasco de la época y que nos remite a los famosos eslóganes, cuando no verdaderos mantras, al estilo del “Martxa eta borroka” (Marcha y lucha) o el “Jaiak bai, borroka era bai” (Fiesta sí, lucha también). Luego ya, que Jokin Muñoz haya conseguido el que parece ser el verdadero propósito de esta novela, transmitir al lector el hechizo que el personaje de Ana siente por la poesía escrita en euskera, y acaso también parte de su afán de querer aprender todo lo posible acerca de ésta, y todo ello mezclado con la historia del triángulo amoroso entre los jóvenes jarraitxus y el buenazo de Luis con el terrorismo etarra de telón de fondo, pues ya es harina de otro costal. Servidor es incapaz de aventurar si el texto cumple su presunto objetivo porque no se siente un lector neutral, y menos ajeno, que se acerca a una historia donde le van a hablar de un mundo que desconoce y que hasta puede que acabe encandilándolo por su hipotético exotismo. A decir verdad, el lector que aquí escribe conoce ya de antemano ese mundo del euskera y la cultura vasca de los que habla el personaje de Luis con no poca delectación, por lo que tampoco descubre nada, sino que más bien contempla, a veces sin poder evitar hacerlo con el ceño fruncido, ciertas aseveraciones acerca de la lengua vasca y su literatura que a él se le antojaban excesivamente idealizadas, puede que con más ánimo panegirista que otra cosa. Con todo, se trata de un amor que también comparto y que por eso mismo insisto que llega a ruborizarme cuando lo veo descrito con tanto entusiasmo como, para qué negarlo, naturalidad. Entonces me digo que ojalá Sin tocar el suelo consiga ese propósito implícito de su autor de infundir el embeleso que siente él por el euskera al lector ajeno a nuestra lengua y su cultura, ese lector que además suele ser mayoritariamente monolingüe en castellano y por lo tanto expuesto al desprecio secular que ha existido en España hacia la lengua vasca al considerarla, así grosso modo, algo exclusivo de aldeanos poco o mal romanizados, una lengua sin valor alguno para la vida moderna, como mucho un objeto de museo y pare de contar, una lengua que además ha servido de coartada ideológica o sentimental al nacionalismo vasco que consideran excluyente sin ambages, y no digamos ya cómplice de los asesinos de ETA. Una lengua, pues, que ante todo, acaso para la plana mayor de los lectores castellanoparlantes, apenas es otra cosa que una excentricidad a la que se apegan cuatro románticos e incluso fanáticos de esos que odian a España y los españoles por principio, dado que por algo prefieren creer que ya no la habla nadie, todavía menos que nadie vive, ama, sufre o ríe pensando en ella teniendo a mano una lengua de la envergadura del castellano, todo ello, faltaría, con el único propósito de afianzar sus prejuicios recurriendo a la ignorancia como coartada. Pero claro, siempre se nos dice que, pese a la vigencia más que contrastada de todos esos prejuicios, incluso de la renovada hostilidad hacia todo lo que no sea castellano en exclusiva y que se percibe en muchas, demasiadas, manifestaciones públicas y particulares en ese país llamado España que no acaba de aceptar del todo su pluralidad identitaria, y más en concreto su diversidad y riqueza lingüística, siempre podrá haber un modesto nicho de lectores tan libres de esos prejuicios como proclive a interesarse por todo aquello que les es extraño. Un lector, además, que no esté dispuesto a aceptar como artículo de fe un relato sobre el conflicto vasco en el que el blanco y el negro no sólo sean la norma, sino también un calco inequívoco del discurso oficial y hasta institucional de una de las partes al estilo de Patria de Fernando Aramburu, o dicho de otra manera, aquello que en ningún momento contribuye a ampliar el punto de vista de las cosas con esa cosa tan molesta como son las dudas o los datos que cuestionan convicciones de piedra, sino más bien todo lo contrario. Siquiera ya sólo un número de lectores lo suficientemente sensibles a todo lo relacionado con la cultura para que podamos decir que este sentido empeño de Jokin Muñoz en acercar el euskera y su cultura a los erdaldunes, es decir, a aquellos que desconocen la lengua vasca, ha tenido éxito. Ojalá sea así, en serio; a mí en concreto nada me haría más ilusión que poder desdecirme de todos mis malos augurios al respecto.

Txema Arinas
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