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El retrato de Amado Nervo al Congreso uruguayo con el jazmín en la solapa

jueves 9 de julio de 2020
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Amado Nervo
La obra del artista Jorge Partida Brizo que representa al poeta Amado Nervo fue donada al Congreso de Uruguay en mayo de 2019. Fotografía: NTV

El retrato de Amado Nervo, obra de Jorge Partida Brizo, que fuera donado en el 2019 por el Gobierno del Estado de Nayarit, lugar de nacimiento del escritor, será ubicado en forma permanente en la Sala de Prensa del Palacio Legislativo del Uruguay.

Recordemos que el 24 de mayo del 2019 se cumplió un siglo del fallecimiento del escritor en Montevideo, donde desempeñaba funciones de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario representando a México ante los gobiernos de Uruguay y Argentina.

Tras la muerte del poeta mexicano, el Congreso uruguayo, además de decretar duelo nacional, interrumpió todos sus trabajos legislativos y se dedicó a leer sus poemas.

El escritor uruguayo Javier Volonté fue quien había presentado el petitorio para que el retrato de Nervo fuera ubicado en el Congreso o en la Biblioteca Nacional. En su momento dijo que gracias a Amado Nervo, Juana de Ibarbourou fue nombrada, en ese recinto, poetisa de América.

Añadió que Amado Nervo, además de novelista, poeta y dramaturgo, también escribió cuentos infantiles, crónicas teatrales y fue un brillante periodista. “Inventó el pseudónimo en periodismo. Los periodistas comenzaron a utilizar el pseudónimo después de Amado Nervo, como arma para defenderse de los estamentos del poder político, empresarial o económico. El primer seudónimo que utilizó Nervo, fue el de Rip-Rip”.

Tras la muerte del poeta mexicano, el Congreso uruguayo, además de decretar duelo nacional, interrumpió todos sus trabajos legislativos y se dedicó a leer sus poemas. Con posteridad se organizó una repatriación de sus restos, cuyas características fueron espectaculares, nunca antes visto en el mundo, salvo cuando falleció Víctor Hugo en Francia.

De este modo se está cumple con un hecho cultural de suma relevancia, que ha unido y entrelazado al pueblo uruguayo y mexicano. Como uruguayo-mexicano y hombre de letras me llena de satisfacción este hecho y me uno a este homenaje al bardo nayarita con el cuento de mi autoría titulado “El poeta del jazmín en la solapa”, en el que narro los últimos días de la vida de Amado Nervo en Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay.

 

El poeta del jazmín en la solapa

A la memoria de Amado Nervo (México, 1870; Uruguay, 1919)
A cien años de su fallecimiento (1919-2019)

Aquella tarde, al igual que otras, don Giuseppe cargaba su canasta de jazmines en el brazo izquierdo. La rambla montevideana se extendía hasta perder su serpentear en el horizonte.

Era domingo, ese día tan especial añorado durante toda la semana. No con el objetivo de las parejitas jóvenes que veía pasear alegremente de la mano y lanzarse miraditas provocativas y susurros al oído. Pero, ¿qué hacía él ahí?

Su pregón con acento siciliano, “jazmine, jazmine, jazmine, jazmine”, no sonaba extraño en un joven país que había abierto de par en par sus puertas a la inmigración. Por momentos la ciudad se comparaba con la Torre de Babel. Chispazos llegaban a su mente de la pobre infancia insular, una adolescencia en los olivares trabajando a brazo partido. Luego, la gran decisión: ir a “hacer la América”. Los comentarios vertidos en las cartas por los ya idos se hacían gigantes en las repeticiones de las madres del pueblo.

El viaje, él y Antonieta solitos con su amor y sus sueños hacia tierras extrañas; al poco tiempo, el accidente en la fábrica. Su saldo: la pérdida de la mano izquierda.

Adiós al trabajo, bienvenidas las necesidades. Y como si fuera poco, inmediatamente la enfermedad de Antonieta. Los pocos ahorros se fueron en medicinas, doctores y, para colmo de males, un desenlace trágico. Sólo le quedaba el consuelo de haberla amado como a nadie. La soledad se hacía insoportable, los recuerdos más…

Al ver esas parejas de jóvenes no se le despertaba envidia; era un hombre bueno; pero el pensamiento era que “no fueran a sufrir como él”. El domingo significaba buenas ventas y el recuerdo de las caminatas por la rambla con Antonieta. Sin importar clases sociales, la sociedad montevideana se encontraba allí en pleno las tardes de domingo. Los galanes obsequiaban blancos jazmines a sus amores.

Había decidido cambiar de sitio; la inauguración de la mole blanca, bautizada con el nombre de Parque Hotel, llamaba a los curiosos hasta formar multitudes que observaban el coloso de color blanco. Pasaban dos paseantes a su lado y comentaban lo maravilloso de la obra; oyó decir a uno de ellos que era “de estilo ecléctico y afrancesado”.

Corría el mes de abril de 1919, en Uruguay se vivían años de bonanza, exportando materias primas al viejo continente. La clase alta, a través de frecuentes viajes a Europa, adquiría un modelo de vida, a imagen y semejanza del parisino de la época, conocido como “Belle Époque”. Montevideo, su capital, se erguía, junto a su hermana Buenos Aires de allende el Plata, en centro económico y cultural del momento. Y Giuseppe aportaba jazmines…

Una tardecita otoñal, vio llegar a un hombre delgado, enjuto, de ojos tristes, calva pronunciada sobre la frente; traje gris impecable y un caminar lento, pausado.

Éste se inclinó sobre la canasta, le entregó un peso oro, tomó un jazmín y lo colocó en la solapa derecha del saco.

Giuseppe al querer darle su cambio, recibe como respuesta un leve ademán con la mano derecha y la palabra “gracias”. El caballero se retiró lentamente, cruzó la avenida seguido por la mirada del vendedor. Su pago correspondía a la venta de media canasta; sólo tomó una para colocarla en el ojal del saco.

Y entró en el Parque Hotel.

Giuseppe sonrió, tomó su canasta; la llegada del misterioso cliente coincidía con las últimas luces del día; un sol carmesí, moribundo, se reflejaba en el agua del Río de la Plata. Se fue caminando lentamente con el peso de los años a cuestas. Al día siguiente, decidió caminar por la rambla; la brisa se sentía fría, pronóstico de un invierno crudo y tempranero. Esta era la peor época del año para las ventas.

Su amigo Mario, el florista, después del accidente lo había metido en el negocio. “Venda jazmines, es como la flor nacional, a todos les encanta”. Había tomado la canasta que estaba arrumbada en un rincón del dormitorio; bueno, era un decir, era la única habitación multifuncional, exceptuando el baño.

Esa canasta era la que Antonia usaba para vender pannetone casero, que amasaba con sus propias manos. ¡Cómo extrañaba aquellos olores! Con esos recuerdos en su mente y sin darse cuenta llegó frente al Parque Hotel. Se sentó en el muro de cemento frío; la canasta a su lado parecía estar rebosante de copos de nieve.

A lo lejos se divisaba la Isla de las Flores. Según le contaron, llevaba el nombre por un ex presidente que hizo construir una cárcel en la misma para sus opositores. El vuelo de una gaviota, casi suspendida en el aire, parecía marcar el sendero por el que venía aquel hombre caminando.

Se le veía encorvado, con su mirada en el suelo. Al llegar donde Giuseppe, metió su mano en un bolsillo del saco, extrajo un peso de oro y tomó el jazmín; repitiendo el ademán de días anteriores, lo llevó hacia la solapa, colocando la flor. Con voz varonil agradeció y cruzó lentamente la calle, luego de dejar pasar un Ford T con su acostumbrado ruido, y se metió en el Parque Hotel. Don Giuseppe apenas alcanzó a contestar el saludo; nuevamente el caballero declinó recibir su cambio cortésmente. Al extraer la flor de la canasta, el amable caballero fue observado minuciosamente por el vendedor.

Éste miró atentamente una bandera en la solapa izquierda del saco del hombre. Tenía los mismos colores que los de su lejana Italia, se diferenciaban por lo que parecía ser un águila en el centro.

No se atrevió a preguntar.

Mueren los días, la brisa se convierte en frío, la acompañan lloviznas. El agua corre raudamente por los cristales de la ventana.

Giuseppe decide visitar a Gianni, un paisano que vende periódicos. Con él practica el trueque. Después de platicar sobre sueños no realizados y la muy lejana Italia, le deja un ramo de jazmines para su esposa y trae periódicos viejos con los que envolverá su mercancía.

Ha pasado el mediodía, sube al tranvía y regresa a casa. No ha parado de llover, otro día perdido. Deja los periódicos sobre la mesa, se prepara un té y se sienta a ojearlos. Toma al azar un ejemplar del diario El Día, el del Partido Colorado. Al ver la primera página, sus brazos se ponen tensos, la respiración se entrecorta, aprieta el periódico.

Ve la foto del hombre de mirada triste, el caballero misterioso; el titular a varias columnas rezaba: “Al amanecer de este día, los médicos rodeaban su lecho”. Entre ellos no había consuelo: lo inevitable era inminente. La dolorosa noticia circuló inmediatamente por toda la ciudad de Montevideo: el poeta Amado Nervo había fallecido en Uruguay. Se conoció la triste noticia en su patria lejana, el hermoso México y en el mundo.

Nubes oscuras epilogaban la jornada. Continúa lloviendo muy penosamente. Levantó los ojos del periódico en los que tenía lágrimas de verdad. Era él. El poeta del jazmín en la solapa.

¡Estaba muerto!

Washington Daniel Gorosito Pérez
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