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Bloomsday anticrisis

miércoles 16 de junio de 2021
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Bloomsday anticrisis, por Txema Arinas
Que suenen las gaitas y flautas por doquier; pero, sobre todo, que luzcan bien alto y claro las pancartas como las que suelen lucir durante el Bloomsday, siempre fiel a esa actitud tan irlandesa de sacar punta hasta de las situaciones más dramáticas de su historia. Fotografía: James Joyce Centre

El 16 de junio se celebrará un año más en Dublín el Bloomsday, el día de Leopold Bloom, el personaje central del Ulysses de Joyce. Se trata de un evento, fiesta o juerga de reminiscencias literarias que los declarados fanáticos del famoso libro del escritor irlandés celebran comiendo y bebiendo, sobre todo esto último, emulando a los protagonistas de la obra, eso o realizar distintos actos que tengan su paralelismo en la novela. Hablamos, por lo tanto, al menos en apariencia, de una fiesta para iniciados, para exquisitos incluso, gente de letras o que usan de ellas, puede que sólo inveterados parranderos y para de contar. Pero no tanto, no, siendo como es el Ulysses de Joyce el libro más importante del siglo XX, para la mayoría de los entendidos el antes y después de la literatura contemporánea, aquella en la que su autor puso patas arriba, a fuerza de ingenio y mucho delirio alcohólico, todos los esquemas de la novela tradicional, la fama del evento trasciende el siempre reducido grupo de los letraheridos —versión extendida y a estas alturas ya añeja de los actuales gafapastas— para convertirse en un referente estrictamente dublinés, quiero decir, dejando a un lado el innegable reclamo turístico de la conmemoración, también una ocasión como cualquier otra para cogerse una buena manga a la salud de uno de los ilustres del país. De ese modo, no sólo los dublineses con ínfulas intelectuales, gentedelmundodelacultura según la síncopa habitual de un conocido escritor navarro, sino también mucho guiri con las mismas ínfulas (a destacar la expedición anual española de literatos, plumillas de suplementos literarios, chupatintas del mundo editorial y demás comediantes, entre los que destaca el joyciano confeso Enrique Vila-Matas) acuden como moscas a la fábrica de Guinness en esta fecha. Vale que el evento —palabro tan horrible e incorrecto como asentado para estas cosas— quiera reivindicar su carácter literario, serio e incluso pomposo, con cierta ceremonia entre los miembros de los diferentes clubes de lectura del Ulysses que existen (cosa muy común en el mundo anglosajón que consiste en reunirse con un grupo de amigos a leer párrafos de una obra entre copas y tapas, si bien siempre más de lo primero que de lo segundo), pero la cruda realidad es que la fiesta ha alcanzado tanta repercusión que ya apenas es otra cosa —insisto que dejando a un lado los cuatro letraheridos que se la toman en serio, oh, oh—, que una excusa como otra cualquiera para ponerse tibios con cerveza negra y “whiskey” a imagen y semejanza de lo que hacían los personajes del Ulysses a lo largo de la jornada durante la que transcurría toda la historia del libro en sus casi setecientas hojas. Que luego la mayoría de participantes de tan peculiar craic (término gaélico de uso habitual en el inglés de la isla esmeralda para la juerga y que, por lo que se ve, utilizan los irlandeses una media docena de veces al día, ya sea para recordar la que se van a pegar esa misma noche o para jurar que no volverán a celebrar ninguna más después de la de la noche anterior) apenas se limiten a cumplir con el rito del papeo de los riñones al oporto, es de lo más normal, están los tiempos, en la vieja Eire como en cualquier otra parte del mundo, como para darle al frasco con ganas cualquiera que sea el motivo. Y mira que los hay de sobra, ya sea ahora con la pandemia o cuando les intervinieron el país porque, de repente, se les acabó el cachondeo financiero, la sensación de haber salido del furgón de cola tradicional, donde habían estado hasta hacía cuatro días con sus pintas y sus patatas, para ponerse a la cabeza en plan dejen paso al tigre celta, ¡ojo!, que arraso con industrias informáticas y farmacéuticas, como si le hubiera tocado la Loto en versión inversión norteamericana y buenas dosis de alquimia financiera para hacer la competencia desleal a las haciendas del resto del mundo. Como que hubo un momento en que uno temió la desaparición de Irlanda y los irlandeses tal como los conocíamos, como mandaba el canon de los tópicos de rigor asentados durante décadas a través de la literatura, el cine o la música. Me refiero, claro está, a ese irónico sentido de la supervivencia, la rebeldía irónica y etílica frente a la adversidad, ese afrontar el día a día de la penuria entre una pinta y otra. Con la prosperidad como recién caída del cielo temíamos la pérdida definitiva del ingenio creativo y sobre todo humorístico que provoca la realidad sin otro horizonte que el seguir vivo y poco más. Porque llegaron a creérselo, vaya que sí, que ya eran ricos, de golpe en primera línea y hasta dando la espalda a sus vecinos británicos e incluso a los alemanes; que “semos” ricos, “semos” ricos, me pido una chacha polaca para que me limpie la casa por primera vez desde que entré en ella, y me voy de vacatas a Ibiza un par de meses como hacían los amos ingleses que aparecían por la campiña irlandesa en verano durante los tiempos de la colonia, los landlors que se quedaron con el país cuando prohibieron a los católicos la propiedad de la tierra. Pues mira tú por dónde, no es que no fuera para tanto, es que en su conjunto pareció un cuento chino, si casi no se lo creía nadie, pero durante un tiempo dio el pego, parecía que se habían hecho alemanes, y luego ibas allí y el lunes no aparecía ni Dios por el curro porque seguían siendo irlandeses y el craic del Domingo a la tarde es sagrado, si eso ya me pido libre la mañana del día siguiente, total, paga cualquiera de las multinacionales que se han adueñado de la isla, las que meten el dinero para que los demás se crean que nos hemos hecho ricos. Exacto, seguían siendo irlandeses en precario como los que pululan por el Ulysses de Joyce, jóvenes suficientemente preparados como inadaptados a la vida adulta a imagen y semejanza de Stephen Dedalus tirando con trabajos de chichinabo porque no hay otra cosa. Y como él también sus amigos soñando con una nueva y próspera vida fuera de la isla. O ese judío errante, por alrededor de Dublín, claro está, llamado Leopold Bloom, el Ulysses que sabe que Penélope nunca le espera en casa y por eso dilata el regreso a su Ítaca de mierda deambulando por las calles de la ciudad con las consabidas paradas de posta en pubes convertidos hoy en templos más turísticos que literarios. En cualquier caso, la vida ya no como un proyecto sino como un fracaso, ya no más sueños que aquellos que hacen olvidar este sufrimiento cotidiano, el rechazo medio velado de sus semejantes por ser medio judío como ahora lo sufren allí el polaco o el checo también por el sólo y siempre anecdótico hecho de ser extranjeros. Esto por lo que respecta a los dos protagonistas del Ulysses pues, si miramos a los que aparecen y desaparecen durante aquella larga jornada del 16 de junio de 1904, encontraremos de todo y con todo, he ahí la grandeza de esta novela, como de lo pequeño, lo local y hasta aparentemente intrascendente, vemos desfilar toda la grandeza y miseria de nuestro mundo y, más en concreto, de la especie humana. Anda que no hay, pues, motivos de sobra para celebrar el Bloomsday todos los años, que corran las pintas a cuenta de Angy Merkel, del FMI, la OMS o de quien sea. Y que suenen las gaitas y flautas por doquier; pero, sobre todo, que luzcan bien alto y claro las pancartas como las que suelen lucir durante el Bloomsday, siempre fiel a esa actitud tan irlandesa de sacar punta hasta de las situaciones más dramáticas de su historia, el sarcasmo del rebelde embotijado proclama a los cuatro vientos que “la señora Bloom dice sí a la justicia económica y el señor Bloom dice no al FMI y al rescate capitalista”. Al fin y al cabo, ya se lo decía un camarero a un anónimo reportero español comentando la cosa esta de la crisis financiera, facinerosa más bien, de entonces, también la sanitaria de ahora: “Los irlandeses no somos como otros europeos: nosotros ponemos cara de preocupación y luego pedimos otra copa”.

Txema Arinas
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