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Amo a Dovlátov

martes 7 de diciembre de 2021
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Serguéi Dovlátov
En la obra de Serguéi Dovlátov, el humor y la ternura son elementos esenciales para enfrentarse a la realidad.

—Hace un año, Tarasevich me habló de un trabajo fijo:

—¿Sabes que Kleiner está en el hospital? Está en apuros.

Le pregunté:

—¿Hay esperanza?

—El ochenta y nueve por ciento. Es decir, un puesto de trabajo quedará vacante.

—Preguntaba si había alguna esperanza de curarlo.

—No lo creo. Es una lástima, era un buen hombre. Y no se parecía a usted, era un anticomunista.

Serguéi Dovlátov, Filial

Acabo de terminar La sucursal (1990), de Serguéi Dovlátov (Ufá, 3 de septiembre de 1941; Nueva York, 24 de agosto de 1990), escritor ruso que tras ser expulsado de la Unión de Periodistas Soviéticos en 1978 emigró a Nueva York, donde fue redactor jefe del periódico ruso The New American.. Es el tercer libro que leo del escritor ruso junto con El compromiso (1981), La zona (1982) y La maleta (1986), y estoy muy contento porque puedo afirmar que he disfrutado una vez más con el relato tan mordaz como tierno que Dovlátov hace de su cotidianidad, ya sea la de su vida en Rusia, de la que no deja títere con cabeza a la hora de describir los absurdos y contradicciones del régimen soviético, a fin de cuentas las mismas a las que tiene que enfrentarse cualquier ciudadano de regímenes que por autoritarios casi siempre son también arbitrarios y de los que no faltan ejemplos todavía hoy en día a lo largo y ancho de nuestro planeta sin importar el tipo de ideología que los justifica a izquierda o derecha de espectro político, como la de su exilio en Estados Unidos como un expatriado que nunca llegó a adaptarse del todo a su nuevo destino. Ni más ni menos que el sino también en nuestros días al que están condenadas miles de personas para las que la vida en sus países de origen se vuelve insoportable por culpa de las tiranías más o menos camufladas ante las que parece no haber otra alternativa que someterse o resistir hasta que no se puede más y no queda otra salida que elegir el camino del exilio. Se trata de una serie de relatos sobre su experiencia como exiliado en Estados Unidos y, más en concreto, como redactor de una radio en lengua rusa dirigida a la comunidad de rusos expatriados en aquel país. Una colección de relatos en los que, como de costumbre, la ironía y la melancolía se entrecruzan y se entremezclan de continuo, dando origen a ese retrato descarnado de la realidad, y a veces hasta desganado, que es la característica principal del muy peculiar estilo de Dovlátov, casi que haciendo justicia a su propio aspecto físico de gigantón medio desaliñado de eterna mirada melancólica. Es posible que en este libro, titulado La sucursal, y dado tanto su carácter de crónica de un exilio como de recuerdos desde el exilio, Dovlátov haya añadido más gotas de melancolía de lo habitual a sus textos, si bien siempre en dura pugna con esa ironía predominante en sus libros escritos durante su período como periodista a sueldo del gobierno soviético. En cualquier caso, se trata de una melancolía tan recurrente en tantos otros autores rusos, a la par que fina y acaso esencialmente rusa, como por eso mismo también humorística, algo así como la broma tan inopinada como espontánea a cuenta del muerto durante el velatorio. Al fin y al cabo, Dovlátov alterna la vida extranjera, es decir, los primeros años de vida en Estados Unidos, con sus recuerdos de de la Unión Soviética antes de marcharse al extranjero. Y por si fuera poco, en La sucursal Dovlátov nos cuenta la historia del gran amor de su vida, la mujer que conoció de joven en Rusia y a la que, como un verdadero milagro sin intervención de ente supremo alguno, reencontró en el extranjero.

Dovlátov no ganó el Premio Nobel por ser un destacado símbolo de la literatura disidente soviética o por haber escrito el Guerra y paz de su generación.

En cualquier caso, La sucursal es un ejemplo perfecto de la escritura de Serguéi Dovlátov, un autor por el que siento verdadera devoción desde que leí El compromiso y ya no pude dejar de buscar el resto de sus libros traducidos a cualquiera de las lenguas en las que más o menos puedo leer. Subrayo esto último porque Dovlátov, a pesar de la excelencia reconocida por una multitud de críticos y amantes de la literatura a lo largo y ancho del mundo, no es precisamente un autor muy traducido en lengua castellana y todavía menos promocionado. Faltan muchas de sus obras por ser traducidas al castellano y sobre todo por editoriales grandes que puedan hacer llegar al gran público el que yo también considero como el último de los grandes escritores rusos.

Lo confieso como si todavía fuera un adolescente proclive a extasiarse con estas cosas, amo a Serguéi Dovlátov, sí. Me encanta saber que su escritura puede parecer ligera en comparación con la de los grandes escritores rusos, tanto por el tono mucho más coloquial y directo que el de éstos, en especial aquellos que le precedieron en su propio siglo XX, como por los temas supuestamente triviales que trata. Dovlátov no escribe grandes y pesados libros en los que se hace inventario de las desgracias históricas a lo largo del convulso siglo XX ruso al estilo de los largos y violentos dramas de Pasternak o como el tan meticuloso como plomizo Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn. Dovlátov no ganó el Premio Nobel por ser un destacado símbolo de la literatura disidente soviética o por haber escrito el Guerra y paz de su generación y por lo tanto considerado de inmediato un clásico contemporáneo por unos académicos omnicomprensivos y, sobre todo, necesitados de un gran referente al que adjudicar el título de cronista ruso del siglo XX —si bien estoy convencido de que La maleta es un auténtico clásico de la literatura disidente soviética. Empero, y al menos en mi opinión, Dovlátov fue el mayor y quizás el más eficaz disidente, dado que su disidencia es muy sutil en contraste con otros disidentes más centrados en los grandes temas de la política rusa del pasado siglo y que apenas se percataban, o dedicaban su atención, a las supuestas nimiedades de la vida cotidiana en la Unión Soviética. Más aún, en comparación con la obra de Pasternak, tan seria, tan comprometida y sobre todo tan valiente, así como era tan enérgica e insobornable la de Solzhenitsyn, o emotiva y descarnada la de Vasili Grossman, a quien también amo vivamente, la de Dovlátov, intencionadamente o no, se nos antoja en apariencia poco contundente, puede que hasta tímida, en su denuncia de las inequidades del sistema soviético, como si fuera consciente de que se la jugaba en cada línea y de ahí la necesidad de hacer pasar la crítica por una simple broma, de camuflarla entre la socarronería de sus personajes o el absurdo casi kafkiano de las situaciones descritas. De ese modo, parecería que Dovlátov sólo quiere hacer reír al lector, como si ese y no otro fuera su objetivo principal, con lo que podríamos pensar en un primer momento que nos encontramos ante un escritor vulgar y mediocre, el cual no muestra ninguna ambición literaria y que, por eso mismo, no nos cuenta más que nimiedades o excentricidades sobre la vida cotidiana en la Unión Soviética.

Sin embargo, esa es precisamente la medida de la literatura de Dovlátov, su capacidad para hablar de supuestas bagatelas sobre su día a día, las miserias cotidianas de sus coetáneos y ciertas intrigas contadas como de pasada, poniendo de manifiesto los temores, los malentendidos, los disparates y las avaricias que provocaba entre los ciudadanos un régimen despótico y arbitrario como el de la Unión Soviética y por extensión de cualquiera que se le parezca. No obstante, si hay algo digno de apreciarse en esa capacidad de Dovlátov es que el humor y la ternura son elementos esenciales para enfrentarse a la realidad. Dos elementos imprescindibles para hacer digerible el relato de una realidad tan inicua y mustia como la soviética, y con los que Dovlátov consigue una escritura tan divertida como conmovedora. Podríamos decir que la clave del éxito de la escritura de Dovlátov es que primero nos hace reír incluso a carcajadas, y luego, en cuanto nos tomamos el tiempo necesario para reflexionar sobre lo leído, se nos hiela esa risa.

Yo amo a Dovlátov, sí, porque gracias a él me he reído como nunca leyendo a un ruso que no desmerece en nada a esos otros clásicos con los que me he educado como lector.

Así pues, cómo no amar al escritor Dovlátov, que te ofrece una escritura divertida como conmovedora, y que al mismo tiempo te hace reflexionar profundamente sobre lo que has leído, carcajadas cargadas de preguntas. Y todavía hay un motivo más para amar sinceramente a Dovlátov: se atreve a oficiar de protagonista en estos relatos tan sinceros como comprometidos. En efecto, es el propio Dovlátov, ya sea de veras o no, quien se presenta como el personaje de carne y hueso que constantemente se mete en todas las salsas de las que nos habla, ya sea como protagonista o simple testigo. Por eso nos afligimos con sus desgracias y hasta nos emborrachamos con él sin darnos cuenta, porque todo lo narrado es de una verosimilitud que nos conmueve por muy absurdas que sean la mayoría de las cosas que se cuentan en sus relatos, acaso por eso mismo.

Yo amo a Dovlátov, sí, porque gracias a él me he reído como nunca leyendo a un ruso que no desmerece en nada a esos otros clásicos con los que me he educado como lector, que recuerda en su uso del sentido del humor incluso a Mijaíl Bulgákov, Iván Turguénev y hasta al propio Nikolái Gógol, siquiera también porque gracias a él he podido profundizar, como nunca antes, en las circunstancias verdaderamente extrañas, tan curiosas como paradójicas, y sobre todo desconocidas, del día a día de la sociedad soviética, y así poder extrapolarlas a cualquier otro sistema del mismo calado. Por eso y porque he vuelto a constatar gracias a Dovlátov que la ironía, con y sin vitriolo, y la ternura, siempre en su medida, pueden conjugarse perfectamente sin caer en la vulgaridad, esto es, sin renunciar a la Literatura con mayúscula.

Txema Arinas
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