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Para que yo me coma las estrellas

martes 17 de mayo de 2022
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Aquiles Nazoa
El escritor venezolano Aquiles Nazoa nació en Caracas el 17 de mayo de 1920 y falleció en la misma ciudad el 26 de abril de 1976.

Mi madre en un pueblito de recuerdos

Aquiles Nazoa

Mi madre vive en un pueblito de recuerdos; yo algunos domingos me subo en el elefante del Libro Mantilla para ir a visitarla.

Allí vive mi madre entre las cuentas de colores que con los años se le han ido cayendo como hermosas gotas de sangre de su corazón.

Allí está ella pensativa, allí está ella muy joven y elegantemente triste, a tono su tristeza con la melancolía de la hora en que atardece en su pueblito de recuerdos.

Yo, que amé siempre la tarde, pienso que a la envejecida luz de esa hora mi madre es el alma misma de la tarde; y cuando en esa actitud la he encontrado, me vuelvo de puntillas y llego a casa contando que en el pueblito de recuerdos donde vive mi madre, la tarde permaneció hoy largo rato con la mano en la mejilla.

Allí, como entre vestigios de jardín, vive mi madre entre sus últimos ovillos de sedalina, entre los irisados témpanos de cristal de la lámpara que nunca se compuso, junto a la cruz de palma bendita que en otros años poníamos en el patio dentro de un plato de agua cuando había tormenta.

Hay algo allí de primavera archivada, serán las flores secas que también hay, o bien aquella mota que aunque ya sin polvera conserva su ampulosidad de bailarina que ha engordado; en todo caso, será de tanto vivir entre esas cosas por lo que la mirada de mi madre es lejanamente dulce y vagamente apagada, como sería, si uno pudiera verlo, el nostálgico aroma de las galleticas Palmer’s. A veces mi madre y yo nos vamos pueblo adentro, oyendo bajo nuestras pisadas el crujir de oro de las hojas secas, nos vamos a lo largo de ese territorio de oro, a veces ella y yo nos vamos, mirando yo caer las hojas secas que a lo largo de años y años de vivir en su pueblito de recuerdos, se le han ido desprendiendo de su anticuado vestido de flores a mi madre.

Vamos en un tranvía bajo la lluvia, pasajeros los dos de un puente que ella le dijo a papá que parecía un barco, mi madre quiere que nos detengamos donde está el vendedor de granizado para que yo me coma las estrellas. Ahora me sube a su hombro para que yo contemple por la primera vez un río. Pero el fulgor de sus cabellos me resultó más fascinante, pues como era ya la noche y era marzo, y apareció la luna bajísima e inmensa, yo por la primera vez vi el mar, lo vi dormido de mi madre en los líquidos cabellos.

Ahora llegamos al momento en que yo no he nacido. Ahora mi madre está tendida sobre el mundo, y el amor la agasaja de perfumes como a la tierra un río de duraznos; dócil, pluvial, arbórea, taza de leche enamorada, está ahora tendida allí mi madre, cuna de flores el dulce cuenco de su vientre para tornear —suavísima alfarera— la sustancia de siglos que cantando la nombra en la palabra de mi padre.

Madre, pequeña fábrica de amor, mansa esposa del Tiempo, milagro de tu carne fue darle forma humana a las tinieblas y recoger la noche en tus entrañas para levantarla como una espiga hacia la aurora.

Yo lo sé, yo lo sé, porque mis ojos, yo lo sé, no han conocido estrellas más suntuosas, ni mañanas más claras, ni flores más augustas, ni en fin nubes, que las que aprendí desde tu cuerpo a mirar a través de tu mirada.

 

“La letra no reposa en la página:
memoria la levanta,
monumento de viento.
¿Y quién recuerda a la memoria,
quién la levanta, dónde se implanta?
Fuente de claridad, alumbramiento,
la memoria es raíz en la tiniebla”
Octavio Paz

¿Qué puede ser más poético que comerse las estrellas? Basta esta imagen para desatar elucubraciones acerca de las maneras en las cuales algo así podría suceder, y que seguramente entiende sólo un venezolano. Releer este verso en el poema “Mi madre en un pueblito de recuerdos”, de Aquiles Nazoa (1920-1976), es parte de un festín que incluye el banquete con las estrellas y que además permite que se encienda una constelación de recuerdos apelando a la memoria.

Sin duda, la memoria puede fungir como esa materia oscura donde quedan colgadas las estrellas de nuestros recuerdos y más aún cuando están asociados a una persona tan especial como lo es la madre, cuya imagen parece que la dibujara un niño.

Además el poema me hace recordar esos juguetes que muestran colores apenas los tocamos. Desde el inicio encontramos pistas que se van encendiendo apenas tocamos las palabras. Sólo el nombre es una gran metáfora, capaz de levantar en nuestro imaginario el lugar evocado por el poeta, que parece tener un toque de magia y fantasía, al cual se puede entrar subido “en el elefante del Libro de Mantilla”, el libro de cabecera para iniciarse en la lectura, como si el lugar que habitara la madre fuese un libro de cuentos, y siendo las madres quienes nos inician en la lectura, es de su mano con la que nos adentramos en este pueblo.

Comerse estas estrellas desde la memoria es recorrer el cuerpo del mundo encarnado en la figura materna.

Cada pedazo del pueblito es la madre, ella es “el alma misma de la tarde”, las hojas secas que se oyen crujir “se le han ido desprendiendo de su anticuado vestido de flores a mi madre”. Las imágenes que apreciamos son pinceladas que dibujan sus diferentes facetas: la mujer nostálgica que contempla el atardecer, “la tejedora entre sus últimos ovillos de sedalina”… Pero además, de la mano de imágenes sensoriales visuales, auditivas, olfativas, táctiles y gustativas, encontramos una serie de objetos, a partir de los cuales ese pueblito de recuerdos se vuelve tan cercano que lo podemos apreciar con cada uno de nuestros sentidos: “los irisados témpanos de cristal de la lámpara”, “la cruz de palma bendita que en otros años poníamos en el patio dentro de un plato de agua”, “las flores secas”, “el nostálgico aroma de las galleticas Palmer’s”. Imágenes que van tejiendo un universo de sensaciones y significaciones afectivas en torno a la figura materna y que a la vez van encendiendo sus luces en los lectores.

El recorrido que hacemos a lo largo de este pueblito de recuerdos nos lleva hasta el momento de su nacimiento, de su concepción, describiendo en forma delicada y sutil el encuentro amoroso con el padre; es, de alguna manera, una concepción cósmica fundada en la palabra de su padre. Entonces la figura de la madre se transforma en una “cuna de flores” y pasa a ser una alfarera que moldea su obra de arte: el hijo, que ahora la hace trascendente por medio del poema, ella es entonces la puerta al universo, porque jamás ha visto “estrellas suntuosas”, “como las que aprendí desde tu cuerpo a mirar a través de tu mirada”.

Aquiles Nazoa nos da, a su vez, pinceladas de la Caracas de antaño, la del tranvía, la del río limpio, la de los puentes, la del vendedor de granizados, todo bajo la mirada dulce e impregnada de amor de un niño que va sobre los hombros de su madre y contempla la ciudad desde el lugar desde el cual miran los niños: desde el asombro. Comerse estas estrellas desde la memoria es recorrer el cuerpo del mundo encarnado en la figura materna; es ella quien llena la ciudad de significados y de poesía: “Madre, pequeña fábrica de amor, mansa esposa del Tiempo, milagro de tu carne fue darle forma humana a las tinieblas”.

Beatriz Peñaloza
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