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Abdón Ubidia:
“Lo que tengo… es un gran acervo de información científica”

domingo 9 de mayo de 2021
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Abdón Ubidia
Abdón Ubidia: “Ahora no podemos vivir al margen de la tecnociencia”.

Abdón Ubidia nació en Quito, Ecuador, en 1944. Es narrador, ensayista, crítico y autor de investigaciones relacionadas con la literatura oral como El cuento popular (1997) y La poesía popular (1982). Su obra narrativa se desgrana en dos vertientes. Por un lado, una producción de inflexión realista, apegada a lo local y al ambiente urbano quiteño; es el caso del volumen de relatos Bajo el mismo extraño cielo (1979, Premio Nacional de Literatura) y de novelas como Ciudad de invierno (1979), Sueño de lobos (1986, Premio Nacional al mejor libro del año), La madriguera (2004, seleccionada al Premio Rómulo Gallegos) y Callada como la muerte (2012). Por otra parte, cultiva una escritura direccionada a la ciencia ficción y el fantástico. En esa línea se coloca su serie Divertinventos, compuesta por cuatro tomos: Divertinventos o Libro de fantasías y utopías (1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana (2008) y Tiempo, ficción filosófica y científica (2015). Dentro de su labor ensayística, se encuentran su libro Referentes (2000) —agudo análisis sobre las prácticas del saber y la cultura en el escenario del capitalismo tardío— y su obra crítica acerca de las corrientes narrativas ecuatorianas, El cristal con que se mira (en espera de publicación).

En el contexto de la pandemia que nos atraviesa y fortifica el peso divisorio de los lindes geopolíticos, la virtualidad se ofreció como espacio propicio para la conversación, para el tendido de puentes. Esta entrevista, en la que nos interesó focalizar la modulación fantástica y de ciencia ficción de Ubidia, se llevó a cabo el 25 y el 26 de septiembre de 2020, encuentros donde despuntaron la disposición al diálogo y la cordialidad del reconocido escritor ecuatoriano.

 

Comprobé que no se puede escribir nada superficial por más que uno intente.

Tus cuatro tomos de relatos que rozan o se hunden en la ciencia ficción están recogidos dentro de una serie que denominaste Divertinventos. ¿Por qué ese título?

Tengo una obra como repartida en dos líneas totalmente distintas, emparentadas lejanamente por sus contradicciones: una literatura absolutamente local, quiteña, que me ha permitido hacer cinco novelas, entre grandes y pequeñas, y muchos cuentos sobre mi ciudad. Los dramas podrían ocurrir en cualquier parte pero el escenario no, y he sido muy puntilloso en escribir, a veces, escenarios hiperrealistas para que la historia flote después con cierta legitimidad.

Por otro lado, en el año 89 me doy cuenta de que se me ocurren unas locuras que no tenía dónde poner en ese tipo de literatura realista y empiezo a publicar estos divertinventos. El primer libro lo publicó un editor que se iba del país, de la editorial Grijalbo, y le pusimos así, Divertinventos, libro de fantasías y utopías. Entonces, de pronto, ¿qué era eso? Se acercaba a la ciencia ficción, pero no tanto, a la anticipación también y hacia estos temas filosóficos. Y pensé: con esto vamos a hacer algo y le vamos a poner un nombre, un nombre con divertimento, que fue la primera intención. Divertimento que, en un primer momento, creí superficial. Después comprobé que no se puede escribir nada superficial por más que uno intente. Luego recordé: Pero si yo de niño era inventor —pues siempre inventaba cosas que ya habían sido inventadas—, entonces voy a hacerme un homenaje. Así que junté la palabra “divertimento” con “invento” y salió “divertinvento”. Son los artefactos que ustedes conocen.

 

En una entrevista que te hicieron este año en Radio Indoamérica dijiste que, para la línea de tu producción afín a la ciencia ficción, te ocupás de estar al tanto de las novedades científicas. ¿Cómo asumís ese compromiso?

Hay un hecho real —y esto vale también para mi literatura urbana—: ahora no podemos vivir al margen de la tecnociencia. Digamos en dos niveles, un nivel estructural, realista: estamos comunicados por Zoom, tenemos teléfono celular, computadora, luz eléctrica… Es decir, la tecnociencia es una realidad concreta. Pero también opera a nivel ideológico. La única religión real a partir del siglo XX que no admite discusión —religión en el sentido de verdad revelada— es la tecnociencia. “Los científicos dicen” es una expresión que invalida cualquier argumento; es una especie de bendición. Creemos en la tecnociencia y, sobre todo, hemos confiado en la tecnociencia como el porvenir único que espera a la humanidad. Entonces me parece inevitable conocer hechos muy actuales de la ciencia y de la tecnología.

Además, siempre me ha interesado. No soy científico, pero la inquietud y la posibilidad de acercarme a textos científicos se me dio con frecuencia. En este sentido, tengo contradicciones con mis amigos practicantes de la ciencia ficción porque algunos se preguntan para qué la ciencia. Piensan que es sólo una excusa para ponerse a escribir. Yo les trato de convencer con estos argumentos, pues para mí es necesario tener una conciencia de lo que estamos viviendo, una conciencia de que no podemos prescindir de esos elementos.

 

¿Qué títulos podrías citar como frutos de esas investigaciones?

Les diría que en casi todo lo que escribo siempre saldrán trazas de esa nueva realidad, con especial énfasis en Divertinventos. Por ejemplo, en “Opiniones de un neandertal”. Recuerdo que cuando se me ocurrió leí todo lo que podía sobre el tema. Lo que me llamó la atención fue el hecho de que, aparentemente, los neandertales se extinguieron hace cuarenta mil o treinta mil años, justo cuando nosotros, los descendientes de los cromañones, los Homo sapiens sapiens, empezamos a habitar todo lo que es Europa y Asia. Entonces ¿qué pasó? Es posible, es verosímil pensar que una especie eliminó a otra. Yo me acerqué a algunos científicos de acá y les consulté mis dudas y mis inquietudes; conversamos largamente. A uno de ellos, al doctor César Paz y Miño, que es aquí una autoridad, le di a leer mi texto y me dijo que estaba bien, me corrigió unas dos o tres cosas y así salió. Pero había una base científica que me movió a hacer investigaciones por mi cuenta y a recaudar información. El hecho de no ser científico no me exime de estar informado. Lo que tengo, sí, con cierto orgullo puedo decirlo, es un gran acervo de información científica.

 

Me apresté a estudiar con fuerza la literatura de mi país alrededor del 79, cuando me propuse hacer un libro serio de literatura de Ecuador y me encerré un año entero a escribir.

En tu escritura se exhiben algunas de tus influencias por mención explícita, como Borges, Bioy Casares, Mary Shelley, Asimov, Bradbury. Otras aparecen de modo implícito, por proximidad temática, como El extraño caso de Benjamin Button de Scott Fitzgerald en los cuentos “De la genética y sus logros” o “Del tiempo y las edades”. ¿Qué otros autores podrías sumar a la serie? ¿Algún ecuatoriano?

Empecemos mencionando las influencias que nos han llegado de fuera —y lo que vale para mí vale para toda mi generación. Nosotros fuimos formados en la época del Boom de la literatura latinoamericana y ese peso es indudable porque también nos mostró la literatura urbana. De una manera u otra están presentes por ahí Cortázar, por ahí Borges, ojalá que no de un modo tan insolente como puede ser un plagio, pero están.

Después, ustedes me hablaban de dos relatos específicos que tratan un tema ya visitado, como decía Borges, por algunos escritores. Tal vez el primero es Samuel Butler, allá en el siglo XIX; después, por supuesto, Scott Fitzgerald, y luego Carpentier con Viaje a la semilla. Entonces en primer lugar por ignorancia —veinticinco años atrás sólo sabía lo de Carpentier— y en segundo lugar por insolencia, me pregunté por qué no, quién me prohíbe que incursione en el tema del retorno en las edades. Las influencias están ahí. No sé si las ecuatorianas, porque me apresté a estudiar con fuerza la literatura de mi país alrededor del 79, cuando me propuse hacer un libro serio de literatura de Ecuador y me encerré un año entero a escribir. Un poco fue porque tenía un convenio: eso iba a salir publicado. Pero pasó el año y el proyecto se dañó y quedó todo ahí. Entretanto, el tiempo pasaba y los nuevos autores venían y me atrasé. En todo caso, de la literatura de Ecuador, que ahora sí conozco bien, hay, inevitablemente, una cercanía muy grande con Pablo Palacio. Creo que en todos nosotros. Palacio ha sido muy especial: esa mirada insólita, algo burlona, a veces de humor negro, en todo caso irreverente, y esa anticipación de los temas urbanos hace que sea una influencia inevitable.

 

Hay otros latinoamericanos, los considerados maestros de la nueva novela —para no referirnos al Boom en tanto fenómeno de mercado. Entre otros, Carlos Fuentes, José Donoso, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier. Varios de sus textos “anticipan” la nueva narrativa. ¿Incidieron en tu formación?

Es cierto que ese fenómeno llamado Boom se convirtió en un negocio editorial, pero porque había material, había grandes escritores que se podían publicar. Aunque antes de ellos hubo otros que pesaron mucho en nuestra formación. Por ejemplo, Asturias, que tuvo el premio Nobel y que anticipó el realismo mágico. Rulfo, maravilloso escritor de dos libros de otro tipo de realismo mágico. Después, ya a la altura de los 60, encontramos en Brasil una figura enorme como Guimarães Rosa, que es un antirrealista mágico, por decirlo así, que abreva del folklore riquísimo del noreste brasileño. Además de Fuentes, contamos con otros escritores mexicanos que no son tan conocidos, como Salvador Elizondo, muy experimentalista. Y, por supuesto, los grandes poetas, centroamericanos sobre todo, como Roque Dalton. Así es que yo creo que la literatura latinoamericana tiene una fuerza muy grande, que viene desde antes del Boom, y que se prolonga. El caso de Bolaño es emblemático.

 

Hablaste varias veces de “realismo mágico”, categoría discutida, objeto de polémicas, negada, reformulada a lo largo de tiempo. ¿Acordás con los rasgos generales que le han atribuido?

Por supuesto. Es una de las corrientes que abordo en El cristal con que se mira. Creo que el realismo mágico vino a reemplazar o a prolongar la literatura latinoamericana del realismo social. Recuerdo que cuando Cortázar vino a Ecuador, dijo: Pero si aprendimos leyendo a Icaza y luego tuvimos que matarlo dulcemente. Entonces me pregunto qué pasó y la respuesta es que el afán de los escritores del realismo social era el de capturar el mundo objetivo. El mundo narrado debía ser igual al mundo real. Había un propósito de inventario: inventariar el país, sus escenarios, sus paisajes, sus gentes, sus costumbres. Sin embargo, ese paradigma no podía asumir el tema de las tradiciones orales porque estaba sujeto a un principio de objetividad y no podía tomar el mundo mágico de gentes para las cuales sí es real ese mundo de aparecidos, fantasmas, fantasmagorías. ¿Cómo hacerlo sin traicionar la premisa de principio de realidad? Es interesante y hasta tierno ver el esfuerzo que hacen los autores. El mundo de las tradiciones orales es tan rico que no hay cómo dejar de mencionarlo, aunque se lo hace en tercera persona, con distancia. En Los sangurimas de José de la Cuadra, novela de 1934 que anticipa el realismo mágico, el protagonista vive con sus dos mujeres muertas. Pero el novelista recurre a la inflexión Dicen que Nicasio Sangurima vive con… El narrador no puede asumir, como asume en primera persona el realismo mágico, el mundo de las tradiciones orales.

¿Qué hicieron los escritores pertenecientes a este movimiento? Renunciar, olvidar el principio de objetividad, el principio de realidad, afirmar: ahora va a ser real lo que el pueblo considera que lo es. Establecen otro piso de verosimilitud que hace que el autor, el lector y los protagonistas crean en lo mismo, que la realidad real es la realidad de las tradiciones orales.

 

En mis cuentos, construyo un armazón con la idea de las cuatro revoluciones industriales que ha habido.

Antes mencionaste a Pablo Palacio y lo relacionaste con el humor, presente, en forma de ironía, en muchos de tus cuentos, como en “R. M. Waagen, fabricante de verdades” o “El tiempo elástico”, donde hay una burocratización y una mercantilización llevada al límite de lo absurdo. ¿Es esta una manera de posicionarse frente al poscapitalismo?

Preferiría reflexionar sobre el fenómeno desde Jameson, el teórico de la posmodernidad, que habla de capitalismo tardío. Entonces, sí: considero que el humor es un recurso de la literatura que siempre ha sido poderoso. Puedes pensar que la mirada general de Cervantes sobre su mundo estaba cargada de una dosis de humor innegable, ese loco dándose contra la realidad todo el tiempo. Y, por supuesto, Borges. Siempre lo leo y reconozco ese humor sardónico, a veces hiriente, y brillante, que tiene para enjuiciar los libros que caen en sus manos. Creo que no hay escritor que no use el humor. Lo que pasa es que el humor sirve para subrayar los absurdos y, claro, vivimos en el capitalismo tardío, un mundo absolutamente absurdo. Fíjense que yo escribí, en el primer tomo de Divertinventos, “R. M. Waagen…”, cuando no existía la noción de fake news ni de posverdad. El tema es ese: cómo la verdad se vuelve, también, una mercancía que significa exactamente lo contrario de lo que, en principio, es la verdad. Es un fenómeno absolutamente nuevo.

Hay hechos globales que ya son innegables, sobre todo los que han tenido que ver con las revoluciones industriales. En mis cuentos, construyo un armazón con la idea de las cuatro revoluciones industriales que ha habido: una, que es desechada ya, la revolución de las máquinas de vapor; luego, la revolución que produjo la electricidad, que se mantiene vigente. Las ideas que circulan en Divertinventos es que vivimos de otra ecología, hecha de ondas electromagnéticas, llevadas por cables o por el aire. Ya no podemos concebir la vida sin esta nueva ecología que nos han impuesto las ondas electromagnéticas. La tercera revolución industrial, que tenemos muy cerca, de los 80, es la informática y la genética, porque en esos años ya empiezan las transformaciones transgénicas. Y la cuarta revolución industrial es la que estamos atravesando ahora, la de la inteligencia artificial y de la robótica. Bajo ese esquema, uno puede pensar la globalización, porque son hechos que ocurrieron en todo el mundo, son hechos globales.

 

En tus divertinventos, las espacialidades son difusas geográficamente, pero están relacionadas con lo que mencionaste recién: la construcción de un entorno eléctrico, electrónico, virtual. ¿Podés desarrollar esa idea?

Pienso que la idea de realidad virtual no es nueva, sino que ha sido la fiel acompañante de la naturaleza humana, empezando por los sueños. ¿Qué son los sueños, que ocupan la tercera parte de nuestra vida? ¿Qué es el mundo inmenso de las mitologías? ¿Qué es el mundo inmenso de las tradiciones orales? ¿Y qué hecho más virtual que el amor? El amor de don Quijote por Dulcinea no puede ser más claro como ejemplo de lo que es amor virtual. También sucede en las parejas, cuando conoces tanto de la otra persona que puedes sentir que se ha producido en vos la unión dual, el no tener mucha conciencia de en dónde termina tu yo, que se prolonga hasta la otra persona, cuando crees que sientes los dolores del otro y los amores y los sufrimientos y deseos como si fueran tuyos. El amor, mientras dura, no puede existir sino en esa realidad virtual que habita nuestra mente.

Otra cosa es la realidad virtual que la tecnología nos ha impuesto en la época del capitalismo tardío. ¿Qué puede ser más virtual que el mismo capitalismo de hoy cuando está hecho de papeles que ya no poseen respaldo? ¿Qué más virtual que las monedas encriptadas de hoy, el Bitcoin, por ejemplo? Es una economía virtual, que está hecha de capitales que no sabemos quién tiene ni en qué magnitud existen. También podemos pensar en el fenómeno que se ha llamado la bancarización del mundo, el hecho de que recibas más ganancias jugando en la bolsa, comprando acciones en compañías que desconoces si existen, que si inviertes en la economía concreta. Esa financiarización del mundo no puede ser sino una realidad virtual. En ese sentido, esta nueva época es un fenómeno del capitalismo tardío que ha evolucionado hacia este nuevo modo de sentir el mundo.

 

Tu respuesta despliega muchas inquietudes, suscita interrogantes, interpela a partir de especulaciones que van más allá de la trama, de las historias narradas. Son acciones provocadas por tu escritura a través del registro ensayístico que gravita en tantos cuentos ¿Acaso la ciencia ficción propicia el importe reflexivo?

No. No sé a quién se le ocurrió pensar que la literatura solamente debía ser una literatura de acción, de entretenimiento, cuando, en toda literatura, empezando por el Quijote, en los clásicos, en los románticos, hay algo que se llama el comentario. Es curioso… lees una novela de Víctor Hugo, El hombre que ríe, escrita, dice, en contra de la aristocracia, y la tercera parte se dedica a la historia; los otros dos tercios son comentarios. ¿Por qué nos prohíben que comentemos? Es una línea que puede ser respetable, pero que no comparto. Creo que tenemos el derecho asistido a reflexionar. El derecho a la reflexión. La gran literatura es una literatura reflexiva. ¿Qué sería Proust, qué sería Joyce sin las reflexiones?, o ¿qué serían los escritores relativamente actuales como Milan Kundera? ¿Y qué decir de Borges? La acción importa menos, ¿no? Lo que nos fascinan son sus ideas. Eso podría afirmar: es casi una obligación del narrador inmiscuir la reflexión en lo narrado. Pienso: la literatura que a mí me gusta, sobre todo, es una literatura reflexiva.

 

La conciencia es mundo. O sea, es parte del mundo en que está alojada, no termina en los límites de nuestro cerebro.

En tus relatos es notorio cómo la ciencia modifica el cuerpo. ¿Esa sería una forma de inquirir el concepto de poshumano?

Claro. Ahora estamos en la cuarta revolución industrial, la de la inteligencia artificial y la robótica, creaciones que, en algún momento, van a ser autónomas. Ahí sí cabría el término de poshumanos: esos poshumanos serán seres no humanos.

Lo mismo sucede con una utopía que ya parece realizable, por el proyecto de Elon Musk: los viajes a Marte, la colonización de Marte. ¿Qué pasará? Si llegan los humanos a ese planeta tendrán que sufrir una gravedad distinta y saben ustedes todos los estragos que eso provoca, incluso en los pocos meses que los astronautas están alejados de la Tierra. Una gravedad distinta, una atmósfera que, al ser menos densa, hará que el influjo de los rayos cósmicos sea inmenso. Quiere decir que esos serán poshumanos, quizá no humanos, quizá muy distintos. La experiencia nos dice, gracias a estas razas de perros y gatos que los humanos hemos inventado, que se necesitan pocas generaciones, tres, cuatro, para que los cambios, las mutaciones sean patentes. Ocurrirá así allá. Pero digamos que, por un defecto de fábrica, esos poshumanos serán más inteligentes que nosotros. Será lógico que ya no tengan una inteligencia humana, como la nuestra, sino poshumana. Será otra especie.

 

¿Cómo concebís los robots en este elenco de nuevas entidades?

Uno de los problemas que encontraba la robótica en sus comienzos era que los robots humanoides se tropezaban con cualquier cosa porque les faltaban algunos ingredientes: la capacidad de error que tiene el cerebro humano, pero sobre todo el sistema de emociones y el “sistema ético”. Entonces inventaron softwares que les permitían sentir emociones humanas. Hay algunos robots que ya pueden actuar, más o menos, con comportamientos humanos. Estamos hablando de un cerebro, de una conciencia casi humana. Y, si les creemos a Sartre y demás filósofos, de los cuales soy partidario, la conciencia no es un recipiente vacío. La conciencia es mundo. O sea, es parte del mundo en que está alojada, no termina en los límites de nuestro cerebro, sino que está inserta en el mundo de la realidad que le rodea. La conciencia de los poshumanos, humanoides o nuevos marcianos va a ser una conciencia distinta, que se incorporará a un nuevo hábitat y a una nueva historia.

 

En cuentos como “De la historia de los libros comestibles” o “De la casa de los valores” sobrevuela una reflexión en torno al quehacer artístico. ¿Creés que la globalización inauguró una nueva forma de concebir el arte?

La globalización, como dije, es un hecho absolutamente real, económico e histórico, y a eso no hay vueltas que darle. Además es un hecho ideológico, una manipulación, un enmascaramiento de la ideología neoliberal. Por el año 2000 yo escribí un libro titulado Referentes tratando de llamar la atención sobre el hecho de que la globalización ideológica de la revolución neoliberal —porque es una revolución cultural real— lo que hizo fue suprimir los más caros referentes de los discursos humanos. Por ejemplo, en economía, se dejaba de hablar de relaciones de producción y sólo se hablaba de monetarismo. Es decir: se suprimía el referente real y se trasladaba la preocupación a la representación, que era la moneda, y los juegos monetarios, la bolsa y todo lo demás. Esto aconteció en todos los planos de la vida: en la filosofía, la supresión de la verdad. Surgieron filósofos que, de modo inocente, creo, colaboraron con ese proyecto de la supresión de los referentes, como Baudrillard, para quien el mundo ya no tiene un sustento real, todo es representación. Lo mismo sucedió en el plano ético a través de la supresión del bien y del mal o con el fin de la historia proclamado por Fukuyama.

Seguramente se preguntarán qué ha suprimido esta ideología en el arte actual: la figura fundamental del arte que es el artista. Y ocurre que se pone de moda un nuevo neoconceptualismo que pasa a ser la verdad revelada del arte actual, con el añadido de que asoma una figura emblemática que ya no es el artista, sino el curador, que se erige en nombre de artista de artistas. Y no cura la obra del artista, le dice lo que debe hacer. Ese curador vino a reemplazar absolutamente la figura del artista. Ustedes verán que muy pocos son ahora los artistas que suenan con la fuerza que antes sonaban los nombres de Picasso, Dalí, etc. Se produjo un paso previo que es la adquisición del arte abstracto con fines políticos. Hay un libro al respecto, La CIA y la guerra fría cultural, que aborda la relación del arte abstracto y un grupo estrecho de patrocinadores de la CIA, como Rockefeller, por ejemplo.

El monstruo de la industria editorial norteamericana se guía por patrones totalmente distintos —salvo casos de excepción— vinculados con el sexo, la violencia, el escándalo.

En Referentes, reflexionaba acerca de que no cualquiera puede ser artista. Por un lado, debe cumplir algunas condiciones, que es injusto suprimir de ese modo. Tiene que poseer un don; alguien sin oído musical no puede ser músico, así de simple. Luego, importa el dominio de un oficio y la emoción. Todo eso se desbarató con el imperio del llamado neoconceptualismo que hacía que, de pronto, se exhibiera en Berlín una pared entera forrada con grasa de liposucción o algo más macabro: los cadáveres plastificados del “Doctor Muerte”. Doy ejemplos de despropósitos muy grandes. Ha habido, claro, instalaciones, performances admirables. Pero lo que me interesa destacar es que con el neoconceptualismo actual, dirigido por la figura del curador, y no de los artistas, se da la alianza entre la concepción del neoliberalismo y el neoconceptualismo, porque ambos se encuentran en el hecho concreto de suprimir el sujeto del discurso y sólo quedarse en el plano de la representación.

 

La figura del curador, que diluye la imagen del artista, ¿podría pensarse también en el mercado editorial?

Miren, yo fui durante muchos años editor. La editorial en la que trabajaba era una asociación sin fines de lucro y pertenecíamos a una Alianza de Editores Independientes con sede en París, que se basaba en las ideas de un señor, Schiffrin, editor de la colección La Pléiade de la editorial Gallimard, que publicaba a Sartre, Proust y toda la corte francesa. Él era un editor exitoso, con criterio, gusto literario y olfato.

Su hijo quiso replicar lo mismo en Estados Unidos y regresó con un libro llamado La edición sin editores. Allí cuenta su experiencia. Viaja al país del norte y se encuentra con el monstruo de la industria editorial norteamericana, que se guía por patrones totalmente distintos —salvo casos de excepción— vinculados con el sexo, la violencia, el escándalo. ¿Dónde está, pues, la calidad del libro? Es un añadido nada más. Ahí se suprime —vuelvo, ya que siempre las cosas se dan la mano, a la idea de supresión de los referentes básicos— al editor. Es ya una edición sin editores, edición que sale de las necesidades grandes, económicas, de la editorial. Se imponen temas a los que debes sujetarte si quieres vender; si no, fracasas.

 

A propósito del mundo editorial, ¿publicás más en Ecuador, en Europa? ¿Hay alguna editorial que te tenga más prisionero en el mejor sentido de la palabra?

Como les conté, dirigí durante muchos años la editorial de El Conejo. Entonces, por cariño, a pesar de que no me vaya tan bien, he publicado mucho ahí. También he tenido la buena suerte de lograr publicaciones en otros lados, en España, Italia. Sobre todo, las traducciones, para mí, son una alegría muy especial, porque resulta que una obra escrita hace cuarenta años, como Ciudad de invierno, sale en Grecia y es leída como si hubiese sido escrita hoy. Y eso me emociona.

Lo que he hecho ahora, sin mayor fortuna, es poner mis libros en Amazon, donde, de vez en cuando, alguien despistado me compra sin saber demasiado lo que está comprando. Sin embargo, estar en la red tiene sus beneficios. Cuando viajo —por ejemplo, el año pasado estuve en Houston— aviso que voy a dar una charla sobre el libro tal y que ese libro tal lo pueden bajar de Amazon. Entonces, al llegar a algún sitio ya tengo un pequeño público que se ha bajado los libros. También, de tiempo en tiempo, los pongo gratuitamente. Lo que le interesa a un escritor es que le lean.

 

Para concluir, ¿cómo percibís la colocación de la literatura ecuatoriana reciente en otras latitudes?

Verán. Eso es muy difícil por una razón: el Ecuador es un país muy pequeño y desconocido. Cuando era joven muchas veces mis amigos me decían: Tienes una gran dificultad, qué pena que naciste aquí. Y sí, es muy difícil. Aunque eso no quiere decir que no haya una buena y una gran literatura.

Creo que en los años 40 se produjeron algunas novelas que son admirables: Juyungo, de Adalberto Ortiz, y El éxodo de Yangana, de Ángel Felicísimo Rojas. De los años de mi generación les recomendaría Polvo y ceniza, de Eliecer Cárdenas. Ahora hay una narrativa, no sólo de escritores, sino escritoras, formidables: Mónica Ojeda, Gabriela Ponce, María Fernanda Ampuero, Daniela Alcívar Bellolio. Una generación que tiene constantes propias del Ecuador actual, ya globalizado.

Gabriela Tineo
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