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Irene Reyes-Noguerol:
“La literatura es una patria que nos acoge sin distinciones”

viernes 20 de agosto de 2021
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Irene Reyes-Noguerol
Irene Reyes-Noguerol: “Siento vértigo por haber tenido la suerte de ser reconocida por una revista como Granta, pero, sobre todo, estoy muy, muy agradecida”.

Irene Reyes-Noguerol es una de las narradoras más prometedoras de España. Nacida en Sevilla en 1997, sus relatos nos presentan un universo lleno de alegorías y vestigios de mitología grecolatina, con el que da vida a una prosa bastante cercana a la plástica poética. Con dieciocho años publicó su primer libro de relatos, titulado Caleidoscopio (Ediciones en Huida, 2016), para después publicar De Homero y otros dioses (Maclein y Parker), que le valdría el reconocimiento de autores de la talla de Fernando Iwasaki y Andrés Neuman y de la famosa revista literaria Granta, al considerarla una de las veinticinco mejores voces narrativas menores de 35 años. El periodista José del Prado conversó con ella sobre algunos de sus rasgos literarios más relevantes.

 

Roma, Atenas, Ítaca… Tú naciste en Sevilla. ¿Crees en las patrias literarias? ¿O todo se limita a la geografía sobre la que uno nace y se cría?

Como tantos apasionados por las letras, creo en la literatura (en general, en el arte) como una gran patria que nos acoge sin distinciones y difumina nuestras diferencias. Siempre he sentido que tenía un hogar en los libros, un refugio o una forma de entender al otro. Reconozco que el entorno puede influir en algunos de mis textos (sobre todo, a la hora de recrear ambientes y sensaciones que me resultan familiares desde niña), pero trato de inclinarme hacia una mirada más universal, aunque, precisamente, encuentro ese universalismo partiendo de lo más local, de lo que conozco bien. Sevilla es una ciudad muy literaria y me gustaría pensar que tal vez la luz de Andalucía y los olores y colores del Mediterráneo puedan colarse en mis textos.

 

Si juzgáramos cada texto por la persona que lo escribe, terminaríamos por censurar maravillas de la literatura universal.

A los doce años ya habías ganado un premio, tengo entendido que escolar. Hay quienes piensan que los primeros reconocimientos suelen ser los que más nos afectan en un sentido u otro. ¿Qué escribías tú a los doce? ¿Y cuándo te diste cuenta de que lo que creabas podía resultar trascendente para los demás?

Para mí los primeros reconocimientos resultaron decisivos. Hasta los doce años, y aunque siempre me había gustado leer, no me había atrevido a escribir (probablemente por pereza o introversión). Sin embargo, recuerdo el día en que convocaron el certamen literario del instituto y decidí contar en una historia mi miedo a la muerte de mi madre. Fue algo terapéutico, porque ella había estado muy enferma y sentí que por fin (yo, tan tímida) tenía una voz y que los demás podían escucharla e incluso compartir mis emociones. Con esa redacción, titulada “Pasión por vivir”, gané el primer premio. Fue un momento determinante y, a partir de entonces, continué presentándome a concursos de toda España. Nunca podré agradecer lo suficiente la alegría y los ánimos que me proporcionaron esos reconocimientos. Sin ellos, seguramente, no habría continuado escribiendo.

Desde ese primer impulso, me di cuenta de que, quizás, lo que tenía que decir podía interesar a algunos lectores, así que durante la adolescencia me dediqué a escribir sobre asuntos que había vivido o que me conmovían de una forma especial (las pérdidas familiares, la inmigración, las enfermedades mentales, el acoso escolar…). ¡Pero no todo era tan serio, desde luego! A los doce años empecé a escribir una novela de vampiros (era lo que me gustaba leer entonces, muy propio de mi generación) que tenía por protagonistas a mis compañeros de clase. Me divertí mucho trabajando en ese librito, aunque terminé por abandonarlo, como muchos proyectos que se empiezan con esa edad.

 

¿Consideras que el autor hace parte de la obra o son entidades separadas? Si se supiera que Homero nunca existió, como muchos historiadores han conjeturado, ¿crees que cambiaría la forma en la que leemos los poemas homéricos?

Normalmente, creo necesario separar al autor de su obra. Si juzgáramos cada texto por la persona que lo escribe, terminaríamos por censurar maravillas de la literatura universal que nos enriquecen cultural y personalmente. Muchas veces, sin ser consciente, termino los libros antes de informarme sobre sus autores; leo, simplemente, porque me gusta, porque me interesan las historias.

Creo que, por eso, no cambiaría mucho nuestra forma de acercarnos a los poemas homéricos. Al y fin y al cabo, creemos que Homero (como comentas, ni siquiera hay certeza de su existencia) fue quien recopiló gran parte de las leyendas y saberes del mundo antiguo, pero, casi con seguridad, no fue él quien los inventó. Es algo parecido a lo que ocurría con los juglares medievales: tal vez lo que recitaban o cantaban no lo habían imaginado ellos mismos, pero seguro que aportaron detalles, añadieron, cambiaron y, a su vez, recrearon la tradición transmitida oralmente. Los juglares, los cuentacuentos, los aedos clásicos me parecen figuras preciosas y fundamentales en todas las culturas. Por eso no creo que cambiara nada si supiéramos que Homero no existió. La verdadera protagonista y “autora” de esos poemas es la tradición anónima, esa literatura oral que va modificándose y enriqueciéndose de generación en generación.

 

En una reseña hablaste del vértigo que te puede llegar a causar el reconocimiento dado por la revista Granta al considerarte una de las mejores voces narrativas jóvenes de la actualidad. ¿De qué forma puede intervenir ese vértigo del que hablas al momento de escribir?

Siento vértigo por haber tenido la suerte de ser reconocida por una revista como Granta, pero, sobre todo, estoy muy, muy agradecida. Sin el grandísimo trabajo de Valerie Miles, sin la decisión del jurado y sin la editorial Candaya, nada de esto habría sido posible. En mi caso, habría continuado escribiendo, por supuesto, pero de ningún modo contaría con el apoyo y la exposición literaria que nos han regalado a mí y a mis compañeros. La responsabilidad que siento está muy relacionada con todo ello; no querría decepcionar a quienes han confiado en mí. De momento, como siempre, sigo trabajando.

 

¿Crees que la literatura clásica, a nivel técnico y estético, es superior a la que se hace ahora? ¿Es más fácil escribir como Isabel Allende que como Petronio?

Creo que cada época cuenta con una literatura adecuada a sus circunstancias, y que lo bello es comprobar la evolución del pensamiento humano y de las artes a lo largo de los siglos. No podría comparar la estética clásica y la contemporánea porque no me parece posible poner a competir los escritos de hace milenios con los actuales. Ambos han supuesto grandísimos logros de los que disfruto igualmente; de ahí mi intento de conciliación de tradiciones en De Homero y otros dioses.

 

No creo que la literatura actual esté tan alejada de los clásicos como a veces pretendemos; están en la raíz de lo que somos, de nuestra lengua y, por mucho que intentemos innovar, en nuestros escritos

Fernando Iwasaki declaró, al elogiar tu último libro de relatos, que vivimos en tiempos vulgares, ¿tú suscribes esa afirmación? ¿Piensas que la literatura actual se ha alejado mucho de los clásicos?

Vivimos en tiempos difíciles, bastante alejados del mundo grecolatino, sin pararnos a pensar que, en esencia, seguimos siendo los mismos. Es lógico que nuestro contexto sea diferente al de los clásicos, pero sí me entristece que, por ejemplo, se estén potenciando unos sistemas educativos cada vez más alejados de las humanidades (lenguas, filosofía, historia, disciplinas artísticas relegadas o eliminadas directamente de los planes de estudio). No creo que eso beneficie a nadie; más bien priva a las nuevas generaciones de los cimientos de una cultura que deberían considerar como algo propio y digno de ser defendido. Es también una lástima que exista esa tendencia actual a abandonar principios tan importantes como la tolerancia, el respeto a la opinión ajena o las virtudes del diálogo.

En cuanto a la literatura actual, no creo que esté tan alejada de los clásicos como a veces pretendemos; están en la raíz de lo que somos, de nuestra lengua y, por mucho que intentemos innovar, en nuestros escritos, siempre va a haber una base, un poso del que hemos bebido a lo largo de los siglos y del que no podemos desprendernos.

 

El escritor ruso Nikolái Gógol condensaba una jornada de inspiración en un máximo de diez páginas, ya que “ninguna supuesta inspiración que sobrepasara esa cantidad de páginas era fiable”. Otra de sus excentricidades consistía en escapar del lenguaje cotidiano, consagrando unas cuantas horas al aislamiento antes de ponerse a escribir. Tú, que utilizas un lenguaje, quizá poco cotidiano, ¿cómo haces para conseguir ese aislamiento?

Siempre he sido muy tímida y se me han dado regular las relaciones sociales, ¡quizás el aislamiento me viene de fábrica! Bromas aparte, desde que empecé a escribir me han interesado las cuestiones formales, la estética como un híbrido entre la narrativa, la lírica y el teatro. No llego a alejarme del mundo, sino que intento leer todo lo que pueda para encontrar estilos que me resulten atractivos y, a partir de ahí, investigar en una creación personal. Sí es cierto que necesito tiempo para escribir; creo en los ritmos lentos, en la confección minuciosa de las ideas y estructuras antes de empezar a redactarlas, en el cuidado de los detalles y en la corrección. Por eso, no escribo cada día y, cuando lo hago, prefiero centrarme, como mucho, en dos o tres páginas con las que, en principio, me sienta más o menos satisfecha. Pienso mucho, a veces durante semanas, antes de sentarme a escribir; luego todo me resulta más fácil (o eso creo, porque, cuando vuelvo a releer lo escrito, empiezo a encontrarle fallos y llegan las modificaciones). Si me dejara llevar, nunca terminaría de corregir o de rescribir, pero, como sé que esa tentación obsesiva podría lastrar totalmente mi vocación, llega un momento en que decido detenerme. Se me vienen entonces a la mente las palabras de Juan Ramón Jiménez (“¡No le toques ya más, que así es la rosa!”) y, aunque sé que nunca podré alcanzar su nivel, decido seguir su consejo.

 

¿En qué medida lo que lees se parece a lo que escribes? ¿Te dejas llevar o detienes la marcha, embargada de pudor, cuando sabes que puedes estar imitando la voz de algún autor más?

Como a la mayoría de los autores y lectores, me gusta leer obras de estilos y sensibilidades muy distintos, así que sería bastante complicado que lo que escribo lo reuniera todo. Aunque prefiero ciertas estéticas, intento no imitar conscientemente a nadie; no creo que fuera justo ni para los otros autores ni para mis propios textos. Todos tenemos una deuda inmensa con la tradición y, de un modo u otro, la literatura anterior nos influye, pero me resulta emocionante tratar de crear algo nuevo a partir del material que se nos ha legado.

 

No tendría sentido rechazar las lecturas que me han hecho feliz durante muchos años de mi infancia y mi adolescencia.

¿Cuáles son tus autores de cabecera? ¿Hay algún tipo de literatura del que prefieres mantenerte alejada como lectora?

Es muy difícil tener que elegir entre tantos autores que me han impresionado y que espero que hayan dejado alguna huella en mí, pero, por mencionar algunos del género que me es más cercano, hablaré de narradores. En principio, me encantan los creadores de atmósferas, como lo fueron Rulfo, Kafka o Cortázar, y admiro a autoras tan brillantes como Jane Austen, las Brontë, Mariana Enríquez, María Fernanda Ampuero o Sara Mesa. También disfruto mucho leyendo a escritores que tienen una preocupación especial por el lenguaje: la fuerza de Sara Gallardo, la importancia del detalle en Ana María Matute o Cristina Fernández Cubas, el hibridismo de Sergio Pitol, Javier Marías, Francisco Umbral, Andrés Neuman, Álex Chico, Fernando Iwasaki o Carlos Frontera.

Hay ciertos géneros de los que hoy me siento más lejana (como la novela fantástica o histórica), pero de los que nunca renegaré porque fueron los que comenzaron a abrirme las puertas de la literatura. Cada etapa de nuestra vida suele ir acompañada de un gusto concreto, así que no tendría sentido rechazar las lecturas que me han hecho feliz durante muchos años de mi infancia y mi adolescencia. Prefiero entenderlas como una base fundamental de lo que poco a poco estoy intentando construir.

 

La autocrítica es un factor muy determinante en algunos autores, a veces destructivo; sin embargo, también existe la contraparte de los que objetivamente no pueden reconocer sus propias limitaciones puntuales. ¿Cómo llevas contigo misma el tema de la autocrítica y la revisión?

Siempre he sido muy autocrítica, me obsesionan los detalles, el ritmo, la sonoridad y las connotaciones de cada palabra. Es algo que me afecta bastante en el momento de escribir y que a veces me coarta, aunque intento combinar la expresión libre con las exigencias técnicas. Hay una frase muy simpática de Luisa Valenzuela con la que me siento identificada: “La mano loca para escribir, la cabeza cuerda para corregir y la otra mano despiadada para hacer un bollito y a la cesta cuando la cosa no funciona”. ¡Eso es lo que hay! Como comenté antes, nunca se termina de revisar un texto, cada nueva lectura puede traer un punto de vista diferente y la corrección es fundamental. Además, siempre intento que mi familia y mis amigos lean y juzguen objetivamente mis relatos; más ven cuatro ojos que dos.

 

Vivimos en un tiempo en que se intenta cambiar muchas ideas preconcebidas, tanto en lo cultural como en lo político y artístico, ¿tú crees que esta corriente es compatible con lo que las lecturas grecolatinas ofrecen?

No creo que siempre debamos tratar de modificar el pensamiento ajeno, aunque actualmente tendamos a hacerlo. La reflexión, la apertura a distintas perspectivas y la conversación como un espacio de libertad y de comprensión me parecen mucho más razonables. Considero fundamental el evitar insultos y enfrentamientos y regresar a la dialéctica platónica, al arte del diálogo como confrontación de ideas razonadas para intentar llegar a la Verdad. Para ello, en lugar de oponer certezas y opiniones firmes, se duda, se intenta entender al otro, se aprecian sus ideas y su valor como ser humano antes que como defensor de una causa, de una ideología. Esa grandeza clásica me impresiona y me atrae; de ahí mi amor por la literatura antigua.

José del Prado

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