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Música llevada en volandas por el sentido

sábado 29 de octubre de 2016
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Nota del editor

“De perfiles, vértices, planetas, cuerpos, árboles y escenarios y Numb, la espera sostenida”, de Beatriz Pérez Sánchez

El 20 de mayo fue presentado en España el libro De perfiles, vértices, planetas, cuerpos, árboles y escenarios y Numb, la espera sostenida, de la barcelonesa Beatriz Pérez Sánchez y con prólogo de Juliana Mediavilla, y del que ya publicamos algunos textos en julio. Hoy ofrecemos a nuestros lectores una reseña de este libro por el escritor español Emilio Aparicio.

Creo que la poesía se la escribe uno para sí. Es un algo que uno se dice a sí mismo, y no es fácil que algo que se escribe desde uno y para uno —la poesía es intimidad— trascienda a los otros. Pero la generosidad interviene en la escritura, afortunadamente: hay poetas que hacen de su yo escritor un tú inmanente, receptor de todo su mundo poético, de todos sus códigos y simbología personal. Y no se sabe cómo —al menos yo no sé cómo— hasta que llega una poeta Beatriz Pérez Sánchez y te regala su libro de poesía De perfiles, vértices, planetas, cuerpos, árboles y escenarios y Numb, la espera sostenida y, entonces, empiezas a pensar que la idea de poesía como intimidad, supeditada a la única realidad interior del libro escrito, empieza a extrapolarse a la persona que lo escribe; es decir, pasamos de la escritura a la poeta, la atención vira hacia el sujeto emisor que te regala un objeto de arte para que lo sopeses, lo mires, lo toques, y, por supuesto, lo leas.

Es curioso, porque a mí no solían interesarme los hechos biográficos, ni siquiera el carácter o actitudes de los poetas que admiraba, pero, mire usted por dónde, llega Beatriz, despreciando lo único que de material pueda poseer la poesía —que ya de por sí es una poesía desnuda— y me hace fijarme en ella como ser humano, no por el cariz de gratuidad material (un libro de buena poesía siempre es barato), sino por la sensación de verdad que toda acción desinteresada denota, ese interés más allá del propio objeto material, en favor del valor personal y artístico, por cierto, nada gratuito.

Una de las cualidades de la poesía de Beatriz Pérez es el tono, la tesitura que utiliza en los poemas: no exactamente conversacional —a la manera USA—, no estrictamente lírico, sino algo intermedio, una voz interior susurrante que dialoga ¿consigo misma? ¿Con un otro? En realidad ese diálogo abarca, aunque sea de forma simbólica, todas las categorías personales; aspira a compartir con un todos esa necesidad de entenderse ella misma. Lo que sucede es que, en poesía, si se investiga demasiado la procedencia de la voz poética y su intencionalidad, uno acaba por perderse en una subjetividad que abruma y opaca la verdad última de un lenguaje que solo, y en última instancia, conoce la poeta. Por eso, los que leemos poesía, antes de perdernos en nosotros mismos, acudimos a la fuente de la intuición original, que no es otra cosa que el poema, y la impresión o la huella inicial que ha dejado sobre nosotros.

Esta poeta es pródiga: pródiga en musicalidad, en hacernos oír el poema al tiempo que proyecta sus imágenes.

Para mí ese impacto inicial del poema que transita de forma permanente y uniforme a lo largo del poemario, es la música. Una música que envuelve toda la estructura del poema: sus códigos, su semiología, su lingüística; ese lenguaje que, cuando se encripta en lo personal, e incluso en lo biográfico, deja como herramienta de trascripción a quien lee, todos los recursos de sonoridad, silencios y ritmo poético necesarios para su comprensión.

En poesía, sin música, no hay código que circule de forma entendible a través de todos los niveles del lenguaje; lo que quiero decir es que, aunque lo hubiere, la única posibilidad de descodificación y verdadero entendimiento o conexión entre lector y poeta, radica en los elementos musicales que hacen del poema, no tanto un lenguaje, sino un habla asociada a un impulso poético, a una forma personal de transmitir un mensaje, perfectamente discernible del resto. La música lleva en volandas al sentido. Y en esto, esta poeta es pródiga: pródiga en musicalidad, en hacernos oír el poema al tiempo que proyecta sus imágenes. Algo así como si un pintor —tal vez, Brueghel el joven— escuchara música —tal vez Satie— mientras pinta sobre lienzo.

Tras todo lo anterior, ¿qué pienso? Que en el ser humano, a priori, las apariencias nunca engañan, y, más allá de eso: que el amor a la poesía es el amor al poema, y esta poeta, siendo la persona que te regala un objeto de arte, te regala por este orden: su acción desinteresada, su libro, su poesía, el poema, y, por último, en esta correlación de ideas, te regala su yo poético, donde a uno se le desvelan de forma súbita, sin esfuerzo, sus códigos emocionales, los signos lingüísticos de una poesía clarividente y oracular; una poesía en toda su extensión, en toda su grandeza, única, personal, pero transferible a otro ser humano, como si alguien te regalara, por encima del objeto material, su conciencia.

Emilio Aparicio
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