Nota del editor
En el marco de la Semana Negra Caracas acaba de ser presentado el volumen antológico Relatos de la Orilla Negra V, que reúne cuentos policiales de varios autores venezolanos. Hoy presentamos a los ojos de la Tierra de Letras el prólogo del libro, escrito por el investigador Argenis Monroy.
En los últimos años el género negro ha cobrado fuerza y vitalidad dentro de la narrativa venezolana. Su desarrollo editorial está vinculado al incremento de la violencia urbana, social y política en nuestro país. Numerosas publicaciones dan cuenta de esta tendencia literaria a imaginar la nación desde el crimen y la delincuencia.
El relato negro, de manera general, quiebra la importancia del enigma como armazón textual para centrar la mirada del lector en el cuerpo expuesto de la víctima. En lo particular, estos textos podrían leerse como crónicas policiales o testimonios que dan cuenta de las condiciones reales de existencia del hombre contemporáneo. El crimen abre de este modo las posibilidades de un campo semántico útil para pensar y comprender una cultura en un momento histórico determinado. En este sentido, forma parte del orden simbólico desde el cual puede hacerse una lectura de los conflictos que afectan en un momento determinado a una nación.
Aunque los elementos esenciales del policial clásico siguen presentes en la nueva narrativa negra o neopolicial, en ella el delito tiene por finalidad no sólo poner en escena las destrezas analíticas del detective sino, sobre todo, mostrar el rostro desfigurado de una sociedad en estado de crisis permanente. El crimen funciona como epítome de la decadencia social y política por las que atraviesa, en este caso, Venezuela en cuanto “comunidad imaginada”. Más allá del afán justiciero del detective, su misión está en reconocer los signos indelebles incorporados en el cadáver de la víctima que señalan la culpabilidad de una sociedad corrupta y decadente donde el crimen se gesta y distribuye. Hacia ella se dirigen su agudeza racional y sus pasiones irracionales. En el cuerpo del delito encuentra los signos indelebles de la descomposición social, el fracaso de los ideales modernos y el desencanto de las utopías posmodernas. Bajo esta mirada, el policial, como toda literatura, responde a las percepciones alojadas en lo íntimo de la memoria colectiva y, al mismo tiempo, las reconstruye y las procesa.
Mediante los juegos de la razón literaria, el escritor noir muestra el lado más oscuro de la humanidad. Manifiesta así su visión fatalista (negra) de una sociedad corrompida donde se perdieron los valores políticos de justicia, libertad, igualdad, democracia y orden. En este sentido, el nuevo relato policial deviene en una literatura comprometida políticamente con las víctimas de la violencia. Matiza lo negro del género para volverlo más crítico desde el punto de vista político y literario.
Aunque la violencia es inherente a todo el género negro, su presencia en el neopolicial es determinante por su valor al servicio del retrato social que dibujan sus autores.
En sentido estricto, el neopolicial se constituye en una literatura revolucionaria en cuanto disecciona el carácter racional del policial clásico para mostrar al lector el rostro monstruoso de una realidad social que abre las posibilidades al crimen y a la delincuencia. Se trata principalmente de hacer una denuncia política a través de la ficción. Por un lado, en estas narrativas, el detective pierde el aura de una “inteligencia pura” y, por el otro, ya no necesariamente tiene que ser un policía al servicio de la ley quien ejerce su función, sino que puede ser un periodista, abogado o cualquier otro personaje que cumpla la misión de llevar a cabo la investigación. Incluso, en algunos relatos es el narrador quien conduce al lector por los derroteros de la investigación criminal.
En un país donde cada año ocurren miles de asesinatos es casi natural comprender los porqués del auge del relato criminal. La violencia habilita un mercado editorial para la producción de obras narrativas que simbólicamente la retraten y la proyecten más allá de los límites sociales donde ella se manifiesta con toda su crudeza. Al tiempo que el noir exorciza los temores y desesperanzas de la humanidad, también crea nuevos terrores o los potencia al punto que nunca estaremos libres de misterios, tensiones, miedos o enigmas.
Aunque la violencia es inherente a todo el género negro —que no en vano parte de una transgresión al orden establecido—, su presencia en el neopolicial es determinante por su valor al servicio del retrato social que dibujan sus autores. Sin embargo, muestra la visión de una violencia coyuntural, sobrevenida por circunstancias eminentemente políticas. Esta noción transitiva de la violencia en el género es parte también de los imaginarios que sobre Latinoamérica se han construido como un espacio atestado de todo tipo de violencias y empobrecido por regímenes políticos que han sembrado el terror, la persecución, la tortura y la muerte durante gran parte de su historia.
Desde esta perspectiva, la función de esta narrativa estaría depositada en reflexionar cómo la violencia marca las condiciones sociales del continente. Las grandes ciudades se representan como espacios limitados por el miedo y la desconfianza, configurados por relaciones de dominio y transgresión. La ley queda sometida a la voluntad del poder que gestiona la corrupción, la delincuencia, la impunidad y la injusticia social.
La violencia criminal de la que da cuenta diariamente la crónica roja nutre el discurso ficcional del relato negro. Por eso, para muchos críticos y escritores el neopolicial sigue siendo un género de denuncia, cargado de realismo social, ante la impunidad gubernamental que deja sin justicia a un número importante de las víctimas del crimen. Sobre todo, desnuda la corrupción, la inoperancia y la violencia de los cuerpos policiales. De tal manera que, al desplazar el enigma a un segundo plano, la violencia en sus distintas manifestaciones pasa a ocupar el centro de la ficción.
Los cuentos que integran este volumen configuran los rasgos principales que en la actualidad definen el relato negro latinoamericano.
Los Relatos de la Orilla Negra V reunidos en esta antología bordan los pliegues narrativos de la novísima literatura negra venezolana para mostrar que también desde este lado del continente el género goza de plena vitalidad. En su conjunto, estos relatos corresponden al interés que han mostrado los escritores venezolanos, de las últimas décadas, por la representación del crimen como configuración de las nuevas subjetividades nacionales. Ellos dan cuenta de esta tendencia literaria a imaginar la nación desde la figura del victimario y de la víctima como protagonistas de las ficciones que construyen.
Aunque el tema de la violencia ha estado presente desde el siglo XIX en algunas obras narrativas, en la actualidad los relatos criminales han asumido el protagonismo en un significativo número de los libros que cada año publican las editoriales nacionales e internacionales. Dentro de esta producción narrativa de los últimos años destaca la contribución de la colección Alfa7 de la editorial Alfadil y, recientemente, la colección Vértigo de Ediciones B. Algunos títulos sueltos han sido publicados en otras editoriales como Ediciones Puntocero, Planeta, El perro y la rana, Libros Marcados, Monte Ávila Editores, Oscar Todtmann Editores, bid & co. editor y el Grupo Editorial Norma. Tenemos la esperanza de que los Relatos de la Orilla Negra V se conviertan en el principio de una serie de obras que de manera notable enriquezcan la biblioteca del género negro venezolano.
Los cuentos que integran este volumen configuran los rasgos principales que en la actualidad definen el relato negro latinoamericano. La parodia, el humor negro, las pasiones sexuales y el erotismo, la ironía, el crimen sin sentido, el ajuste de cuentas, la corrupción policial, gubernamental e institucional, el desarraigo y el exilio, la venganza, la delincuencia como pandemia y el sufrimiento de los personajes ante una violencia omnipresente son los recursos esenciales que utiliza el escritor para echar a andar las ruedas ficcionales del noir venezolano.
Veamos, de manera muy sucinta, los Relatos de la Orilla Negra V divididos en seis ejes temáticos no excluyentes para luego enlazarlos en una exploración más amplia sobre la narrativa criminal venezolana. Dejo por cuenta del lector hacer una lectura más detallada de cada relato.
Terror y muerte en barrio adentro
En los cuentos “El cumpleaños de Hugo” de Elizabeth Norlan y “La trayectoria de las balas” de Valentina Saa Carbonell, la violencia se incrusta en el barrio como espacio de exclusión y muerte. En este territorio alegre y siniestro, amable y violento, la vida renace, pero también acaba como con la del niño Hugo que recibió un balazo el día de su cumpleaños o la de la detective Abril Avellaneda del relato de Saa Carbonell. La violencia se naturaliza, se hace parte de la realidad barrial, no hay sorpresas ni sobresaltos. Es como si el arraigo a un territorio marcara también la condena a morir, tarde o temprano, en manos del hampa, porque en realidad es un estado desafectado de cualquier vínculo familiar, moral o social. Aunque la violencia, que se manifiesta como delincuencia o inseguridad, borra las fronteras entre pobres y ricos, porque a todos somete y condena por igual, las barriadas caraqueñas siguen mirándose en estos cuentos como el espacio donde se gesta, anida y distribuye el crimen con toda su maleficencia.
La sociedad delictiva
La violencia homogeniza la ciudadanía. La identidad queda inscrita en el doble juego de víctimas y victimarios. Desde su abyección el criminal aparece también como una consecuencia de la violencia estructural que condena a todos a la derrota y a la muerte. Eloi Yagüe, en “Ego te absolvo”, y Mónica Montañés, en “Un error caraqueño”, dialogan con estos imaginarios que entrampan al delincuente en su propio operar delictivo. El protagonista de Yagüe vive sin fe ni esperanza porque de niño, mientras se confesaba para hacer su primera comunión, el sacerdote lo sometió a actos lascivos. Sumido en la desgracia individual y familiar ve en la venganza una manera de alcanzar la justicia que la religión le había arrebatado. Por su parte, Montañés cuenta cómo el sin sentido está presente en la mayoría de las muertes que ocurren en Caracas, “donde nadie sabe de lo que se salva ni por quién muere”. Vivir o morir en este sentido queda circunscrito al azar, a la buena o a la mala suerte que el “poder malandro” te depare. La identidad por lo tanto se fisura, pierde su espesor discursivo al desterritorializarse. El sujeto nacional pierde su anclaje identitario, sólo desde la violencia cotidiana parecen construirse los lazos que los afilian y separan al mismo tiempo.
El parricidio y el desarraigo
Los “Cuentos de camino” de Raquel Rivas Rojas, “Desde la ventana” de Rodolfo Izaguirre y “O’Gran Sol” de Juan Carlos Méndez Guédez acentúan el vacío existencial que la violencia urbana va dejando en sus personajes. Seres nómadas, migrantes en un mismo territorio forjado por la inseguridad, el miedo y la muerte. La mirada exterior y el exilio interior impulsan a los personajes de estos cuentos a vivir en una continua extranjeridad; huéspedes transitivos de un hotel, como en “O’Gran Sol”, donde el amor ni el sexo se pueden encontrar porque la nostalgia por un pasado promisorio y las cicatrices de la violencia ocupan todo el cuerpo de los amantes. En “Cuentos de camino” el autobús funciona como el lugar de encuentro de un hombre (policía) y una mujer. Ambos llevan a cuestas el dolor por la pérdida de un pariente en manos criminales. Ella, de tantas muertes sufridas en su familia, las vivía con resignación; él busca la venganza para resarcir la justicia más allá de la ley y el orden. Por su parte, el cuento “Desde la ventana” narra el drama de los desplazados en la frontera colombovenezolana. Estos desplazamientos los experimenta la voz narrativa como una pesadilla. Se huye del desastre, de la violencia, de la persecución política y del miedo a la muerte. Antes de allá para acá, ahora de aquí para allá. El puente internacional y los caminos verdes constituyen esa metáfora donde transita la experiencia rota por la violencia política que empuja a los habitantes de una nación al destierro y al parricidio.
Ya no se trata de un crimen tejido en una extensa red de condiciones sociales: injusticia, desigualdad, pobreza y corrupción, sino también colocar en el mismo horizonte de expectativas lo político y lo criminal.
La política criminal
La dimensión política se manifiesta de manera clara en los relatos de José Miguel Roig, Israel Centeno y Marcos Tarre. En ellos lo político funciona como telón de fondo de los crímenes que se cometen en el texto ficcional. La enfermedad y muerte de Hugo Chávez circulan tangenciales a la tragedia de Marisela y Alfredo como si fueran dos modos de narrar una sola historia nacional en el cuento “Ese mismo día” de José Miguel Roig. Así, utiliza el secuestro, la violación y el crimen cotidiano para ofrecer una lectura crítica, a contracara del discurso oficial, de los últimos días de la vida de Hugo Chávez. El cuento de Israel Centeno, “La cruzada de los niños”, cuenta las peripecias del detective Rubén Tenorio, quien tiene que investigar la misteriosa muerte de Susana Santander, “la camarada Silbido”, en medio de protestas, marchas y “guarimbas”. Centeno ofrece una lectura del contexto venezolano más reciente. La investigación de Tenorio se entronca con los “escuderos de la resistencia” y las bajas pasiones de los funcionarios gubernamentales. Muestra, de este modo, el retrato de un país sumido en la diatriba política, la lucha de poderes y la contradicción ciudadana. Asimismo, en “La displicencia del primer teniente Jaramillo”, Marcos Tarre recrea los enfrentamientos de la Guardia Nacional con los jóvenes opositores en el marco de las manifestaciones de los últimos meses que dejaron más de un centenar de muertos. A través del primer teniente Jaramillo, Tarre revela las contradicciones a lo interno de las Fuerzas Armadas leales al proceso revolucionario o “legado de Chávez”. Paradójicamente, los goznes del crimen y el delito se encuentran, imaginariamente, en el seno de las instituciones del Estado. De allí que estos relatos se encuadran en un campo político circunstancial. Responden a una crítica política y desde ahí accionan la trama ficcional. Ya no se trata de un crimen tejido en una extensa red de condiciones sociales: injusticia, desigualdad, pobreza y corrupción, sino también colocar en el mismo horizonte de expectativas lo político y lo criminal. El poder político se articula con el poder económico para entretejer una extensa red de corrupción que habilita a todos los ciudadanos a delinquir de una u otra manera.
Matar con pasión
El crimen ligado a los sentimientos horribles o a las bajas pasiones estructura varios de los Relatos de la Orilla Negra V. Inés Muñoz Aguirre, en “Ladrón que roba a ladrón”, utiliza el secuestro, la venganza y el homicidio como urdimbre para tejer la trama de un crimen pasional orquestado por una esposa infiel y su amante codicioso. La violencia sirve de trasfondo para oscurecer las verdaderas intenciones de los victimarios. Este cuento trata de representar una sociedad delictiva donde no hay víctimas inocentes, sino tan sólo reveses en los juegos del delito. De igual manera, “El divorcio” de Jesús Miguel Martínez entreteje la venganza como medio para alcanzar la justicia, incluso más allá de la muerte. Gracias a las “convicciones morales” de los criminales y a la astucia de la esposa asesinada, el crimen no queda impune. Por el contrario, en el cuento de Sonia Chocrón, “Escucha”, es el marido adinerado quien muere víctima de las ambiciones económicas de la amante. Los intríngulis del crimen se mezclan con el contexto de un país “vuelto hilachas” por la violencia, la corrupción en todos los niveles y el narcotráfico del que participa “un general en funciones del gobierno revolucionario y soberano”. El relato enlaza de esta manera las emociones subjetivas (deseo, placer, venganza, odio) a una violencia de mayor alcance vinculada a los órganos del poder político.
El crimen del otro/el mismo
En su conjunto los relatos de esta antología desvelan la realidad de una sociedad negativa, sin utopías redentoras, donde el delito como el uróboros termina por devorarse a sí mismo ad infinitum. Este “eterno retorno” que habla de un universo fundado con/desde/por/para el crimen está muy presente en los cuentos de Juan Carlos Chirinos, Fernando Núñez Noda, José Pulido y Jorge Gómez Jiménez. Chirinos, en “Decir casi lo mismo”, utiliza estrategias metaficcionales para mostrar cómo la novela negra es un género capaz de reinventarse en su propio proceso de escritura. A una famosa traductora norteamericana, Eleanor W. Thompson, le encomiendan la traducción de una novela policial. Herida en su orgullo profesional, porque después de haber traducido el Quijote le daban una “novelita” que cualquiera podía traducir, se debate entre la aceptación y el rechazo. Sin embargo, queda atrapada en la trama detectivesca. Se identifica con la detective Juana Crespo y sucumbe a los deseos sexuales que el amante de papel, Joe Vázquez, despierta en Crespo. Desde el título y el epígrafe este cuento utiliza la escritura de sí mismo para explorar las posibilidades narrativas del nuevo relato policial que, en un principio, parecía que “había tocado todas sus variantes” pero que, al tensar los límites entre la realidad y la ficción, los lectores encuentran en sus personajes una proyección de sus propios deseos, angustias, miedos y terrores. Por su parte, en “Lo finito innumerable”, Fernando Núñez Noda dialoga con el policial clásico, centrado en la “metáfora del ajedrez”, que une el ejercicio racional al quiebre psicológico de los criminales. La suspicacia de la víctima, quien prevé su muerte en manos de sus hijos y hermano, arma el juego numérico con el que finalmente logrará una especie de justicia divina. El pasado, presente y futuro giran en el cuento de José Pulido, “Un tiempo circular”, como el devenir constante de la existencia que permite la relación íntima de los personajes en un continuo cruce de fronteras entre la vida y la muerte. En esa “zona de indistinción” donde los cuerpos se desfiguran y se transforman en espectros del más allá, el relato negro los hace presentes a través del lenguaje literario. Pulido induce al lector a recorrer, desde un presente ominoso, los recovecos de una memoria estriada por la pérdida del hijo amado en oscuras circunstancias. “El hombre invisible” de Jorge Gómez Jiménez revela los trazos de una autoconciencia que intenta configurar la realidad desde la alteridad problemática del delincuente. Sin embargo, la autorreflexividad del yo, lejos de constituirse en sujeto, se fragmenta y diluye en el reflejo evanescente del otro, distinto e igual. La violencia, enquistada en todos los espacios urbanos, agencia una nueva identidad: la de “la víctima y victimario en potencia”. Gómez Jiménez nos ofrece un relato ameno, rico en reiteraciones, donde la sátira y la ironía, aunque diluyen el carácter trágico de la historia de la violencia venezolana, no dejan de revelarnos el lado más siniestro de estas narraciones: saber que la muerte acecha en cualquier parte de la ciudad.
Enraizada en estos elementos, la nueva narrativa negra venezolana muestra que la vigencia del género está en la posibilidad de transgredir sus propios estatutos literarios para reacomodarse a determinados espacios y tiempos. Después de dos siglos de existencia, el relato negro sigue alimentándose de estas continuas transgresiones, negociaciones y apropiaciones. Mediante la hibridez genérica y cultural adquiere nuevas significaciones y legitimaciones dentro del campo intelectual venezolano.
El crimen funciona como el vaso comunicante de la “cultura de la violencia” de la que tanto se habla en la Venezuela del siglo XXI.
En estos textos la víctima y el victimario se entrelazan con el lector para mostrar la génesis de una violencia infernal, que más allá de las simbolizaciones sociales que genera, somete la vida a un estado de horror permanente. Son relatos que recorren los bordes imaginarios de un Estado fallido dominado por la delincuencia y el crimen. En este sentido, devienen en “máquina discursiva” para leer los signos indelebles de una cultura. Ella pone a andar las ruedas de las pasiones, las angustias, los terrores, los miedos y las fantasías que a diario viven los venezolanos. Su modo de funcionamiento está marcado por las relaciones que establecen los sujetos con las condiciones nacionales.
Si bien estos relatos negros escenifican las “bajas pasiones” humanas, su importancia está en agenciar la reflexión sobre la vida que nos concierne a todos. En nuestras condiciones actuales de existencia, vivir en un país como Venezuela se ha vuelto un acto de resistencia constante contra la muerte. En su sentido conceptual la vida se ha desnaturalizado, perdido su anclaje metafísico, vuelto pura inmanencia; todo en ella es cambio, sobresaltos, pulsiones y choque de fuerzas.
La literatura y la cultura, en general, responden a las distintas percepciones que de la realidad tienen los sujetos en un determinado contexto social. El escritor noir incorpora en el texto narrativo su experiencia de vida, convierte las acciones en palabras y signos que colocan en tensión realidad y ficción. El crimen funciona como el vaso comunicante de la “cultura de la violencia” de la que tanto se habla en la Venezuela del siglo XXI.
Por una parte, los relatos criminales de esta antología corresponden a una memoria colectiva que concibe el tiempo presente como amenaza permanente de la vida; por la otra, conducen al lector a exacerbar los imaginarios que sobre la violencia se construyen desde la ficción. La simbolización del crimen entonces tensa los límites de la experiencia porque coloca por encima de la vida la muerte provisional que cada uno puede sufrir en cualquier circunstancia sobrevenida. Se trata de una narrativa que despierta los fantasmas del mal que asedian por doquier a los ciudadanos de una sociedad como la venezolana.
La escritura criminal coloca en entredicho la capacidad de los sujetos para construir humanidad. Es una literatura de lo inhumano que utiliza la muerte violenta como la pulsión escritural que define las relaciones entre los personajes. Por eso, en ella lo político es inmanente al crimen, porque escenifica la imposibilidad ciudadana de vivir en un mismo territorio. Los espacios se convierten en zonas de tensión permanente donde cualquiera puede convertirse en víctima o victimario.
La vida queda sometida en estos Relatos de la Orilla Negra V a un permanente “estado de excepción”; el crimen la despoja de toda potencia y la convierte una “nuda vida”. Es decir, sometida al poder delictivo que desborda el control institucional del Estado. La impunidad sería el rasgo más característico de estas muertes que ocurren en el espacio ficcional. Los crímenes representados en estos cuentos nos obligan a pensar en la precariedad de la existencia humana que se quiebra y disemina por la violencia que se escenifica, sobre todo, en las grandes ciudades venezolanas. En sentido agambeniano podríamos afirmar que la vida en este contexto se ha politizado a tal grado que pareciera indigna de ser vivida.
Del crimen y de los delitos podemos hacer entonces una lectura política. Por un lado, el que mata lo hace con un fin político (apropiación de los bienes materiales, venganza, carencia, imposición de la fuerza, aniquilación de la diferencia, ejercicio del poder individual o colectivo, etc.), y, por el otro, el homicidio se inscribe dentro de la violencia estructural propia de los Estados modernos y que Michel Foucault llamó biopoder.
El instinto vital pulsa las fronteras de la literatura negra venezolana y abre las posibilidades de imaginar un “mundo mejor” más allá de la política y de la violencia.
El monstruo político en la época contemporánea es el criminal. Su anomalía está en despojar al otro de su territorialidad física y moral. Al constituirse en amenaza de muerte, anula la posibilidad de ejercer plenamente la ciudadanía. A través de su presencia siniestra produce el miedo y la desconfianza, trae consigo la sensación de que no hay ningún espacio seguro en el cuerpo social de la nación. En el ejercicio de su monstruosidad, capitaliza la violencia, la muestra como el exceso capaz de aniquilar la vida de cualquier ser viviente. Su poder flanquea los controles del Estado; en ocasiones, bordea la ley y se desliza dentro de ella fracturando cualquier límite jurídico. Así, estas ficciones criminales corroen la idea de la nación como Estado soberano para cederle paso a la visión simbólica del Estado delincuente, donde la otredad se difumina en una alteridad hostil que como una enfermedad va sumiendo el cuerpo nacional en decadencia, putrefacción y muerte.
La realidad de la crisis en todos los órdenes y campos ha marcado la vida republicana de la Venezuela de las últimas décadas. Como sucedió durante la Gran Depresión norteamericana, en la actualidad ese es el germen que nutre la imaginación del escritor e impulsa la producción del relato negro dentro y fuera de sus fronteras. En estas narrativas, por lo tanto, quedará un reflejo de esa realidad siniestra que en su tiempo y espacio va dejando una estela de muertos en todo el territorio nacional.
La exploración sobre la violencia, el crimen y el delito en la literatura, abre la posibilidad de hacer una reflexión de la existencia que se nos ha dado vivir. De cómo la presencia del crimen dinamiza la vida, paradójicamente la hace más vivible, más humana, porque al constituirse en amenaza, en posibilidad de muerte, el hombre se ve forzado a buscar el bien como una garantía de su supervivencia. El instinto vital pulsa las fronteras de la literatura negra venezolana y abre las posibilidades de imaginar un “mundo mejor” más allá de la política y de la violencia. Por eso, quizás, después de dos siglos de vida el relato negro sigue cautivando a escritores y lectores más allá de la crítica literaria y de sus propias ambivalencias.
- Tras las huellas del crimen: la nueva narrativa negra venezolana - miércoles 1 de noviembre de 2017