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La princesa Anuaiti-Matua, de Ramón Fernández Palmeral
Evasión en tiempos de pandemia

lunes 23 de noviembre de 2020
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“La princesa Anuaiti-Matua”, de Ramón Fernández Palmeral
La princesa Anuaiti-Matua, de Ramón Fernández Palmeral (edición del autor, 2020). Disponible en Amazon

La princesa Anuaiti-Matua
Ramón Fernández Palmeral
Novela
Edición del autor
España, 2020
ISBN: 9798692728289
278 páginas

“Anoche soñé que volvía a Hanga Roa”. Este comienzo de la novela, que me recuerda a Rebeca de Daphne du Maurier, mi novela preferida, ha supuesto un guiño seductor para abordar este libro, sintiéndome con un creciente interés, y con total predisposición a sumergirme en una bella historia en que la fascinación y el atractivo han ido in crescendo, a medida que he ido devorando sus páginas casi sin moverme del sillón, y sin sentir cómo iban pasando las horas. Esta novela comienza por el final, es una evocación de un día, por lo que se trata de una novela circular que finaliza: “Era cierto que anoche soñé que volvía a Hanga Roa, y unas lágrimas rodaron por mis mejillas”, de un narrador omnisciente.

La princesa Anuaiti-Matua, la última novela de Ramón Fernández Palmeral, publicada en Amazon y de 278 páginas, la cual podríamos catalogar como su obra maestra, aparece en unos momentos en que la sociedad está a falta de ilusión, de alegría, de esperanza…

Nos sentimos cansados y hartos de que, por culpa de esta terrible pandemia que asola a la humanidad, las personas hayamos quedado reducidas a un número, a una gráfica, una estadística…

Empezamos a estar cansados de tantos profetas negativos, que anuncian calamidades y muertes, haciendo sonar sus enardecidos tambores para fomentar el miedo y la angustia.

En esos momentos, más que nunca, estamos necesitados de voces sembradoras de luz, y de confianza, de bondad y libertad que abran las puertas de las jaulas en que el miedo nos ha confinado.

Es hora de alzar nuestra mirada y nuestro corazón hacia ese paraíso perdido donde poder aspirar un aire puro con olor a lavanda y espliego, sumergirnos en aguas cristalinas para quedar limpios de la aflicción, encontrar el ungüento mágico que sane nuestra alma y nuestro cuerpo cansado y abatido.

Nadie podrá apresar nuestra imaginación y nuestras ansias de soñar.

Hoy, más que nunca, necesitamos refugiarnos en los libros y empezar a vivir aventuras fascinantes en lugares bellos y remotos.

Lo que más me ha seducido de esta novela es esa mezcla de prosa poética que a menudo se entrecruza en las descripciones.

Esta historia, que sucede en la Isla de Pascua, en el Pacífico, viene a ser un canto melodioso de esperanza, una evasión hacia azules horizontes de luz resplandeciente.

En efecto, Ramón Palmeral ha sabido crear una novela cautivadora, situada entre 1972 y 1983 y con unos protagonistas de sentimientos puros, que expresan los valores más hermosos del ser humano, como son la verdad, la honestidad y el amor, todo ello en un paraje bucólico y sin contaminar donde todavía es posible la armonía y la paz.

Pero lo que más me ha seducido de esta novela es esa mezcla de prosa poética que a menudo se entrecruza en las descripciones, convirtiendo la narración en una historia llena de belleza, exotismo, colorido y hasta de un sabor delicioso.

Sí, en efecto, es una magnífica novela para degustar en todo sus aspectos y matices, con toques perfumados y un sabor exquisito, porque hay que tener en cuenta que el protagonista de la historia, Aníbal Cedeño Bocanegra, a sus veinticuatro años recién cumplidos, es de profesión cocinero, formado en la Escuela de Hostelería de Torremolinos de Málaga y con un máster en repostería.

Va a ser gracias a sus dotes culinarias como podrá ganarse la vida y emprender un largo viaje por el mundo que le lleve desde su Alfrigia natal, pequeño pueblo enclavado en una comarca montañosa de Málaga, Andalucía, hasta la remota Isla de Pascua en los confines del Pacífico, a donde llegará después de múltiples peripecias.

Alfrigia era uno de esos pueblos borrachos de sol sobre una loma coronada con ruinoso castillo árabe como un reino taifa, apenas señalado en los mapas, aletargado en una sierra hambrienta donde nunca pasaba nada, o pasaba siempre lo peor.

La trama magistralmente desarrollada por su autor, Ramón Palmeral, nos invita a ser compañeros de viaje de Aníbal Cedeño desde su obligada huida del pequeño pueblo de Alfrigia, al que siempre tendrá presente en su memoria, añorando a su familia y los bellos recuerdos de su infancia, hasta un idílico lugar.

De este modo, iremos viviendo sus aventuras, haciéndonos sentir partícipes de sus viajes, compartiendo sus andanzas y correrías, pasando por Londres, Santiago de Chile y Valparaíso hasta desembarcar en la Isla de Pascua, el último paraíso perdido en los confines del mundo.

Es muy interesante cómo el autor nos va describiendo las peripecias de Aníbal, de las que nos hace sentirnos un poco cómplices, por la simpatía que desde el principio de la historia nos despierta este joven, de complexión fuerte, sentimientos nobles y espíritu vehemente, que se ve envuelto en un delito y tiene que abandonar su pueblo, lo que le llevará a buscar la forma de sobrevivir y abrirse camino en un mundo difícil y hostil.

Es así como, ya desde el comienzo de su viaje, nada más aterrizar en Londres, el autor nos va dando una visión realista, cruda y muy conmovedora de las muchas dificultades y obstáculos con los que tendrá que enfrentarse Aníbal.

Es el alto precio que tienen que pagar los jóvenes de hoy en día, cuando quieren descubrir nuevos y mejores horizontes, sobre todo los que se encuentran con pocas salidas laborales y con escasos recursos, lo que les lleva a soñar en un futuro mejor, cosa muy loable y de admirar.

Esta ilusión de prosperar, emanciparse de sus familias y abrirse camino a un mundo que les atrae y subyuga, porque es lo que han visto en las series televisivas y en el cine, es lo que hace a muchos jóvenes creer que les espera un mundo fabuloso. Aunque en la mayoría de los casos la realidad que les aguarda es un mundo duro y hostil en el que a menudo son explotados y las pasan canutas, recordando con nostalgia lo que es dormir en un lecho blando y poder comer los sabrosos guisos de su hogar.

Pero es así como se forjan los hombres, atravesando dificultades y privaciones, alentados por la esperanza de alcanzar esa fuente de abundancia y felicidad que es lo que mueve a muchos a huir de una vida monótona y con pocas perspectivas a otra que puede ofrecerles el triunfo y la felicidad.

Las condiciones son las siguientes —dijo Brow en inglés, que Aníbal entendió a medias—, yo te busco trabajo y habitación y me quedo con el 50% de lo que te paguen. Aquí no hay horario ni días libres, no te pueden despedir sin que yo lo sepa, porque además me quedo con tu pasaporte. ¿Lo tomas o lo dejas?

En esta novela tenemos la oportunidad de ir descubriendo junto con su protagonista, Aníbal, un sinfín de estilos de vida. Así pasamos de los bajos mundos de los trabajadores que viven explotados en Londres, a volar en un jumbo hasta Santiago de Chile.

No sólo nuestro corazón se encogerá con el bramido de las olas y el rugir del mar, sino que veremos una variopinta descripción de los peces que habitan en esas latitudes.

Es en estos capítulos donde el autor, profundo investigador y con amplios conocimientos en historia, aprovecha para darnos una lección magistral sobre la situación política de Chile, y sobre el golpe militar contra el gobierno de Allende en 1973 y la implantación de la dictadura de Pinochet.

Estas circunstancias provocan que nuestro protagonista, que tenía proyectos de trabajar en un restaurante en Valparaíso, tenga que huir presionado por la situación de inestabilidad y peligro del país, lo que precipita su salida a bordo de una corbeta escuela militar contratado como cocinero.

Así es como, a través de las aventuras de Aníbal, conoceremos cómo es la vida a bordo de la corbeta MacMillan, un buque escuela de la Royal Navy neozelandesa donde asistiremos a una travesía en la que no faltarán episodios dantescos de tormentas tropicales, descritas magistralmente.

Se levantó un viento frío del oeste. Las olas parecían montañas de lo altas que venían una detrás de otra, parecían negros lomos de dromedarios marinos, sobre los que cabalgaba el MacMillan, cabeceando de tal forma que, a veces, la proa y su quilla quedaba en el aire iluminada por los rayos de la tormenta, el mar se mostraba embravecido, negro con rizos de espuma blanca.

No sólo nuestro corazón se encogerá con el bramido de las olas y el rugir del mar, sino que veremos una variopinta descripción de los peces que habitan en esas latitudes. Atunes atacando a los dorados, tiburones contra atunes, rémoras y peces pilotos tratando de camuflarse en las profundidades, calamares fluorescentes que suben para alimentarse de huevos de pulpo, olor a algas y sabor a sangre, y ballenas rorcuales.

Contemplaremos con asombro toda esta amalgama de colores brillantes, efluvios embriagadores de algas y sal.

Este magnífico espectáculo aparece ante nuestros ojos para deleite de nuestros sentidos y para que gocemos en plenitud de la magia del mar, descubriendo en sus aguas bellezas insospechadas.

Después de varios días de navegación el MacMillan fondeó en la Isla de Pascua y fue allí donde Aníbal, llevado por el destino, quiso empezar una nueva vida, con tan sólo una carta de recomendación de un amigo chileno que había conocido en Londres y con el que viaja a Valparaíso, para trabajar como cocinero, y será a partir de ahí que comenzará una aventura que cambiaría su existencia para siempre.

La Isla de Pascua es una de las más alejadas de cualquier tierra del mundo, sólo un barco de la armada de Chile, que parte dos veces al año, la comunica con Valparaíso.

Y fue este lugar, casi virgen, alejado de toda civilización, en que la mitad de sus habitantes eran indígenas y la otra mitad chilenos y extranjeros, a donde llegó por azar Aníbal Cedeño.

La descripción de la isla de Pascua y sus costumbres está magníficamente documentada por su autor, Ramón Palmeral, que posee unos amplísimos conocimientos sobre el pasado del Imperio español en el Pacífico.

Rapa Nui, cuyo nombre significa “Ojos que miran al cielo”, fue descubierta por los europeos el domingo de Pascua de Resurrección de 1772 por el navegante holandés Jakob Roggeveen, que iba en busca de la tierra de Davis, una fabulosa isla llena de riquezas que había sido descrita por el pirata inglés Edward Davis, y se topó con el misterioso hogar de la etnia rapanui, que ya estaban en la isla.

Los rapanui eran un pueblo pacífico que durante muchos siglos se creyeron los únicos habitantes de la tierra, por lo que vivían tranquilos y desarmados.

Sin pensar que pudieran ser atacados por nadie.

Por lo que, cuando los holandeses desembarcaron, les fue fácil agredirlos y someterlos a la esclavitud.

La partida de desembarco avanzaba con pausa cuando, de repente, sonó un grito: “¡Disparad, es el momento!”. Crepitó una descarga de mosquetería y, cuando se disipó el humo de las armas, algunos indígenas gemían en el suelo heridos de balas, entre ellos el alegre muchacho que había sido el primero en subir a bordo.

En medio del tumulto y la confusión los holandeses habían visto unos monumentos extraños de los que luego hablaron mucho, como gigantes de arcilla, no comprendían que sin herramientas de hierro hubieran podido construir y transportar semejantes estatuas de 10 metros de alto y varias toneladas de peso. Se preguntaron cómo unos salvajes habían podido alzar aquellos colosos.

El autor nos testifica que fue en 1887 cuando la república de Chile se anexionó la Isla de Pascua, de 163 kilómetros cuadrados, y al año siguiente firman un tratado, que se redactó en español y en rongorongo mezclado con tahitiano, sobre la propiedad de la tierra.

Nos encontramos ante una novela de divulgación, donde el autor nos descubre muchas características de los rapanui y de su manera de comportarse.

Nada se decía en el documento de que los nativos iban a ser evangelizados ni de que debían abandonar la creencia en sus grandes dioses polinesios.

A mediados del siglo XIX los misioneros hablaban de la poca resistencia de los pascuenses para cambiar sus creencias en los ídolos y aceptar al Dios verdadero. Aunque, en el fondo de su espíritu, siguieron aferrados a sus primitivas convicciones.

Por mucho que repiquen las campanas de las iglesias y por muchas cruces que se levanten en los cruces de los caminos, el temor a los espíritus ancestrales sigue tan vivo como siempre. Se esquiva hablar de ellos en horas en que suelen deslizarse cerca de las residencias de los vivos, pero a pleno día los pascuenses no se privaban de quejarse de astucias y malignidades.

Nos encontramos ante una novela de divulgación, donde el autor nos descubre muchas características de los rapanui y de su manera de comportarse.

Así, vemos cómo los nativos defienden con uñas y dientes los ritos y costumbres ancestrales que configuran su identidad y dan significado a sus vidas, para conservar en lo más recóndito de sus almas el sentido de su autenticidad como tribu, creando sus propios rituales y estableciendo su manera peculiar de sobrevivir y de medir el tiempo.

Para los pascuenses, la luna era la tierra más cercana que veían, con plenilunio o luna llena era el tiempo idóneo para pescar, porque los peces subían de las profundidades buscando la luz selenita. Las estrellas con movimientos de la Vía Láctea les servían de guía en la noche, era en gran parte complementario al estudio de los movimientos del cinturón de Orión y de las Pléyades.

La luna destacaba debido a su utilidad como medidor de tiempo y su influencia sobre la siembra y la pesca, para lo cual crearon un calendario lunar llamado tau, compuesto de 12 a 13 meses de 29 a 30 noches cada uno.

Y fue en este paraje alejado de todo, en esta isla volcánica de verdes pastos custodiados por los gigantescos moáis, que actuaban como divinidades protectoras, donde fue a recalar nuestro protagonista, y donde emprendería su más decisiva andadura.

Allí Aníbal estableció su nuevo hogar encontrando la hospitalidad que tanto andaba buscando. Pronto llegó a congeniar con estas gentes primitivas y nobles que le acogieron con los brazos abiertos en este fabuloso edén.

Además de quedar subyugado por un paisaje fascinante, donde las olas enfurecidas han trasformado sus orillas en cortantes arrecifes, y donde en lo hondo del cráter Rano Raraku existe una laguna de agua dulce en la que crecen plantas aromáticas de variopintos colores, y las laderas que rodean al volcán son de una extraordinaria belleza.

Allí sólo cabía esperar la resurrección del Fénix, después de haber contemplado la hermosura en estado puro, esa que nos arrastra hacia el precipicio y el frenesí, porque ya no deseamos contemplar nada más.

Al alba el sol del amanecer derramaba su riqueza de oro radiante sobre el mar como espejo, que se daba bofetadas contra el terco acantilado en los arrecifes, rugiendo en continuos cachones, como olas de mar que se rompen en la playa y se deshacen en espuma.

Fueron sus cualidades de buen cocinero las que le abrieron las puertas para poder trabajar en el restaurante Tatakuani, donde causará admiración con platos deliciosos como el ceviche de atún y sus espléndidas técnicas culinarias que hacen las delicias de los comensales, así como sus fantásticos cocteles de ron con miel, limón y mango.

Aníbal tenía en la cabeza para sorprender, como las ricas tapas españolas de tortilla de patata con cebollas y pimientos, pollos fritos con picantes, o chilles, tempura de mariscos con especies ligeramente picantes y hierbas finas con aceite muy caliente, un minuto, dos corderos al ajillo con vino, y las bebidas correspondientes.

Postre de merengue con canela y frutas tropicales y macedonia de frutas variadas con un chorreón de un ron pálido casero en copas amplias de bordes azucarados.

El autor aprovecha la permanencia de Aníbal en la isla para descubrirnos su historia y las expediciones europeas que tuvieron lugar con las consabidas excavaciones y el descubrimiento de los numerosos moáis, estatuas gigantes esculpidas en basalto del cono volcánico, representando diversas divinidades.

Se han registrado unos 900 moáis en la Isla de Pascua, la mayoría en toba lapilli del volcán Rano Raraku, que estudiaron los famosos antropólogos y arqueólogos como Katherine Routledge, Thor Heyerdahl y Alfred Métraux.

De los 900, unos 400 se encuentran en la cantera de Rano Raraku, 288 asociados a los ahu, y el resto disperso en distintos puntos de la isla, probablemente abandonados en la ruta hacia algún ahu (plataformas) por circunstancias que se desconocen.

En esta paradisiaca isla cercada por el océano infinito, en la que se mezclan el olor a sal marina, el verdor azulado de sus aguas y un cielo majestoso, donde en la noche brillan luceros titilantes y estrellas fugaces iluminando la oscuridad, es imposible que no surja el fuego del amor y, así, aparece de pronto, como eje y centro de la novela, irrumpiendo como incendio pasional que arrasará los corazones de Aníbal y la princesa Anuaiti-Matua.

Los amantes sintieron el latir de sus venas encerradas en su cuerpo, buscando la salida.

El amor que surge entre ellos es un sentimiento visceral y arrebatador, como no podía ser de otra manera, pues se ha ido alimentando bajo un cielo estrellado, irisado por constelaciones, estrellas fugaces y presidida por una luna llena, coronada de azahares.

Los amantes se contemplaban absortos, sollozando hacia adentro, para que la fuente de su llanto no rompiera ese silencio mágico, cerrando sus ojos para sentir el cuerpo como una ofrenda que se derramaba como un río de lava, mientras en sus bocas afloraba una luz semejante al plumaje de un pájaro tiritando en la nieve.

Para ellos había dejado de existir el tiempo, todo era un recomenzar desde el mismo instante en que juntaron sus cuerpos y ya no sentían el temor de que todo fuera un espejismo.

Pues el fuego que emanaba de sus sentidos era tan real como la calcinada tierra volcánica en que tenían hundidos sus pies, haciéndose un todo con la madre naturaleza.

Los amantes sintieron el latir de sus venas encerradas en su cuerpo, buscando la salida, porque para ellos la única liberación que existía era sellar un pacto sublime con el sol la luna y el amor.

Mientras estaban los dos amantes, Aníbal y Ana, en un lugar apartado y apacible, dándose besos porque sus cuerpos pedían amor como una necesidad fisiológica con todas sus consecuencias.

Pronto el fruto de su amor se realizó en un hijo al que pusieron de nombre Casimiro, pero como la felicidad no es eterna, ni siquiera en la Isla de Pascua, llegó la desgracia.

Pasado un tiempo surgieron las infamias, las conspiraciones, las falsas acusaciones y el enfrentamiento entre clanes que puso fin a la paz y concordia existentes.

Todo ello desembocó en una persecución y amenazas contra Aníbal y su familia, poniendo en peligro la vida de su hijo, lo que les llevó a la drástica solución de tener que salir huyendo de la Isla de Pascua a toda prisa.

Habían pasado cerca de cuatro años desde que Aníbal puso su pie en la Isla de Pascua, por circunstancias ajenas a su voluntad, a lo mejor fueron los designios inescrutables del destino. Ahora era marido y padre de familia y, sin más, de repente, por imperativos de la guerra entre dos tribus emparentadas, tenía que salir huyendo con Ana y con su hijo. Pero tenía un poder interior que siempre triunfa, era la fe en sí mismo y en su trabajo de chef.

Esta fabulosa historia que a ningún lector dejará indiferente nos va a hacer adentrarnos en un mundo maravilloso, donde asistiremos a un encuentro fascinante con unos personajes llenos de autenticidad y belleza, que nos harán partícipes de sus apasionantes vidas.

Seremos testigos de sus hazañas, que llenarán nuestro pensamiento de sueños que pueden llegar a ser posibles, nuestro rostro recibirá la caricia de los vientos tropicales, nuestra retina se llenará de paisajes bellísimos, nuestras manos se colmarán de tesoros inapreciables, sentiremos nuestros pies moverse arrastrados por seductoras músicas ancestrales, bailaremos hasta el amanecer bajo una luna de embriagadores nardos y nuestros labios quedarán impregnados del dulce néctar de la vida.

Es ahora cuando más necesitamos soñar que anoche volvíamos a Hanga Roa.

Pilar Galán García
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