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Aniquilación, de Michel Houellebecq

sábado 4 de junio de 2022
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“Aniquilación”, de Michel Houellebecq
Aniquilación, de Michel Houellebecq (Anagrama, 2022). Disponible en Amazon

Aniquilación
Michel Houellebecq
Novela
Editorial Anagrama
Barcelona (España), 2022
ISBN: 978-8433981219
608 páginas

Cada nueva entrega de Michel Houellebecq es un auténtico acontecimiento, ya no sólo literario, sino incluso sociológico. Houellebecq hace ya mucho tiempo que dejó de ser el escritor de moda para convertirse en el escritor de referencia de Francia. Se diría que ha sido un largo camino desde Ampliación del campo de batalla (Extension du domaine de la lutte, 1994) hasta la novela que ahora nos ocupa; pero no, la realidad es que, en mi opinión, la consagración de Houellebecq como ese tipo de escritor que con el tiempo deviene en cronista de su época porque es respetado por el solo peso de su obra, y ello independientemente de que guste o no, a la par que conocido por todo el mundo gracias a una sobreexposición mediática, empieza con este último libro: Aniquilación (Aneantir, 2022). Hasta ahora, o mejor, hasta su anterior libro, Serotonina (Sérotonine, 2019), Houellebecq seguía siendo el enfant terrible oficial y mimado de los medios franceses, ese tipo raro y cochambroso que nunca se sabía muy bien por dónde iba a salir, pero que siempre se salía con algo que ponía de los nervios a los biempensantes de turno. Para estos últimos Houellebecq había sido el bocazas reaccionario, en apariencia machista y xenófobo, que escribía aparentemente sin tapujos, y con mucha mala leche, eso que llamamos en plan fino sarcasmo e incluso cinismo, o que muchos querían leer pero jamás se habrían atrevido a escribir. Porque hay que ser Michel Houellebecq para poder escribir con total desinhibición, y sin miedo a la lapidación pública de los medios de lo que el propio escritor denomina la dictadura socialdemócrata, sobre la frustración sexual, la banalidad del turismo de masas y de todo lo contemporáneo en suma, el islam en Francia y por lo tanto los conflictos de la sociedad multicultural, la liquidación progresiva de una determinada y hasta ahora monolítica identidad francesa frente al fenómeno de la globalización, lo que viene a ser como hablar del fin de la preeminencia en nuestras sociedades occidentales del ciudadano blanco y heterosexual, y, así en general, sobre casi todos los temas más relevantes o espinosos de nuestro tiempo. Houellebecq nos hablaba de todo eso en sus libros, pero la clave de su éxito no era el qué sino el cómo. Lo que atrapa a los lectores es el tono descarnado, más que provocador, incluso impúdico, con el que Houellebecq habla del sexo o de la violencia como algo tan consustancial a la superficialidad de la vida moderna como ineluctable, la aparente frialdad con la que aborda temas tan sensibles como el racismo, el islamismo, el feminismo y todos los ismos en boga que se le pongan a tiro, limitándose a reflejar los aspectos más absurdos o ridículos de éstos con una aparente indiferencia, como si en realidad le trajera sin cuidado, porque poco o nada se puede hacer para evitarlo, siquiera porque eso ya no es asunto suyo, él sólo se limita a dejar constancia de lo que ve con el debido desapasionamiento del que observa la vida con ojos de cínico a rebosar de taras, nada de militancia contra esto o lo otro, nada de desmontar los discursos de otros o denunciar los peligros inmediatos que se ciernen sobre todos nosotros si no reaccionamos a tiempo y revertimos el estado de las cosas del modo que sea. Houellebecq nos retrata a través de las lentes deformadoras de su escritura, a través de ese callejón de los espejos valleinclaniano que es su narrativa cínica, provocadora, cuando no sucia como pocas, y sobre todo divertida, la cual, supongo, la mayoría de los lectores reconocen al momento como tal y de ahí que, por muy discutibles o endebles que sean los planteamientos de sus novelas, estén siempre dispuestos a repetir como el que comete uno de esos placeres culpables al estilo de los de los deportistas de élite cuando se encierran en su cuarto a comerse un bollo de crema o una tabla entera de chocolate. Porque, de lo contrario, de no ser capaz de concebir la narrativa de Houellebecq como una invitación a adentrarse en el laberinto de realidades cóncavas y convexas que sólo existe en el ánimo epatante del escritor, al menos del modo crudo y obsceno con el que él nos lo presenta, éste no pasaría de ser un reaccionario al que la sociedad de su tiempo le resulta insufrible y de ahí la ferocidad con la que se aplica a desmontarla al más genuino estilo de un Chateaubriand de nuestra época.

Con Aniquilación, un verdadero tocho de más de setecientas páginas, descubrimos a un Houellebecq que ya no nos parece Houellebecq.

Pero ese era el Houellebecq hasta Serotonina, cuando todavía los lectores, y en especial los medios que publicitaban sus libros en la convicción de que la provocación de éstos estaba más que medida para indignar a unos pocos estirados y complacer a la inmensa mayoría con las maldades de rigor, sabían que, por muy peliagudo que fuera el tema a tratar en cada nuevo libro, tampoco había que echarse las manos a la cabeza porque para la mayor parte de la intelligentsia biempensante de la tiranía socialdemócrata de marras se trataba del bufón mayor de la República y pare de contar. Cada época precisa del suyo, alguien que tenía ya de entrada la bula del gran público y los medios para escribir lo que le viniera en gana siempre que lo hiciera con esa gracia tan dudosa pero no por ello menos divertida, ese estilo ya tan reconocible como previsible, que lo caracterizaba. Sin embargo, con Aniquilación, un verdadero tocho de más de setecientas páginas, descubrimos a un Houellebecq que ya no nos parece Houellebecq. Yo incluso añadiría algo más, todo en Aniquilación, insisto que más de setecientas páginas, parece estar escrito para descubrir a un autor que ya no es el que firma el libro sino otro nuevo, si para mejor o para peor ya es otro tema de discusión, pero que firma con el mismo nombre.

Empecemos por el protagonista, Paul Raison, alto funcionario del Estado a servicio de Bruno Juge, ministro de Economía y Finanzas, un tipo que en principio se nos presenta como el personaje arquetípico de Houellebecq, un cínico desencantado que pasea sus frustraciones personales y profesionales por los pasillos del ministerio en cuestión y se relaciona con sus semejantes desde la más absoluta frialdad e incluso desprecio. Un tipo aquejado de ese cansancio vital, esa nonchalance, o indolencia o apatía existencial, hacia todo lo que pasa a su alrededor, que observamos en casi todos los protagonistas de las anteriores novelas de Houellebecq como consecuencia del malestar con el que se enfrentan a los cambios vertiginosos que se suceden dentro de las sociedades capitalistas. Dicho de otro modo, esa sensación de no ser capaz de aprehender en su totalidad las razones de dichos cambios y ya en especial las implicaciones de éstos para su futuro inmediato. Sin embargo, si este desasosiego en teoría consustancial al individuo de nuestra época, y más en concreto al varón blanco y heterosexual como la mayoría de los personajes de Houellebecq, solía ser la excusa para presentarnos como protagonistas a mediocres condenados a la tristeza de por vida, o, ya directamente, a verdaderos gilipollas como el informático de Ampliación del campo de batalla, el triste y sexualmente insatisfecho Bruno de Las partículas elementales, el funcionario cuarentón y putero internacional de Plataforma, el cómico millonario y rematadamente vulgar e inane de La posibilidad de una isla, el patético y ramplón artista de El mapa y el territorio o el fracasado ingeniero agrícola de Serotonina, la verdad es que el alto funcionario del Estado, Paul Raison (Pablo Razón), resulta ser el más humano y por lo tanto auténtico de todos.

De hecho, si bien es verdad que no faltan los habituales apuntes cínicos y/o escépticos en la visión de las cosas de Paul Raison —al fin y al cabo nos encontramos con otro producto típico de una sociedad que cifra el éxito en la consagración de la mayor parte de sus vidas al triunfo profesional y poco más, lo cual convierte a los altos funcionarios como nuestro protagonista en individuos fríos y ensimismados que apenas mantienen relaciones con otros más allá de lo exclusivamente profesional y con verdaderos problemas de comunicación con sus seres más cercanos, que no siempre queridos—, su evolución personal ante las dos dramáticas circunstancias a las que tendrá que hacer frente lo exonerarán de engrosar la lista de protagonistas grotescos y execrables que componen la mayor parte de la obra de Houellebecq.

Se trata, pues, de una historia familiar en la que los habituales de Houellebecq esperarían un retrato inmisericorde de las relaciones entre padres e hijos y también entre hermanos.

De ese modo, Aniquilación se articula ante dos escenarios relacionados con la vida íntima y familiar del protagonista. Por un lado la enfermedad terminal de su padre y todo lo que eso conlleva en cuanto a reencuentro con sus hermanos para decidir cómo planificar los últimos años de la vida de éste, puede que incluso la posibilidad de un final anticipado para evitarle la tortura de una agonía prolongada en el tiempo. Esa sería la historia alrededor de la cual gira casi toda la primera parte del libro, una reflexión no tanto sobre la conveniencia o no de la eutanasia para el padre, como del significado de esta aniquilación planificada para cada uno de los hijos que deben enfrentarse al dilema de decidir sobre la vida de su padre, un antiguo miembro del servicio secreto francés que ha disfrutado de una vida plena en todos los aspectos, alguien acostumbrado a tomar siempre sus propias decisiones y que ahora, como consecuencia de la inevitable decrepitud a la que lo condena su edad, se ve convertido en un mero estorbo para los suyos. Se trata, pues, de una historia familiar en la que los habituales de Houellebecq esperarían un retrato inmisericorde de las relaciones entre padres e hijos y también entre hermanos, pues es imposible imaginar un terreno más adecuado para que el enfant terrible de la literatura francesa contemporánea, el provocador mayor de la República, entre a degüello con su siempre vitriólica pluma. Sin embargo, y aunque no falta más de un apunte irónico, e incluso cáustico, sobre las relaciones fraternales debido a las diferencias de caracteres e intereses entre los hermanos y sus parejas, nada que no suceda en cualquier familia, la verdad es que en esta ocasión la sangre no sólo no llega al río, sino que además se encauza de la mejor manera posible a pesar de algún que otro episodio trágico al margen de las relaciones entre ellos. Houellebecq nos hurta la escabechina que esperaríamos de él porque en esta ocasión es extraordinariamente comedido y hasta empático con las motivaciones de cada uno de sus personajes, por muy proclives que pudieran parecernos en un principio al trazo de brocha gorda dadas sus peculiaridades, como en el caso de la hermana ultracatólica, la cual es presentada con un respeto y hasta una reivindicación que resulta admirable viniendo de quien viene. Otro tanto con el hermano pequeño y las parejas, también harto peculiares, de cada uno de los hermanos y el padre moribundo. Claro que hay roces e incompatibilidades de carácter por todas partes; pero, por extraño que parezca, el autor que ha hecho de la exageración de los aspectos más negativos de nuestras sociedades contemporáneas la principal seña de identidad de su estilo literario, en Aniquilación todo se resuelve de acuerdo a una lógica, la de intentar limar esas diferencias a toda costa en pro de lo mejor para todos y sobre todo para el padre. Otra cosa es que la solución que toman entre todos sea completamente rocambolesca, en realidad la principal provocación del libro. Todo acaba fluyendo hasta un fin más o menos satisfactorio para todos gracias a un exquisito ejercicio de realismo, siquiera ya sólo de templanza literaria, es decir, de no sacar las cosas de madre tal y como nos tenía acostumbrados Houellebecq cuando todavía se inclinaba por el esperpento puro y duro y, así en general, por cualquier cosa que le asegurara ser despellejado más tarde por los gurús de la crítica francesa.

Si la historia acerca de la decrepitud del padre es motivo de sobra para disertar acerca de la aniquilación de la vida, qué decir cuando, a partir de la segunda mitad del libro, tras haber arreglado de un modo harto peculiar la situación de su progenitor, el protagonista descubre que tiene cáncer con todo lo que eso conlleva de no poder ya alejar de sus pensamientos diarios la idea de su propia aniquilación. Sin embargo, y por si los mismos habituales de Houellebecq a los que antes me refería hubiéramos vuelto a caer en la tentación de esperar un desenlace desgarrado y hasta caótico de la historia, incluso una verdadera oda al sinsentido de la vida en su conjunto tal y como parece que ha sido toda la anterior obra del autor de alguna u otra manera, aquí volveremos a equivocarnos de lleno porque el relato de la lucha del protagonista contra su enfermedad es una reivindicación de la esperanza al más genuino estilo de los libros de superación personal que tratan este tipo de temas.

Se diría que en Aniquilación el autor ambicionaba hacer un compendio demasiado ambicioso de lo que había sido buena parte de su narrativa anterior.

Eso si el lector ha tenido la paciencia e incluso el coraje de llegar hasta el final de la novela, pues, aunque hay que reconocer que en Aniquilación el autor ha hecho un notable y eficaz ejercicio de precisión gramatical y contención descriptiva para generar una lectura tan rápida y a la vez precisa que evite que el lector se desanime ante la magnitud del texto, la profusión de información acerca de la enfermedad del protagonista y su tratamiento de cura acaba resultando tan apabullante como innecesaria. En cualquier caso, nada que el propio lector no pudiera haber suplido recurriendo también a Internet e incluso a un número similar de especialistas como aquellos a los que Houellebecq agradece sus referencias profesionales en un apartado especial al final del libro. ¿Era necesario hacer hincapié en lo mucho y bien que se había documentado para tratar el tema del cáncer del protagonista? ¿Acaso los detalles acerca de la enfermedad no deberían ser siempre secundarios en relación con aquello que atañe al ánimo del enfermo, los pensamientos que ocupan la cabeza de éste o el modo como se trastoca todo a su alrededor? Así que como para no acoquinarse ante las setecientas y pico páginas a rebosar de información pormenorizada pero no deseada por innecesaria. Ante eso, y también ante las historias tangenciales a las dos anteriores, que a mi juicio no acaban de cuajar en ningún momento, ya sea la de las amenazas terroristas al ministro y jefe de nuestro protagonista, la evolución de la campaña electoral de éste para la Presidencia, o los pormenores de las distintas relaciones de pareja y familiares del resto de personajes que aparecen a lo largo de la novela. Demasiados frentes abiertos que prometen ser más de lo que acaban siendo porque acaban diluyéndose, arrinconándose, ante la contundencia narrativa de las dos tramas antes comentadas. Se diría que en Aniquilación el autor ambicionaba hacer un compendio demasiado ambicioso de lo que había sido buena parte de su narrativa anterior con el fin de volver a tratar ciertos temas, como el sexo, la política o el terrorismo, desde ese nuevo prisma de escritor ya consagrado como uno de los grandes, si no el más grande, de su época y país, y por lo tanto obligado a la seriedad, contención, de la que antes había carecido por su empeño en figurar siempre en primera línea agitando conciencias, el recurrente y siempre efectivo épater les bourgeois en su versión contemporánea, es decir, epatar al progre y biempensante de clase media, el establishment socialdemócrata de nuestra época como en otras lo fue el conservador y gazmoño de las clases acomodadas. Y a fe mía que lo ha conseguido, pues sólo hay que hacer un repaso somero de las críticas o reseñas que han hecho los principales medios gabachos a la última novela de su escritor más mediático y leído para darse cuenta de que la inmensa mayoría ensalza Aniquilación como la gran obra de madurez de su autor, eso ya a su edad y tras ocho novelas y no sé cuántos otros libros en distintos géneros. Se diría que esta es la primera novela con la que ese otro establishment francés puede por fin sentirse a gusto porque no contiene nada que los incomode como en otras ocasiones, algo que pueda dar pie a acusaciones de racismo, machismo —como que en Aniquilación los personajes femeninos aparecen como verdaderas personas y no simples objetos de deseo o rechazo por primera vez en toda su obra— e incluso simples comentarios, los cuales algunos quieren pasar por anarcoliberales cuando en realidad son simple y llanamente reaccionarios, a cuenta de las políticas sociales de su país.

En resumen, un Houellebecq domesticado del que ya nadie espera que haga declaraciones a cuenta de un libro suyo del tipo: “el islam es la religión más idiota del mundo”. No, eso ya parece ser cosa del pasado revoltoso y provocador de un autor que en este libro hace sospechar que cuando habla de aniquilación no lo hace tanto de la que afecta a la vida de los protagonistas de su novela, tal y como apuntan las dos historias antes señaladas, sino de la suya propia como personaje mediático e incluso literario. Y claro, llegados a este punto, cómo no recordar una vez más aquello que dice Rafael Chirbes en sus diarios de que sólo leía al francés para disfrutar de sus maldades como el que disfruta de un placer prohibido, culpable, puede que hasta liberador. ¿Para qué leer ya a Houellebecq si ya no es el cínico, provocador y faltón Houellebecq, sino el sesudo y ahora templado diseccionador de la sociedad francesa de su época, y por extensión de todo eso que llamamos Occidente, con todos los boletos para ser un futuro candidato a entrar en el Panteón de los Ilustres de Francia al estilo de Émile Zola o Alejandro Dumas, algo que, paradojas de la vida, se le negó a Céline por haber perseverado en ser un impresentable antisemita y traidor a su patria hasta el último momento? De hecho, el epílogo del libro acaba con una frase bastante inquietante en la que es difícil resistirse a encontrarle un doble sentido: Il est temps que je m’arrete.

Txema Arinas
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