

Punto de cruz
Jazmina Barrera
Novela
Editorial Tránsito
Madrid (España), 2023
ISBN: 978-8412303681
240 páginas
El punto de cruz se borda con puntadas en forma de equis, todas idénticas y una al lado de la otra (xxx). Esa equis es el patrón que se repetirá y se irá extendiendo o adelgazando hasta completar el esquema o dibujo sobre la tela. Como en otras labores de aguja, hay una repetición, una insistencia atenta que produce un ritmo y provoca a la vez una concentración y un abandono. Un estar ahí, en los límites de la tela, en sus bordes (los de la tela, los del dibujo, los propios), pero también un desbordarse, un salir de sí mismo como siguiendo un hilo.
Con la palabra hilo designamos la materia textil, elemento fundamental de la costura, el tejido y el bordado. Pero hilo también designa el “curso o evolución de una cosa”, y en ese sentido está asociado al tiempo y al discurso, a la narración y a la memoria. Se dice el hilo del pensamiento, del discurso, de la historia. Escritura y bordado coinciden en la importancia del hilo y en la manera en que puntadas o palabras se enlazan; es decir, se hilvanan, para crear la obra. En Punto de cruz, Jazmina Barrera recoge esa semejanza y logra bordar (en el sentido de “ejecutar con arte y primor”) un texto que se puede leer como una novela en la que el bordado es parte de la historia (los personajes bordan y hablan de bordado) o como un breve ensayo que se vale de una historia para discurrir sobre la historia y el arte de bordar.
Jazmina Barrera nació en Ciudad de México en 1988 y es autora de Cuerpo extraño (Literal Publishing, 2013), Cuaderno de faros (Tierra Adentro, 2017), Línea negra (Almadía, 2021), Los nombres de los animales (Hueders, 2021) y, el libro más reciente, Punto de cruz, publicado en México (Almadía-Montacerdos, 2021), España (Tránsito, 2021) y Colombia (Laguna Libros, 2023).
El relato sigue a las protagonistas en su camino a la adultez: su exploración del cuerpo y de la sexualidad, su mundo familiar y escolar, sus preferencias y afinidades.
Esta novela rememora la amistad de tres adolescentes mexicanas: Dalia, Citlali y Mila, la narradora. La historia se ancla en la amistad como espacio de vivencia donde se suceden y comparten los conflictos de la búsqueda de la identidad propia junto con el reconocimiento en y de los otros. El relato sigue a las protagonistas en su camino a la adultez: su exploración del cuerpo y de la sexualidad, su mundo familiar y escolar, sus preferencias y afinidades, sus rechazos, sus miedos y preguntas, y deja ver el paso del tiempo por ellas y por sus relaciones, las heridas, las pérdidas, lo que cambia y lo que permanece. Ese camino, desde la percepción y toma de postura de las protagonistas, pasa por temas como la miseria, la acción social, el machismo, la anorexia, la autolesión, el abuso o la violación. El abordaje de estos temas no deja de ser preciso, pero guarda una acertada sutileza. También hay un recorrido literario a través de las lecturas (amadas u odiadas) que hicieron las tres y que Mila recuerda: Siempre hemos vivido en el castillo, Las pequeñas virtudes, La insoportable levedad del ser, Siddhartha, novelas góticas o de fantasía, Carson McCullers, Angela Carter, Coleridge, Henry James, Borges. Si esas lecturas ofrecieron respuestas en el pasado, repasar la lista en el presente, como confirma Mila, lo hace de nuevo: “Nos he buscado en muchos libros y he encontrado pedacitos de nosotras en algunos” (237).
El punto de partida de la historia es la noticia de la muerte de una de las amigas: “Se me parte el corazón cada vez que escribo estas palabras. Citlali tuvo un accidente en el mar de Senegal y se ahogó”. El mensaje perturba la rutina de Mila y la instala como narradora. Ocuparse de organizar una ceremonia fúnebre la lleva a revolver cajones y revisar viejas libretas: la de los teléfonos, la del viaje a Europa, la de la novela que escribían juntas. “Con la muerte de Citlali, los recuerdos que compartíamos se me vinieron encima, porque ya no está ella para ayudarme a cargarlos” (15). El repaso de esos recuerdos es el hilo de esta novela, fragmentaria como toda memoria. Porque los recuerdos no son lineales. Hay nudos, hay dudas. Y hay que hacer pausas porque hay pasos difíciles o bordes a los que hay que acercarse con cuidado. En esos bordes o cubriendo ciertas zonas, el relato en primera persona se cruza con fragmentos sobre el bordado.
El bordado cruza el relato, no lo interrumpe ni lo alterna de modo caprichoso. Ha estado presente desde el primer momento, casi como protagonista. Mila está bordando el nombre de su hija en el morral de la escuela. Borda y hace memoria. Su voz (el hilo de su voz) lleva el relato desde el presente en el que vive con su esposo y una hija pequeña, y se entera de la muerte de Citlali hasta el pasado que compartió con las amigas. Bordado y memoria/narración se solapan. Pero no sólo ahora, también en el pasado hubo bordado. Mila apunta: “Siempre estábamos bordando y bordábamos juntas” (165): en las bancas del colegio, Citlali borda un bestiario, Dalia patrones abstractos, ella misma frases de libros y canciones. En otro momento, Dalia borda flores rojas en un separador y Mila un árbol y pájaros en negro sobre negro. Ambas recuperan, junto con una lista de libros, los viejos bordados de Citlali. Es una actividad cotidiana, compartida e importante para las amigas, y entonces el bordado está justificado como parte de la historia, y hay que leerlo así.
He leído los fragmentos sobre el bordado como una voz en la que confluyen la autora y la narradora. Y, por eso mismo, con ese recurso, como las voces del bordado a lo largo de la historia, incluyendo la mía. Voces (y silencios), porque se borda para decir (o para callar) algo. Esos fragmentos, a la manera del dibujo que se trabaja al bordar, van revelando un ensayo que indaga sobre ese antiguo arte y su desarrollo, sus técnicas y variaciones, los mitos y leyendas que lo reflejan o su lugar en la cultura y la sociedad.
Un homenaje y una reflexión abierta sobre el bordado y, también, sobre las mujeres que bordan y escriben.
En ese sentido, Punto de cruz es un lugar de encuentro. Jane Eyre borda y observa a otra mujer que borda; Ana Moncada, un personaje de Elena Garro, “clava con ira su aguja en el bordado” (67), la protagonista de Ancho mar de los Sargazos escucha el ruido de la aguja en la tela. Queda constancia del tapiz que elaboró Filomela para contar su desgracia, de las últimas palabras que bordó María I de Escocia antes de ser decapitada, de las arpilleras que Violeta Parra llevó a París y de las que luego sirvieron para narrar el horror de la dictadura, y de la pancarta bordada con los nombres de las sufragistas en huelga de hambre en Londres. Esas referencias ocupan algunos fragmentos. En otros, hay comentarios sobre los modos de bordar, el aprendizaje, las semejanzas con la escritura, los instrumentos que se emplean, los puntos, las técnicas. En suma, un homenaje y una reflexión abierta sobre el bordado y, también, sobre las mujeres que bordan y escriben: “En el bordado se reproducen, se comparten, se regalan y se enseñan patrones y puntadas… Pasa lo mismo en la literatura escrita por mujeres” (121).
Punto de cruz es una novela trabajada en punto de cruz siguiendo el consejo de Citlali: “Dijo que lo hiciera con punto de cruz porque el punto de cruz representa bien eso: son figuras, cruces que parecen individuales pero que en realidad son una cadena y un solo hilo: la misma cosa” (196). Y como en las historias y en el bordado, el revés de la trama tiene también mucho que decir.
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