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Moscas sobre el mantel

jueves 27 de agosto de 2015
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El reloj marca las 7:00 en punto de la noche. A esa hora en aquella casa todos han cenado, sólo ella permanece en silencio delante de su plato. De nada ha servido que le hicieran caritas sobre el puré de papas como siempre. El pediatra, el doctor Miranda, tranquiliza a la madre: “Déjela que no coma, cuando tenga el estómago pegado al espinazo ella pedirá comida”. Malena imagina el nuevo truco que harán para entusiasmarla y se entretiene horas dándole vuelta al tenedor, mientras la comida se va haciendo un pegote intragable. Las caritas en el puré son la más reciente propuesta y ella está fascinada mirando cómo caen las gotas de salsa de tomate para fabricar su muñequito. Que luego revuelve con violencia hasta hacerlo desaparecer y pedir un nuevo entretenimiento. Quizá por eso ha terminado de habitarla su malacrianza.

“Me duele mucho la cabeza”, dice arrugando el rostro. “Ya te di dos aspirinas infantiles como dijo el doctor Miranda, pero no sé qué otra cosa puedo hacer”. “Me hace bum bum bum, es como si tuviera a mi amiga René y mi amiga Manuela peleándose ahí adentro”.

—Dios —dice la madre, con una angustia de estreno. La toca—. La cabeza te hierve, mañana a primera hora vamos al médico.

 

La casa parece en reposo; afuera, el ruido de las cornetas da paso a un asomo de silencio. De pronto un grito.

—¡René, deja tranquila a Manu, suéltale el pelo! ¡Ay, ay, me duele, me duele!

—¿Usted está segura de que la niña no se ha dado un golpe? —pregunta el residente al que hoy le toca hacerle el quite al doctor Miranda que para variar está en un congreso.

—¿Golpe? —la pregunta la remite a las reyertas típicas entre sus hijos—. Malena, ¿Te has estado pelando otra vez con Manuel y Matías?

—No, mami, son René y Manuela, están ahí, René agarró por los pelos a Manuela y Manuela la pellizca y están aquí.

—Toque, doctor.

El residente Domínguez coloca su mano en la cabeza —una cabeza bastante grande— y siente una extraña protuberancia que lo lleva a retirarla de inmediato.

—¿La visión de la niña? —pregunta haciendo gala del estudio que acaba de culminar la noche anterior—. A ver, Malena, dime ¿cuántos dedos hay aquí? —y los dedos puestos en signo de la paz.

—Mmm uno… y otro, dos, doctor.

—¿Qué pasa, doctor? ¿Qué tiene Malena? —inquiere mortificada la madre.

El residente Domínguez no sabe qué contestar. La mira, mira la cabeza de la niña. Se coloca un guante. La toca de nuevo pero esta vez hace presión. La niña emite un grito desgarrador. Y le quita violentamente la mano al intruso.

—¡Quita, les haces daño a mis amiguitas!

—Déjame ver tus brazos, Malena, ¿Te subes la franela?

La niña obedece, no sin cierta rabia, y descorre las telas que recubren sus brazos. Y también muestra su vientre plano. En su gesto hay cierto pudor de niña que descorre la tela, pero también ardor, no del ardor de las mujeres grandes, sino de ese del que duele, con esa punzante presencia de los sentidos. El doctor, residente Domínguez, roza la epidermis angelical de Malena. Y no puede evitar descomponerse.

—¿Hace cuánto está así?

—¿Así, así cómo? ¿Cómo así, qué tiene mi hija, doctor, por favor, dígame? Fuimos a la playa, una playa que para llegar hay que atravesar una maleza. Siempre vamos allí, desde hace 4 años. Es una costumbre, ya nos la sabemos. Y nunca pasa nada.

—Señora, no sé cómo decirle esto…

—¿Qué tiene mi hija? ¿Qué le sucede?

—¡Ay, mami, otra vez René y Manuela se están peleando, me duele, me duele, no me dejan quieta! ¡Me suena aquí, son ellas, son ellas, se gritan y se dicen cosas feas!

—Señora, su hija pareciera tener todos los síntomas de la ceguera de los ríos u oncocercosis. Para ser más claro, gusanos, su hija tiene gusanera en la cabeza y me temo que se están diseminando por su cuerpo.

—¿Qué? ¿Mi hija? ¿Mi niña? ¡Ya sabía yo que usted no era más que un principiante, un residente! —le espeta con ira sorda la madre de Malena—. ¿Cómo se le ocurre al doctor Miranda dejar a un aprendiz en el consultorio? ¿Mi hija gusanos? Nosotros somos una familia decente, pero sobre todo limpia, ni piojos ha tenido la niña…

—Sé que es difícil de comprender, pero esos huevos los pone la mosca negra. La ceguera de los ríos es una enfermedad producida por un gusano llamado Onchocerca volvulus, que ocasiona daños en la piel y puede llegar a producir graves alteraciones en los ojos, hasta dejar ciegas a las personas. Hay que operar de inmediato.

—Quiero otro diagnóstico, quiero una junta médica.

—La puedo complacer pero por conferencia telefónica. A la niña hay que abrirla antes de que su cuerpo sea tomado completamente por muchas “manuelas y renés”, que cuando llegan a adultos, construyen unas casitas que ocupan, y allí se reproducen, exportando gusanitos pequeños a todo el cuerpo… Señora, señora, por Dios.

La madre ha caído al suelo, el joven residente intenta revivirla, y redimirla, con ella se desploma su vergüenza. En medio de su pequeña muerte, la madre ha revivido la epidemia de sarna de la que no escaparon ni ella, ni Malena, ni Manuel ni Matías, ni la chica de los Andes que limpia los jueves, y hace arepas los viernes y que no conoció el mar. La sarna copó la ciudad de Caracas bien entrados los años 70, y no distinguió entre La Charneca y el Country, hincó el diente y se acabó el caladril en la ciudad.

Domínguez mira a Malena, que toca sus protuberancias con algo de cariño. Ha vivido con ellas ya hace un par de días y les ha tomado cariño. Son suyas, son Manuela y René, sus dos barriguitas, sus dos montañitas, que le arden y le duelen, pero que la hacen única.

La madre regresa del sopor y sus ojos están bañados en lágrimas.

—Siga, doctor, debo saberlo todo.

Él le toma la mano con suavidad, es blanca y limpia, está bordada de venitas, las mismas que él se aprieta con el pulgar luego de hacer una intensa sesión de fitness y están allí latiendo, vivas.

—Cálmese, todo va a salir bien, hay que extirparlas…

—Siga, siga por favor, dígame más sobre la oncocercosis. Lo mira con arrepentimiento. Perdone por…

—Nada que perdonar —le toma la mano, y siente la piel lisa, cuidada. Tan lejos de las escamas de la púber—. ¿De verdad? ¿Quiere saber?

Su boca, la de ella, la madre, se dibuja como una u alargada, él presiente unos labios carnosos. Y una urgencia de su voz, la de él. Deja salir su diagnóstico con la certeza de un cura diciendo la misa del domingo, sintiéndose médico cirujano, de planta pues, con su letrero que dice Doctor Domínguez Infectólogo Pediatra.

—Cuando la persona llega a tener muchos gusanos en su cuerpo se producen lesiones muy graves, como la pérdida de la elasticidad de la piel, sobre todo en la cara, las orejas y la región inguinal. Lo peor que puede producir la oncocercosis es primero dificultad para ver y, finalmente, ceguera total.

—Mami, se quieren salir de su bolsita.

Cae sobre su respaldar. Todos los movimientos se aceleran; la madre corre hacia la hija, el doctor hacia la madre, vuelve a rozar su mano venosa y delicada como el terciopelo del sofá del bar de los viernes. Como la de él, su sangre se siente asentada y pulsante. Él la sujeta cerca, hacia su pecho, sus manos ahora unidas son una sola selva de venas brotadas. De pronto nada existe, solo esas dos manos, que se hacen una y colocan a la niña. Es la hora.

 

La niña yace en la camilla, los ojos abiertos desorbitados. Dopada, cierto, la anestesia, la ha tomado por completo. El doctor regresa; se ha sacado la bata ensangrentada. La niña lo detiene en su rutina de extracción exitosa. Entreabre los ojos, sonríe y deja ver que está traumatizada. La madre se acerca un poco más. “¿Cómo se siente mi niña?”.

—Doctor, ¿qué pasó con Manuela y René, puedo verlas?

La madre, casi desmayada otra vez en una silla, le toma la mano a la niña, pero sin verle la cara, menos la cabeza. El doctor toma una pinza y extrae de un recipiente de vidrio un pequeño animal, aun no formado y ciego, con las patas en ciernes, con cuerpo de díptero. La niña lo mira con curiosidad cruel de niño. ¿Puedo llevármelo a mi casa? ¿Es Manuela o René?

—No podemos saberlo, son gemelas. Moscas negras gemelas. Pero el peligro pasó, señora —dice el residente Domínguez, dejando a un lado el petitorio de Malena—. Tengo que estudiarlas en el microscopio. Saber quiénes son.

—¿Puedo llevármela, doctor?

—Claro que puede. La niña las incubó, son sus criaturas, por varios días se alimentaron de su cuerpo, hicieron su casa allí al interior de su cabeza. Malena tiene que descansar, deberá cubrirle la cabeza con un pañuelo limpio preferiblemente lavado con cloro. Y observarla, para la piel, hay que bañarla con manzanilla, aplicarle esta loción.

Ella lo mira, descubriendo a su protector.

—Gracias, aprendiz —lo dice con gracia, con una complicidad que ha decidido—, gracias por sostenerme, por ayudar a mi hija.

—No deje de observarla.

—¿Puede haber más? Digo, más criaturas espantosas en su cabecita.

—Eso en realidad es un cabezón, no había visto a una niña tan menuda, con semejante… Digo… Ha de ser una característica de la familia del padre… —espeta impertinente y precoz, muy residente, Domínguez; en menos de un soplo cae por el suelo su cartel de la puerta y se desploma su seguridad frente a ella, a quien ha rozado la mano—. Quiero decir, que esos dípteros tienen la cabeza aún no formada pero desproporcionada con relación a la superficie corporal.

—¿Se acuesta tarde, doctor? —un interés que va más allá del auxilio del especialista se presiente en su pregunta. Al menos así lo siente él—. ¿Puede darme su celular?

—04167393002 —imagina su mano venosa pulsando las teclas y él siente que lo rasguea a él—. Usted marque, yo atiendo.

—Quiero llevarme a mis amiguitas —la niña insiste con autoridad.

—La niña me llora y yo no puedo doctor, llora y yo me desarmo. La niña quiere los bichos.

—¡Son míos, son míos..!

La niña los mira. Sus ojos son de un fondo abismal. Se toca la cabeza recién abierta un poco más abajo. La mano y el brazo todo con la piel descubierta, la palma abierta, se estampa contra el recipiente cuyo nombre aprenderá la niña cuando le corresponda estudiar química. El depósito estalla en pedazos y los bichos salen esparcidos por toda la habitación. La madre vuelve a desmayarse; el aprendiz Domínguez la siente caer en sus brazos preparados para recibirla.

—¡Señoraa!

Se deshace la madre en medio del pecho caliente y abrigador del residente Domínguez.

—Están dentro mío, doctor, me pica, me pica el cuerpo… Fuera, fuera… Salgan de mí, no las quiero, no las quiero… ¡Quítamelas, quítamelas de adentro..!

Enseguida entra un tropel de médicos, entre ellos el doctor Miranda. La cabeza de Malena es un gorro de protuberancias. Malena corre a los brazos de Miranda.

—Doctor, mi niña.

—Yo las maté pero están ahí, doctor, jugando al escondite. ¡Quítamelas, quítamelas!

Malena comienza a golpearse, los médicos la sujetan, la madre grita. Domínguez no sabe cómo calmarla.

Se la llevan.

Al día siguiente Malena sale en los periódicos. Le han extraído 33 huevos, de la cabeza, la espalda. Deberá dormir, es objeto de estudio. Se recuperará muy lentamente; no así la madre, su hija ha quedado preñada de moscas. En la casa no volverá a hablarse de ese episodio. Malena no volverá a tener la piel tersa, su vestido epidérmico se tornará arrugado, Domínguez frecuentará la casa de la señora, conocerá a Manuel y Matías, comerá las arepas de la chica que sólo va los jueves. Todas las noches entrelazará la mano de la madre de Malena, serán un amasijo de venas pulsantes. Malena se volverá callada. No pedirá que le hagan más trucos para comer. Se siente responsable de las criaturas que la habitan. Ahora todas las noches dibuja moscas sobre el mantel.

Yoyiana Ahumada Licea
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