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¡Qué animales!

viernes 9 de octubre de 2015
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A Arthur Bispo do Rosario
Negro, pobre, marinero, boxeador y artista por cuenta de Dios.
(Galeano)

Nicolás vivía solo en un pequeño departamento poco iluminado, convencido de que cualquier forma de vida a su lado arruinaría el proyecto en el que había trabajado tantos años; y además, porque su esposa lo había dejado pocos años después de casarse. Las letras eran sus verdaderas compañeras y las buscaba hasta en la sopa. Un plato grande todos los días de sopa de letras bien caliente para adivinar el futuro.

Durante alguna de estas sesiones esotéricas diarias que empezó a realizar una vez que las palabras fueron las únicas con las que compartió habitación, los oráculos lo incitaron a realizar la obra más importante para la humanidad: un libro que lo dijera todo.

La empresa parecía imposible, pero no para Nicolás, a quien el 5 de julio de 1978, durante la cuarta conexión (la cuarta cucharada sopera), encontró un augurio: “mundo” en pasta de sémola de trigo.

De los oráculos no se dudaba y ese libro tenía que ser escrito por él.

Nicolás se dedicó a reescribir su ambiciosa obra. Su inconsciente postura política bien definida no le exigía menos.

Por más de treinta años trabajó afanosamente en su tarea. Un inmenso escrito que versaba entre documento histórico, reporte policiaco, poema, panfleto, ensayo, enciclopedia, chiste y biblia. Nicolás había escrito los últimos años de su vida sobre todo lo que veía y sabía del mundo, si es que eso se podía considerar como todo; pero, por mucho, ese documento de 1.467 páginas y media no lo decía.

No podía sostener una letra más. ¿Por qué las palabras no lo dejaban retratar al mundo como es? Una masa amorfa completamente interconectada, sin principio ni fin. ¿De qué debía hablar primero, si cada cosa de la que quería escribir suponía otras muchas? ¿Cómo debía hablar del hombre, si ese animalito infame le era hermoso y horrendo?

Nicolás se procuraba otras palabras que lo ayudaran. Su fe por las letras era grande y no se limitaba subestimando sus apariciones. El profeta cubano Silvio Rodríguez era uno de sus predilectos: su ánimo crítico casi siempre le aconsejaba bien; y su voz, que le parecía perfectamente poco esculpida, llevaba sus mensajes mientras él podía hacer otros trabajos en el hogar. Porque Nicolás, como casi todos, tenía que salir a trabajar y regresar a trabajar. Él no era de esos hombres iniciados de los que nunca se sabe si alguien los bañaba mientras seguían escribiendo obras mayores que ellos.

Pero luego leía los periódicos y en ellos se enteraba de los actos más destacados del hombre: la mayoría, grotescas biografías en su necedad por controlar todo, hasta el aire. Paradójicamente, era a los hombres más destacados de estos pavorosos actos, a quienes llamábamos animales. Como si esta categoría biológica para clasificar a un cierto tipo de seres vivos que habita el planeta, fuera una ofensa. Nicolás encontraba miles de ejemplos para sostener su hipótesis: los niños se asombran al escuchar que somos el único animal que de adulto toma leche ajena, no por lo ridículo del asunto, sino por el simple hecho de sugerir nuestra animalidad; y las mamás instruyen a sus hijos en que el nombre de un perro se escribe con minúsculas a pesar de ser un sustantivo propio. Como si no fuéramos un pinche animalito más, carajo; se decía y se levantaba de la silla con un enojo que rayaba en la tristeza.

Y es que con todas las letras contradictorias que Nicolás ingería a diario, se le revolvía el estómago; le costaba trabajo digerirlas, y por lo regular eso interfería en su comunicación con los dioses. Los mensajes llegaban incompletos, borrosos, vacíos.

No sabía qué pensar del mundo. Recurrió a la historia porque sólo ella, que se lleva tan bien con el tiempo, podía aconsejarle; y así se enteró de todas las guerras del hombre, menos de la suya que lo había convertido a la locura. Cómo debía posicionarse frente al mundo, era en el fondo quizás su mayor preocupación. ¿Qué debía hacer con todo lo que ahora sabía? ¿Saberlo nomás? ¿Para qué habían puesto los dioses en sus manos aquella ociosa labor?

Nicolás no ponía en duda la sabiduría y el poder divinos pero su tarea, que lo había obligado a recurrir a un millón de letras, lo había hecho un hombre curioso y reflexivo, y esto iba mucho más allá del cielo.

Fuera de casa, en donde se veía en la necesidad de relacionarse con el mundo, Nicolás advertía todas esas letras merodeando entre las calles: reconocía ese trabajo del que había estado leyendo, en el pantalón doblado hasta las rodillas del chofer del pesero que se la pasaría el día postrado sobre una máquina inmensa y caliente. Y luego, de noche, esas imágenes chorreando de su cabeza no lo dejaban dormir.

Con los años se volvió un tipo ensimismado y huraño a pesar de que sus preocupaciones se centraban justo en el medio de ese mundo del que huía. Sus ojos cada vez veían más a ninguna parte y su vida se había resumido a darle vuelta a los mismos pensamientos. ¿Cómo llegamos hasta aquí, con nosotros buscando hacer árboles enanos; y conmigo pensando esto?

Olvidó de rasurarse y de seguir todas las normas protocolarias de interacción que había aprendido de la mano de Carreño. Dejó de hablar con la gente y se limitó a realizar su trabajo de intendencia, en un corporativo en el que de por sí nadie le hablaba.

Así, tras años de reflexión y hojas muertas, Nicolás resolvió comenzar su obra con un fragmento de este profeta cubano con el que tantas tardes había lavado platos:

El hombre se hizo siempre de todo material, de villas señoriales o barrio marginal. Toda época fue pieza de un rompecabezas para subir la cuesta del gran reino animal. Con una mano negra y otra blanca mortal.

Pero el mundo cambiando sin cesar lo correteaba siempre. Los avances científicos habían echado abajo muchos de las verdades que había descrito años antes, y el hombre cada vez se parecía menos a lo que había creído de él. Además, con la información cada vez más al alcance y globalizada, no tenía el tiempo suficiente para aprender todo lo que necesitaba sobre el mundo. Así que, durante todos esos años, partiendo siempre de la misma premisa, Nicolás se dedicó a reescribir su ambiciosa obra. Su inconsciente postura política bien definida no le exigía menos.

Si las cosas continuaban así, perdería la cabeza bien pronto. Debía consultarlo con los oráculos inmediatamente:

Puso a freír la pasta con algo de aceite de maíz (debía hacerlo así para proteger las letras, para que los mensajes no pudieran ser distorsionados por otras fuerzas, malignas). Molió jitomates, cebolla y ajo y los puso a sazonar a fuego lento con un poco de consomé de pollo para escoltar las letras. La sangre humana representada por la salsa, debía estar el tiempo suficiente en la lumbre para lograr establecer comunicación con el otro mundo, no precisamente porque el jitomate crudo arruinaría su sopa.

Nicolás continuó con los requisitos que el ritual exigía: un mantel sobre la mesa, una cuchara sopera y unas cuantas servilletas, porque a veces los mensajes llegaban con tanta fuerza que se le salían de la boca.

Se lavó las manos, porque la recepción de los oráculos requería de las más rigurosas reglas de purificación. Entonces, Nicolás estaba listo para entrar en comunicación con el más allá.

Se sirvió la sopa; y con todo en orden, empezó a llenarse la panza. Había que comerlos de a poco para que éstos penetraran bien las entrañas.

Pero nada de oráculos.

Desconcertado, se sentó en el sillón, se quitó los zapatos que había traído todo el día y movió lentamente los dedos de los pies, aliviado por la libertad de no traerlos envueltos y poderlos sentir uno a uno.

¿Por qué los dioses no le habían aconsejado nada si había hecho el ritual al pie de la letra?

Salió corriendo de casa a comprar nuevos insumos para reintentar establecer comunicación. Entró a la tienda, pidió un paquete de sopa de letras La Moderna y la dependienta le dijo: Me llegaron unas nuevas que ya están hechas, sólo hay que ponerlas a hervir.

Se le secó la boca, se le nubló la vista y empezó a sudar frío. ¡Los dioses debían estar demasiado urgidos, como él, en entender el mundo como para inventar oráculos instantáneos!

Conforme perdía sus sueños entre meditaciones que creía más importantes que querer conocer el mar, perdió el sueño casi por completo y se obsesionó por encontrar una señal en esas sopas hechas para que el mundo dé vueltas más rápido. En su trabajo ya no hacía prácticamente nada, pero nadie notaría la costra de sarro que se empezaba a formar en los excusados; con que él sostuviera la escoba, se parara firme sobre un pasillo y no se quejara, era suficiente.

El 22 de mayo del 2008 a las 7:00 pm, Nicolás entró corriendo a su casa. Como se le estaba haciendo costumbre, aventó los zapatos lejos de él y puso música en lo que su sopa mágicamente se cocinaba. Se sentó a la mesa sucia sin poner mantel, ni servilletas, ni cuchara.

El estéreo sonaba: “La era está pariendo un corazón; no puede más, se muere de dolor y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir; en cualquier selva del mundo, en cualquier calle… Debo dejar la casa y el sillón (…)”.

Se estremeció más que nunca y unas lágrimas espesas se le escurrieron por las mejillas. Cómo no sentir un espasmo fuerte en el pecho; cómo no sentir que el corazón se te detiene de tristeza sin saber qué hacer.

Nicolás cayó inconsciente sobre el plato. Muchas aes, emes, pes y oes se metieron por su nariz. Estaba llegando al límite de la comunicación divina y esta vez todos los mensajes le llegaban de sopetón y le cubrían los pulmones. Parecía que encontraba la respuesta…

Una semana después, cuando los vecinos notaron el olor de la resolución, el Alarma anunciaría:

Muere viejo loco y solo, ahogado en su propia sopa en un departamento lleno de escritos sin sentido.

Renata Escamilla Cárdenas
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