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Entre pinos y cipreses

domingo 21 de febrero de 2016
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Nunca regresé a Chichicastenango después de aquel otoño. Ya no volví a inhalar el oxígeno puro de sus arboledas. No volví a bendecir a Dios por dejar que aquel viento frío golpeara mi rostro como lo hizo en esos momentos tan llenos de mocedades y narices frías merodeando por doquier.

Cuando llegué al pueblo ese día iba montado en Vera, la vieja y escuálida mula que mi Tata me había dejado por herencia. Chichi me pareció un lugar pintoresco, una fresca postal en la montaña, de aquellas postales que los turistas compraban por dos centavos en cualquier tienda de curiosidades.

En cada calle de tierra y polvo se podía sentir el aroma a viejo, a madera podrida en las puertas y ventanas de los casones, a flores silvestres que jamás serían cortadas ni regadas por mano humana. En algunas casas se podía divisar a las viejas campesinas barriendo el frente de la vivienda, alejando el polvo que dos minutos más tarde habría vuelto sólo que esta vez en mayor volumen.

He escuchado a veces que el llanto puede ser amargo, y en ese momento me pareció cierto. Lloré con amargura como no había llorado jamás.

Eran las tres de la tarde cuando mi adolorida espalda agradeció la vista del pueblo por fin, y el sol parecía que no se daría por vencido hasta que no hiciera derramar la última gota de mi negro sudor. Ya el sombrero de paja no cubría ni siquiera mi frente, pues era ahora más agujeros que paja, tan roto por el viento y el polvo como por el agua oscura que brotaba de mis poros. Por alguna razón que jamás entenderé, yo he sido siempre el único de mi familia que suda “a chorros”, como decía mi Nana. Todos ellos, el resto de mi clan, en cambio, podían cortar leña durante horas bajo el sol y no sudarían ni lo suficiente entre todos como para mojar la pestaña de mi iguana Martita.

Martita no me acompañó en el viaje a Chichi. No tuve que pedir permiso de mi familia para dejarla al cuidado de mi amiga Sapa, pues era mi propio animal. Además, yo ya rondaba los dieciséis años, y había trabajado con mi Tata desde los ocho, así que ya me había ganado el derecho a decidir por mí mismo, y eso hice. Decidí de una vez por todas salir del caserío e irme al pueblo, a mejorar mi situación, a abrirme paso entre las gentes adineradas de Chichi, las que podían comprar bicicleta nueva al contado, no “por sustos” como nosotros teníamos que hacer. Ya era hora de probar lo que la sociedad de nuestra región podría ofrecer para un hombre que tarde o temprano sería de mundo, de alcurnia, de renombre.

Pero todo era mentira; le había mentido a mi gente. La única razón que yo tenía para alejarme de ellos era que sentía que yo ya no los hacía felices. Desde la muerte de mi Tata todo había ido cuesta abajo. Durante meses traté de demostrarles que yo era ahora el hombre de la casa. Aunque mi hermana Norma era mayor, yo era el único varón, así que me puse al frente de la familia y me preparé a llevarlos al frente, “a salir adelante” como decían las arrugadas y aburridas viejas del caserío.

Pero la mentira me hizo sentir alivio solamente por los tres días que duró mi viaje hasta Chichi, porque en cuanto llegué al lugar sentí el deseo ardiente de volver atrás, de estar en aquel cuarto de adobe asando tamales sobre las brasas, de ver a mi hermana otra vez meciéndose en su hamaca junto a la mía, de ofrecerle matrimonio a Sapa para que las brujas del lugar dejaran de hablar de ella por tener una hija sin estar casada, de abrirme paso allí mismo sin tener que irme a vivir a Chichi. Total, todavía venían extranjeros de vez en cuando a comprar las manualidades que hacíamos, a curiosear entre los feos artefactos que ofrecíamos como auténticas reliquias de la época colonial. Con la plata que ellos dejaban, seguro podía sobrevivir un tiempo más hasta que fuese el momento exacto de mudarme a Chichi.

Pero en lugar de esperar más tiempo, había emprendido este viaje largo y cansado.

Tan pronto llegué a Chichi, busqué una arboleda entre tantas que había en el lugar y me senté a llorar entre los árboles, allí donde nadie me veía. Las piñas que habían caído de los pinabetes y cipreses me lastimaban el trasero a cada instante, pero no me importaba, no dolía tanto. He escuchado a veces que el llanto puede ser amargo, y en ese momento me pareció cierto. Lloré con amargura como no había llorado jamás. Si acaso había campesinos en las cercanías, sé que escucharon mis gemidos de dolor, mis gritos de protesta, mis carcajadas de lástima hacia mi desgraciado ser, mis violentos reclamos dirigidos al cielo y al infierno por igual.

Lloré durante horas. Lloré sin pensar ni sentir el tiempo, pero con la esperanza de que el tiempo no existiese ya más para poder dejar de vivir muy pronto y ahogar ese maldito llanto de una vez por todas. Creo que hasta mi vieja mula se asustó de verme llorar tanto, pero en su estupidez normal, no hizo más que observarme durante horas mientras se hartaba con aquel pasto verde y alto.

Ya eran las seis de la tarde cuando me cansé de llorar y berrinchar. Me quedé sentado allí donde estaba, simplemente escuchando los ruidos de los animales nocturnos que ya empezaban a salir a sus rondas. Las cigarras y los grillos iniciaron su concierto demoníaco, primero las unas, luego los otros, aumentando más y más a cada minuto. Era como si me iban rodeando por poquitos, hasta que al fin quedé en el centro de un círculo de chillidos penetrantes y lamentos sin cesar.

De repente escuché un ruido que no era normal, ni siquiera en medio de esa cacofonía tan estridente. Alguien caminaba entre las hojas. No podía ver en la penumbra, así que me levanté y agudicé el oído, tratando de determinar de qué dirección provenían los pasos. Estaban detrás de mí. Caminé en dirección a ellos lentamente y a pocos pasos de mi escondite la encontré. Era una mujer vieja y fea.

Estaba vestida con harapos sucios. Algo que algún día había sido un vestido largo y elegante la cubría desde los hombros hasta los tobillos. Era imposible adivinar de qué color era originalmente esa prenda, pero encima de ella llevaba lo que quedaba de un suéter verde, con más agujeros que suéter. Pero a pesar de lo vieja y sucia que se miraba su ropa, su cabello no encajaba en el cuadro. Era largo, negro y ondulado. Le llegaba hasta la cintura, y era fácil ver que se lo cepillaba a diario, pues le brillaba como la crin de un caballo azabache que había visto pastando cerca del caserío.

La mujer ya me había oído, pues volteó ligeramente el rostro y luego se volvió para darme completamente la espalda. Me acerqué tratando de aguantar la respiración, pues me recordaba a la Cocha Blanca, una pobre loca de mi cantón que se vestía igual que esta vieja y que apestaba a más no poder. Era imposible acercarse a tres metros de la Cocha Blanca sin tener que huir despavorido por la pestilencia que la rodeaba.

Pero nunca he sido experto en aguantar la respiración, así que mis pulmones me traicionaron cuando ya estaba a la par de ella. Al respirar profundamente por necesidad, sin embargo, no sentí la peste que según yo encontraría. Al contrario, su aroma era a canela recién preparada, o tal vez a leña de ciprés recién cortada. No sé. Lo único que sé es que jamás imaginé sentir aroma tan fragante, mucho menos en una mujer tan andrajosa como esta.

Seguí caminando hasta encontrarme frente a ella, y entonces aprendí a no volver a confiar en mis ojos desde lejos. Era la vieja más joven y la mujer fea más bella que había visto en mi vida. ¡Qué linda era! Sus ojos cafés, su rostro suave y terso, su nariz algo respingada y altiva, sus labios delgados y sensuales. No podía ver el contorno de su cuerpo por el horroroso vestido que llevaba puesto, pero podía adivinar que era más que perfecto.

Sus ojos se fijaron en los míos penetrándolos hasta su núcleo. Traté de balbucear un “Hola” pero mi corazón palpitaba tan fuerte que lo que se escuchó ni siquiera pareció un saludo humano ni inteligente en lo más mínimo. Ella sonrió de manera leve pero pícara.

—¿Vives por aquí? —le pregunté.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero aquí no hay casas. ¿Por dónde vives? —insistí.

Ella levantó su mano derecha y señaló hacia la colina que estaba a un lado de nosotros.

—¿Muy lejos? —pregunté mientras observaba la colina.

Nuevamente, ella asintió con la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

Su única respuesta fue esa mirada penetrante que no dejaba ni por un momento de acuchillar mis ojos.

—¿Desde qué horas andas por aquí?

Al hacer esta pregunta, en mi mente se revolcaban mil y un temores. Ella se dio cuenta de lo que yo estaba pensando, pues bajó la mirada sin responder.

—¿Estabas aquí cuando yo lloraba? —le pregunté mientras tomaba su mentón suavemente y le alzaba el rostro para ver sus ojos de nuevo. Ella asintió una vez más.

Me di la vuelta y me alejé lentamente a un par de metros de ella. La muchacha se acercó a mí y me abrazó por detrás. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, pero no de miedo sino de nervios y de emoción al recibir ese abrazo tan inesperado. Entonces escuché su voz por primera vez.

—No hay nada malo en llorar —me dijo—. Yo lo hago todo el tiempo. Aquí vengo todos los días y me desahogo sin que mis tatas se den cuenta. A eso venía hoy, pero encontré mi escondite ocupado. Allí estabas tú.

Alcé la vista a lo más alto de esos pinos y cipreses y un suspiro muy profundo llenó mi pecho. Sentí su cuerpo pegado al mío y mi cuerpo empezó a reaccionar de manera normal. Me di la vuelta de nuevo y la abracé de frente, queriendo ser un todo con ella en ese mismo instante. Ella sintió lo mismo. Ya estaba un poco oscuro, pero podía ver su rostro por los rayos de luna que lograban filtrarse entre las ramas de la arboleda. Era bellísimo. Pero también reflejaba su agonía, su angustia. Me di cuenta entonces de que había encontrado alguien que era como yo. Había encontrado la misma soledad que yo sentía, la misma tristeza, el mismo deseo de explotar en un millón de pedazos y subir hasta las estrellas en un abrir y cerrar de ojos.

Mi cerebro dejó de pensar en ese momento. Mientras la abrazaba, la besé. Ni siquiera pensé en lo que pasaría si ella no correspondía a ese beso. Simplemente uní mis labios a los suyos y encajé en ese mundo perfecto cuyo nombre ni siquiera sabía. Ella respondió con la misma pasión que probablemente la encadenaba en su tristeza sin fin.

Empezó a llover. Caímos entre las hojas viejas y secas todavía abrazados. Ni la lluvia ni los ruidos infernales de todos los bichos allí reunidos lograron interrumpirnos. Ambos desahogamos toda la energía que durante tanto tiempo habíamos acumulado el uno para el otro. Si hay mejor manera de perder la inocencia, no lo sé ni me interesa. Allí, en la arboleda de Chichi, encontramos el lugar ideal para fundar nuestro propio jardín del Edén. Cuántas veces unimos nuestros cuerpos, tampoco sé. Pero cada vez fue mejor que la anterior, más dulce, más intensa, más franca, más real.

Vera, mi vieja mula, me despertó ya de madrugada. Mi cuerpo estaba amoratado y adolorido por haber dormido sobre ramas, hojas secas y pasto crujiente. Me incorporé tratando de poner en orden todos mis pensamientos, cuando el rostro de ella regresó a mi mente. Ya no estaba allí.

Mis amigos en el caserío jamás creyeron la historia. Que fue el efecto de las hierbas que fumé en el camino, dicen unos. Que tengo buena imaginación, dicen otros.

La busqué todo ese día. Subí la colina que ella había señalado. Bajé todos los barrancos que quedaban cerca de la arboleda. Nada. No encontré ningún poblado, ningún cantón, ningún caserío. No había ni siquiera una sola choza en varios kilómetros a la redonda. Me cansé de buscar ya entrada la noche, así que me quedé a dormir de nuevo en su “escondite” con la esperanza de seguir la búsqueda la siguiente mañana.

Era por demás. A media mañana vi que no la encontraría jamás, así que empaqué las pocas cosas que llevaba, subí mis bultos a la mula, y emprendí el viaje de regreso a mi caserío.

Esa fue la primera y única vez que estuve en Chichi. Aunque ya han pasado más de seis décadas de ese viaje, todavía recuerdo cada detalle como si hubiese sido apenas ayer. Todavía veo esos ojos profundos que penetraban los míos con deseo y tristeza a la vez; todavía siento aquel aroma que jamás pude descifrar, pero que me hizo tan feliz toda esa noche y en años de recuerdos desde entonces.

Mis amigos en el caserío jamás creyeron la historia. Que fue el efecto de las hierbas que fumé en el camino, dicen unos. Que tengo buena imaginación, dicen otros. No importa. Yo sé lo que vi; sé lo que viví. Su recuerdo se mantuvo vivo en mí todos estos años, aunque nunca la volví a ver. Y ya le hice prometer a mi nieto que cuando llegue el momento de enterrarme, traslade mi cuerpo a aquella arboleda y lo deje allí, sobre aquellas hojas, entre esos cipreses y esos pinos. Quién sabe. Tal vez ella llegue a mi lado a ser mía por última vez.

Armando Aceituno Mendizábal
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