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No es todopoderoso

domingo 8 de mayo de 2016
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—Yoshiya, eso es poner a prueba al Señor —le dijo de manera categórica el señor Tabata—. Pedirle cosas a Dios no es malo. Pero tiene que tratarse de algo más grande, más importante. Pedirle cosas concretas delimitando el tiempo no es correcto.
Haruki Murakami, Todos los hijos de Dios bailan.

Perdí mi fe a los diez años. Para mí hasta ese día creer en Dios había sido una costumbre, replicaba lo que veía hacer a mis padres, es decir, rezar en la iglesia mientras nos arrodillábamos, y eso cada domingo. Hasta que llegó el día en que tenía que poner a prueba a esa persona tan poderosa, a la que le atribuían milagros incluso, por la que todos nos inclinábamos a pedirle perdón o gracias, dinero, prosperidad, salud. Una persona que lo podía todo, podía, seguro, hacer realidad lo que iba yo a pedir, algo sencillo, sin misterio alguno, nada improbable.

A mi padre le agradaban los animales, pero nunca había pensado tener un perro en casa.

Mi petición era muy sencilla: que volviera mi perro a casa. Era un bello perro, de pelo grueso y frondoso color marrón y blanco, orejas grandes igualmente peludas y hocico negro. No recuerdo la raza, pero todos los que iban de visita decían que tenía pedigree. Yo tenía diez años, y todos comprenderán lo aferrado que uno puede estar a un perro a esa edad. Aunque, bueno, hoy también comparto mis días con uno hermoso y me haría matar por él, pero eso es otro cuento.

Llevaba pocos días en casa, acaso una semana, y estaba aprendiendo a no orinar en el tapete de la sala que mi madre con tantos ahorros había comprado en el extranjero. Yo disfruté el único domingo que salí con él a primeras horas del día para que hiciera caca y orinara en un parque con frondosos árboles altos que teníamos cerca. Le había prometido incluso cosas tan fuertes como que nunca nos íbamos separar. ¡Qué inocencia pueril la mía!

Había llegado a casa un lunes, luego de que mi padre se lo recibiera a un amigo que lo llevó a su despacho un poco apenado porque su perra había criado y no tenía dónde meter las crías, y no quería ni mucho menos sacrificarlos (meses después me enteré que efectivamente sacrificaron tres cachorros). A mi padre le agradaban los animales, pero nunca había pensado tener un perro en casa. Creo que fue algo parecido a lo que sucedió con mi hermana Jessica: tuvieron que resignarse a tenerla, alimentarla, vestirla, aun cuando ellos ya eran personas mayores. Así que mi padre me encomendó la tarea de cuidarlo, sacarlo a la calle y bañarlo. Mi hermana todavía no existía, así que era una forma de que yo no demandara, con tanto ahínco, su cariño. Me quería entretener con un juguetito, en resumidas cuentas. Lo que no creyó tal vez es que me haría un favor, pues algo tan tonto para él como cuidar un cachorro fue el detonante para asumir una posición tan relevante en la vida como abandonar la fe.

El caso es que el martes siguiente, justo ocho días después, y sin haber tenido la oportunidad de bañarlo, al levantarme a las seis y media, antes de salir para el colegio, no lo encontré en su cama en la sala de la casa. Sólo estaban sus dos cobijas café allí, con los pelos adheridos durante esos días. Ese día no fui al colegio porque me dediqué, solo, a buscarlo (mi padre antes de las siete se fue sin decir palabra a su despacho y mi madre dijo que tenía mucho oficio en casa: lavar, sacudir, hacer un té especial, el almuerzo, las arepas que tanto quería mi padre hace muchos días, y creo que mencionó hasta una cena especial, cosa que me extrañó porque nunca cenábamos de forma especial).

Pregunté a mis padres si la puerta había quedado abierta. Ambos negaron. ¿Y la del jardín, que tal vez algunas noches sí queda abierta? Seguro el cachorro salió al jardín y cruzó bajo los barrotes de madera hacia la calle; total, no tenía la costumbre aún de estar encerrado en una casa y desearía explorar, era muy sencillo salir por el jardín. Ambos negaron haberla dejado abierta. No me quedó más que, aunque ella muriera de ira, decirle a mi madre que no iría al colegio porque quería preguntarles a todos los vecinos si lo habían visto.

Redacté una página entera del cuaderno del colegio. La arranqué y la doblé en cuatro. Ahora bien, ¿cómo diablos enviar una carta al cielo?

Nadie sabía de él. Pregunté en más de veinte casa del barrio, pero fue inútil. Algunos decían que lo habían robado; sin duda era un perro costoso, podrían comprar una motocicleta si lo vendían en el mercado negro de mascotas de la ciudad. Era probable, pero, de ser así, tuvo que haber salido de casa por sí solo, y eso era lo que no entendía.

Mis padres no hicieron nada. No llamamos a la policía, no hicimos carteles con una fotografía pidiendo ayuda a los vecinos para que, si lo observaban deambulando por el barrio algún día, nos dieran aviso al teléfono. Una semana después creí prudente hacer algo que hasta entonces no había hecho: una comunicación directa con el más allá, o donde quiera estuviese Dios. Estaba maniatado, era sólo un niño que no movilizaba nada ni a nadie. Pero podía, ¡cómo no!, escribirle una carta a Dios.

Una tarde me puse en ello y redacté una página entera del cuaderno del colegio. La arranqué y la doblé en cuatro. Ahora bien, ¿cómo diablos enviar una carta al cielo? Sin duda aquí ya estábamos encerrados en una cuestión sin solución. El correo ordinario no había que tenerlo en cuenta. De forma romántica entonces dije que si él todo lo veía y todo lo escuchaba cada que orábamos, pues eso mismo haría, intentar leerle la carta y pedirle con todo el fervor de este mundo que mi perro regresara a casa.

Llegué a arrodillarme antes del padrenuestro y fue absurdo, pero lo pensé, y se lo dije a Dios: ¿Acaso no te sirven las súplicas escritas en papel quemado?

Así que, cuando se hizo noche, salí al jardín delantero de la casa y miré al cielo acongojado. Me sentía, recuerdo, un ser indefenso, desvalido. Debía sentirme así, supuse, para que Dios todopoderoso pudiera hacer valer su soberanía y fortaleza y me calmara prometiéndome que pronto regresaría el cachorro. Al terminar de leer la carta en voz alta, y entre lágrimas de confusión y dolor, saqué un encendedor del bolsillo de mi pantalón y encendí la esquela. Dije que era un acto metafórico, y pensé en las cenizas que cada año nos imponía el sacerdote de la iglesia los miércoles de ceniza. Imaginé que las cenizas eran muy importantes para Dios, y comencé a esparcir hacia los cuatro puntos cardinales los trozos de la carta chamuscada. El mensaje, de esta forma, llegaría a Dios. Ya la comunicación estaba realizada. Así, mediante el rezo, todos los católicos lo hacían. Por eso tuve cierta seguridad de que no había actuado en vano.

Las semanas transcurrieron y el cachorro no regresó a casa. Asistí a la iglesia con mis padres dos domingos pero ya las preguntas y los cuestionamientos me invadieron durante los cuarenta minutos que el sacerdote repetía incansablemente el mismo discurso de siempre. Llegué a arrodillarme antes del padrenuestro y fue absurdo, pero lo pensé, y se lo dije a Dios: ¿Acaso no te sirven las súplicas escritas en papel quemado? ¿No tienes suficiente habilidad para poner atención si dos cristianos te están pidiendo algo a la vez? ¿Sólo te interesan las súplicas de los que se portan bien? Comprenderán que ya estaba agitado y lleno de ira hacia el todopoderoso. Yo era práctico y pensaba que cuando uno pedía algo, si era sencillo, lo normal era que se te concediera.

Mi decepción con el todopoderoso fue grande. Siempre fui muy perfeccionista, por eso no le perdoné el descuido a esa persona tan sabia. Algunos creyentes dirán que él todo lo puede pero que los milagros son muy escasos. Que no siempre debemos esperar que él nos bendiga con felicidad permanente y que parte de lo bello de la religión también es aceptar la desgracia, la resignación.

Pues bien, como buen alma perfeccionista, no acepté un no. Creí que era una tarea muy sencilla como para no realizarla, y por eso me decepcioné. Ahora estoy alejado de toda religión y tengo un perro a mi lado. Mis padres nunca quisieron confesar lo evidente (haber dejado una puerta abierta), pero bueno, se les perdona, ya tenían en la cabeza probablemente la llegada de Jessica, razón suficiente para desesperar a sus avanzados años y tenían que escoger: perro o niña.

José Ignacio Escobar
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