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La sombra larga

sábado 25 de junio de 2016
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Las manos de mi padre son enormes. Entre ellas está el periódico cada mañana. Detrás, los ojos de mi padre se achican para leer. Las manos, redondas y callosas, estrujan el periódico cuando pasan de página. El estruendo del papel me pone la piel de gallina.

Mi madre, cuando termina de cocinar, siempre tiene una mancha negra en su mandil, en medio de sus senos. Sus senos se marcan bajo la basta tela del mandil, apuntan hacia el suelo y dejan cada vez más espacio para la mancha. Se rasca, inútilmente, la mancha con la yema del dedo. Mi madre resopla y sale de la cocina con dos platos, dos tazas humeantes y un mandil manchado de café.

Mi hermano también hace acto de presencia. Se frota los ojos con los nudillos, a veces con tanta fuerza que sus ojos emiten el sonido de la goma al ser mascada. La piyama de mi hermano era mía antes de ser de él, y como aún no ha crecido lo suficiente, arrastra los pantalones en cada paso. Ocasionalmente mi hermano duerme desnudo y se aparece tal cual en la puerta de la cocina, sin nada que me impida ver su pequeño pene rosado y rugoso como una fresa masticada. Algunos días da la impresión de que la punta de su pene es color malva. En torno a él, y a la vista de todos, aflora el estirón en forma de vello pubiano.

Al principio nos encargaban comprar víveres en el supermercado, como harina, sal o un litro de leche, pero ahora cuentan con que lo sigamos haciendo sin necesidad de decirnos nada.  

Cuando los ojos de mi hermano dejan de mascar goma, sus manos sostienen un plato. El plato de mi hermano es azul, tiene unos barquitos pintarrajeados por fuera y un borde plateado que ya no brilla. Cojo el cacillo y vierto la avena en el plato de mi hermano. Algunos grumos de avena se deslizan por fuera del plato, ensucian los hermosos barquitos, caen como una plasta al suelo. Mi hermano lame el suelo y los barquitos luego de comer. Yo como directo de la cacerola.

El pie de mi padre busca a mi madre por debajo de la mesa. Se estira la pierna, planea en el aire, los dedos forman un arco. Se despliegan venas, callos y hongos blanquecinos hasta que da finalmente con el bulto carnoso. Descansa el pie y se esconden las venas, los callos y los hongos bajo la epidermis. Cuando no encuentra el bulto carnoso, mi madre se mueve para dejarse tocar. La barriga de mi madre encalla entre la silla y la mesa. A mi madre le resulta difícil moverse, pero igual lo hace. Veo todo desde la cocina porque la mesa es para dos.

Mi hermano y yo salimos de casa, nos techamos la vista para que el sol no nos achicharre los ojos. Al principio nos encargaban comprar víveres en el supermercado, como harina, sal o un litro de leche, pero ahora cuentan con que lo sigamos haciendo sin necesidad de decirnos nada. Destapamos la vieja lata de frijoles que habita encima de la nevera y de allí sacamos el dinero. Mi hermano y yo nos aseguramos de ver qué falta en la despensa y en la nevera antes de salir. Con frecuencia nos fijamos más bien en lo que hay. Al volver le mostramos la factura a mi madre para que se la muestre a mi padre y él vea que hemos gastado lo justo. A veces nos da sed en el camino de vuelta a casa, pero lo tenemos resuelto: ahorramos saliva en la boca hasta juntar una buena cantidad y la tragamos como si fuera agua. En los días con suerte, llueve.

Luego de caminar un buen trecho, llegamos a una avenida ancha y larga. La avenida, vista desde arriba, ha de parecer un cuadro lleno de baches, carros y gentes que van de un vértice a otro, de un lado a otro, sin rumbo definido. También se ven perros y gatos cubiertos de cal viva. “Detrás de cada sombra hay gente encerrada queriendo salir”, le digo a mi hermano. El asfalto se hace agua por el calor, nos da sed. Nos provoca lanzarnos al asfalto y bañarnos en él. El calor hace trizas el aire, los carros, la gente. La gente se ve triste, plana, sumisa, inerte. Alguien se nos acerca, una bolsa le cuelga del puño, nos oscurece su sombra. “Harina”, dice la sombra, y alza la bolsa con orgullo. “Dos por persona, en el supermercado”, añade, “vayan, vayan”. “Vamos, vamos”, le digo, y empujo a mi hermano hasta sacarlo de la sombra.

“¿Harina?”, me dice mi hermano, con los ojos prendidos en fuego. “¡Se acabó la era de comer avena!”.

En un bordillo del cuadro, todavía con el asfalto hecho agua, mi hermano y yo alargamos nuestros brazos. Un pequeño bus se detiene justo frente a nosotros. Bajamos los brazos, la puerta se abre por arte de magia. En la parte trasera quedan unos puestos vacíos. Vamos a estos, sacando joroba, rozando con la nuca el techo bajo y carcomido del pequeño bus. Piso un pie. El pie se recoge. Pido perdón. La voz del pie maldice. Reclama que tenga ojos nada más que de puro adorno. “Perdón”, digo de nuevo, y la mano del pie aletea. Estoy perdonada, significa el aleteo. La joroba puede seguir su camino.

Aplastamos las jorobas contra el espaldar de un par de asientos. En realidad es un solo asiento largo. Mi hermano va junto a la ventana. El sol le mancha la cara, cierra un ojo para que no se le queme, la mejilla se le alza y los labios se le quiebran ante la luz. Enfrente, a un palmo de mi nariz, hay un remolino de pelos negros. El centro del remolino es un punto blanco. Bajo el remolino brilla una peineta. La peineta encandila cuando le da la luz del sol. Bajo la peineta hay un moño que parece de felpa. Me tienta la idea de estirar la mano, desabrochar la peineta y ver cómo cae la cascada de pelos negros sobre mis rodillas. El moño se mueve, porque tiene voz y gesticula. “Llevo tres”, dice el moño, “y ya estoy encinta de nuevo”. A la izquierda del moño, justo frente a mi hermano, hay un globo alopécico. El globo encandila cuando le da la luz del sol. A los costados del globo hay hebras marchitas, aisladas. El globo no se mueve, porque no tiene voz. “Cobro el ochenta por ciento del salario mínimo”, dice el moño al globo, “pero se rumorea que pronto habrá una bonificación extra por cada hijo”. Mi hermano cierra el ojo que le faltaba por cerrar, se desparrama sobre el asiento. De la comisura de sus labios pende un hilo de saliva. El hilo de saliva encandila cuando le da la luz del sol. Recuerdo la sed. “Deberías convencer a tu esposa de abrir la fábrica”, dice el moño, “si el horno no se usa, se oxida”. El moño suelta una carcajada. Caemos en un bache. El moño interrumpe su carcajada y maldice, todos maldicen, hasta la voz del pie maldice otra vez. La lengua de mi hermano rescata el hilo de saliva. Se le han abierto los ojos y gira la cabeza de un lado a otro, todavía adormilado. “Aún falta”, le digo, y vuelve a cerrar los ojos, lentamente.

Pasamos frente al cementerio. El aire se hace frío. Una nube borra la mancha de sol en la cara de mi hermano. Nada encandila cuando hay nubes. Las lápidas brotan del suelo como raíces deformes de un gran árbol invisible, una encima de la otra, amontonadas con la tristeza que precede al olvido. Las lápidas son irregulares: unas, mohosas; otras, relucientes y pulidas. Algunas cruces son tan diminutas como dos dedos perpendiculares entre sí; otras, tan grandes como la que vi en el viacrucis escolar del año pasado. Un niño arrastraba la gran cruz sobre su hombro, jadeando y sudando, hasta que cayó fulminado al suelo, diez pasos antes de llegar a la séptima estación. La maestra aproximó su oreja a la boca del niño. La boca del niño escupía burbujas rosadas y un hilito de voz; arriba, los ojos blancos decían: “No sé quién soy, ni por qué he caído”. El padre del niño se acercó, levantó al niño, se lo echó a cuestas. El viacrucis fue cancelado. El padre reprendió al niño por haber caído antes de tiempo. El padre se sintió tan culpable de haber reprendido al niño que ya no habla con nadie, y el niño tiene por ello la cruz más grande y bonita del cementerio. En la entrada del cementerio venden flores. A mí me gustan las rosas blancas, porque son blancas como la harina, la leche, la sal y el azúcar. La señora que vende las flores se ha expandido con los años, los ojos se le han hundido y sus manos ya no tiemblan al confeccionar los hermosos ramilletes. “En sus manos hay una gran destreza y un gran poder”, dijo alguien en el pequeño bus, “en sus manos está el secreto de enviarle un obsequio a la muerte por medio de un ser querido”. Afuera del cementerio siempre hay un puñado de gente llorando. La señora que vende las flores no llora nunca.

Atisbo en dirección a la cuesta: a un lado se ve una sucesión de sombras que ya no son varias sino una sola sombra larga, una sola mancha negra en las santamarías de los locales clausurados.  

Pasamos frente al hospital. Hay un grupo de gente apiñada en la entrada. Hay una niña tirada en el pavimento. Hay una señora arrodillada en el pavimento. Hay dos hombres enchaquetados sosteniendo las puertas de entrada a la emergencia, impidiendo el paso con sus robustas figuras. La señora arrodillada: “Por favor, ingresen a mi hija, que se me está muriendo aquí afuera”. Los hombres enchaquetados: “No hay cama disponible, señora, y tampoco hay medicinas ni insumos ni nada de nada, váyase a otro hospital”. Hay unos retorcimientos sobre el pavimento de la niña y un llanto de dolor. La señora arrodillada: “He ido a tres hospitales y en todos me dicen lo mismo, mi hija se va a morir por su culpa”. Hay un encogimiento de hombros de los hombres enchaquetados. Hay una ambulancia que llega a toda prisa y busca pasar por encima de la niña tirada en el pavimento y dejar al paciente que transporta en la sala de emergencias. Hay unas personas que se ubican entre la niña tirada en el pavimento y la ambulancia. El conductor de la ambulancia: “Quítense del medio, que se me va a morir el paciente aquí afuera”. Las personas: “No nos vamos a quitar del medio mientras haya una niña aquí tirada”. Hay un grito del conductor, uno de las personas, uno de la señora arrodillada, un encogimiento de hombros de los hombres enchaquetados y una niña que se retuerce sobre el pavimento con un llanto de dolor. Pero también hay un árbol que tiene tantísimas ramas y un follaje tan denso, que me impide seguir viendo la situación en el hospital que ya hemos dejado atrás.

El sol mancha de nuevo la cara de mi hermano. El rabillo del ojo le tiembla. Uno de los huecos de su nariz inyecta y extrae aire de una burbuja de moco. Detrás de la cara de mi hermano el paisaje transita cada vez más despacio. El paisaje se detiene en un quiosco azul lleno de herrumbre. Hundo mi dedo en el hombro de mi hermano. El rabillo del ojo deja de temblar, la burbuja de moco revienta. Mi hermano se ha olvidado de sí mismo. Al conductor le ofrezco un par de billetes, a cambio suelta en mi mano dos monedas calientes y aceitosas. El arte de magia abre las puertas del pequeño bus. El quiosco herrumbroso es atendido por un señor de barba blanca. Antes el señor de barba blanca nos saludaba a mi hermano y a mí obsequiándonos caramelos, pero ya no. El señor de barba blanca se ha ido quedando ciego, por lo que ha perdido el don de vernos pasar a medio metro de su nariz. En la puerta del quiosco se exhiben cientos de periódicos. Es el mismo periódico repetido muchas veces con distinto nombre, es el mismo periódico que las manos de mi padre estrujan cada mañana. “De tanto ver el mismo periódico, el señor de barba blanca se ha quedado ciego”, le digo a mi hermano, “y nosotros sin caramelos”.

El quiosco está en casi una esquina, sobre la acera. La sombra del quiosco es una mancha oblicua en una pared, pues el sol se ha reclinado en el cielo. Las aceras son tan altas que si alguien camina sobre la acera y alguien más por la calle, en el mismo eje vertical, el primero caminaría sobre la cabeza del segundo. Nuestros ojos se asoman para ver hacia la calle como se asomarían ante un abismo: con temor de ser tal cosa lo último que vean. El cemento de la acera está agrietado, sucio, plagado de gargajos que encandilan cuando les da la luz del sol. Para llegar al supermercado hay que doblar en la esquina y subir una cuesta de dos cuadras. La cuesta se sube cada vez más despacio, pues hay que seguir el paso de las personas que van delante, y las personas que van delante caminan al ritmo que atienden los dependientes del supermercado. En la esquina ya se vislumbra una persona: brazos cruzados, mirada perdida, sombra aplastada contra la sombra del quiosco. “¡Qué suerte!”, dice mi hermano, “¡hoy la cola está corta!”. Nos ubicamos detrás. Me le adelanto un instante y atisbo en dirección a la cuesta: a un lado se ve una sucesión de sombras que ya no son varias sino una sola sombra larga, una sola mancha negra en las santamarías de los locales clausurados. Regreso, veo a ambos lados, junto mi boca con la oreja de mi hermano. “Cuando crucemos la esquina del todo”, le susurro, “nuestras sombras pasarán a formar parte de la sombra larga, y llegarán al supermercado mucho antes que nosotros”.

El viento se deja caer por la cuesta, me echa el pelo hacia atrás, me golpea la cara con un hedor a nicotina. Los brazos cruzados se voltean, pasean sus ojos por mi hermano, luego se fijan en mí. Los brazos cruzados se deslizan, el nudo se desata. Del nudo surgen dos manos peludas. Una es llevada a la franela, a la altura del corazón, la otra es usada para restregarse la frente. Bajo ésta me apunta una nariz que resopla y de la que nace un pelo blanco. “Dios santo”, dice, y otra vez fija sus ojos en mí. La voz es ronca, lenta, parece gatear desde el fondo de un pozo. “Había perdido a mi Anita, ¿cómo es que me la traes de nuevo?”. Los brazos se balancean un par de veces, las manos peludas me atenazan por los hombros. Siento la tela de mis hombros llenándose de pliegues, al igual que mi piel. “¡Anita!”, me dice, “¡te he estado esperando!”. Al borde de sus ojos se posan gruesos lagrimones. Mi hermano es una estatua a mi lado. El olor a nicotina se estaciona frente a mi nariz. “Disculpe”, le digo, “yo no me llamo Anita, no soy a quien busca”. La piel de mis hombros se alisa, los ojos vuelven a su altura. “¿No eres Anita?”. La voz gatea hasta mis oídos. La mano peluda se enjuga los lagrimones. “Tienes razón, no eres Anita, no puedes ser Anita de ningún modo”. La mano peluda se sopla la nariz, se restriega de la franela. “Perdónale la confusión a este pobre viejo, hija mía, es que eres idéntica a mi nieta muerta”. El murmullo que proviene de la sombra larga se apacigua. La brisa juega con botellas de vidrio, las hace girar por la cuesta. Las bolsas de plástico, en cambio, se zarandean por los aires, terminan en algún tejado, o de nuevo sobre el pavimento. “Fue hace un año”, dice el pobre viejo, “durante una tarde de lluvia”. Una bolsa le da en la cara a mi hermano, se le adhiere. Por más que se la quite, la bolsa lo vuelve a golpear. Siento el cosquilleo en la garganta. Busco la cara del pobre viejo. El cosquilleo desaparece al instante. “Al que estaban robando yo lo conocía”, dice el pobre viejo, “porque era muy querido en la cuadra, un muchacho buena gente. Trataban de quitarle el celular, pero él no se dejaba, por más que el tipo lo amenazaba e insultaba, él no se dejaba. Y yo no sé por qué no se dejó, si ya sabemos cómo termina siempre”. De la boca del pobre viejo escapa una nubecilla de humo gris; se la tenía bien guardada en las entrañas, parece. “Todas las balas le dieron, pero habrá sentido si acaso la primera, que le dio en la frente, las otras ya fueron por saña. Y una de esas, una de esas balas por saña siguió su curso y encontró el corazón de mi Anita, que estaba jugando en los charcos de agua, porque cómo le gustaba el agua, y la lluvia, sí, sobre todo el agua de lluvia. Era una niña chiquita todavía, como así”. La mano peluda, palma hacia abajo, amenaza mi yugular. “Dios me la tenga en gloria, mi Anita ni se dio cuenta de que se murió…”. La voz continúa gateando, a duras penas. El murmullo de la sombra larga renace. La bolsa sigue ensañada con la cara de mi hermano.

Cuando tenemos de frente la plaza significa que ya hemos subido la mitad de la cuesta. En la plaza hay una iglesia y, frente a la iglesia, tres bancos. La gente se sienta en los bancos y gira la cabeza para ver las campanas de bronce de la iglesia. Las campanas se doblan cada hora, tocan el himno a las seis de la mañana y a las nueve de la noche. Alrededor de los bancos y de la iglesia hay carritos de helado y chucherías. Los feligreses compran chucherías antes de entrar a la misa y helado al salir. Se sientan en los bancos y giran la cabeza cada hora hacia las campanas, mientras sus lenguas van derritiendo el helado. Cuando sus lenguas sienten lo duro e inerte de la paleta, giran la cabeza por última vez en el día y se van a casa. Cuando llega el turno de ir a casa, los feligreses ya han hecho nuevos amigos. Los que atienden los carritos de helado y chucherías son amigos de los feligreses de toda la vida. Los policías, en cambio, no son amigos de nadie. Los policías se acercan a los carritos de helado y chucherías con una sonrisa, un uniforme reluciente y una mano sobre la empuñadura que luce tan poco usada en la cintura que parece más bien un adorno del cinturón y del uniforme. Los policías preguntan siempre lo mismo, que dónde está el permiso para vender aquí, tan cerca de un lugar sagrado como la iglesia. Y tan pronto como sus bocas han terminado de disparar la pregunta, los que atienden los carritos de helado y chucherías ya tienen un fajo de billetes en sus manos. “Conque ahí está el permiso”, dicen los policías, y se van con un helado y un permiso en el bolsillo.

Si se atisba en dirección al supermercado y se logra ver una sombra separada de la sombra larga, significa que ya se está a punto de llegar. La sombra separada de la sombra larga es la de un policía. El policía se ubica a un lado de la entrada y decide quién puede entrar al supermercado y quién tiene que esperar todavía en la cola. El policía, pese a no tener amigos, es siempre alguien sonriente, y cuando se ubica a la cabeza de la sombra larga sus bolsillos ya están inflados de los muchos permisos que han recolectado en el día. El policía habla en chino con el chino que se sienta en un taburete, pero el chino no le hace caso. Siempre hay un chino sentado en un taburete que pasea la mirada vacía por todo el supermercado. La piel del chino sentado en el taburete es lisa, blanca y hermosa. El chino tiene la espalda erguida y las manos juntas para que el paseo de la mirada vacía no sea en vano. El vacío de la mirada del chino capta lo que las cámaras de seguridad no ven. Los anaqueles, de tanto verse, se han contagiado con el vacío de la mirada del chino y de la sombra larga. La montaña de paquetes de harina es custodiada por otro chino. El otro chino mete sus manos en la montaña y saca un par de paquetes de harina que luego suelta en los brazos de la sombra larga. El piso del supermercado está cubierto con la harina que se escapa por los rotos de los paquetes. Nadie se da cuenta del piso lleno de harina, y cada quien se va con sus paquetes embolsados en un puño. Desde antes del final de la jornada, de la montaña solo queda la harina desparramada en el piso y las huellas de la sombra larga sobre la harina. Algunos se van tristes porque llegan tarde y no logran dejar su huella en la harina desparramada sobre el piso del supermercado.

Desde antes del final de la jornada, de la montaña solo queda la harina desparramada en el piso y las huellas de la sombra larga sobre la harina. Algunos se van tristes porque llegan tarde y no logran dejar su huella en la harina desparramada sobre el piso del supermercado.  

Cuando mi hermano y yo salimos del supermercado, cada uno con un par de paquetes de harina, ya el sol se ha reclinado tanto en el cielo que lo único que queda de él es una mancha naranja sobre el horizonte y el contorno luminoso de las montañas al borde del abismo. La plaza se ha vaciado, aunque dentro de la iglesia aún se ven feligreses arrodillados y sobre sus cabezas las campanas no dejan de doblarse cada hora. El camino de regreso a casa no es el mismo que el de ida al supermercado. El camino de regreso a casa es una hilera de luces intermitentes y enjambres de insectos alrededor de las luces. Las luces intermitentes se enroscan en su punto más alto y apuntan a una vieja carretera por donde no pasan buses. A ambos lados de la carretera se yerguen un espeso follaje de arbustos y, cada tantos pasos, algunos árboles. Mi hermano y yo enfilamos a casa bajo las luces intermitentes, con el aire impregnado del aroma estival de los arbustos. Mi hermano canta una canción:

La lluvia cae a cántaros,
mezcla suciedad y pureza,
ahoga la vida que crece bajo tierra,
arrastra sin saber del bien y el mal

“¿De dónde has sacado esa canción?”, le pregunto. “La escuché en la televisión”, me dice él, “en una comiquita, pero no me la sé completa”. Mi hermano se refiere a la televisión de un amigo, pues no tenemos una propia. “A ver si me la enseñas un día, ¿eh?”, le digo. Es una canción muy bonita. De pronto las luces se apagan, la canción se esfuma, nuestros pasos comienzan a hacer ruido. Las luces se apagan justo cuando ya no queda rastro del sol, y la luna es tan opaca y tan tímida que no nos arroja luz ni para vernos los números que el chino ha garrapateado en nuestros brazos. La sorpresiva oscuridad no tarda en sacudir de la noche toda clase de sonidos. El viento murmura, los sapos croan, los buitres baten sus alas, los mangos lloran al rajarse, los insectos bisbisean alrededor de nuestras orejas, buscan entrar, pero solo consiguen chocar contra nuestros dedos. Se oye el arrastrar del agua, muy cerca. “Escucha”, le digo a mi hermano al tiempo que me destapo las orejas, “creo que estamos cerca de algún riachuelo”. Mi hermano no responde, pero siento su calor a mi lado. Mi hermano está tan sorprendido como yo, porque no sabíamos que existía un riachuelo tan cerca de casa. “Si seguimos la corriente deberíamos llegar a un lugar habitado, y con suerte ese lugar habitado será nuestra casa, creo que es por aquí”, le digo, y lo empujo con dirección a los arbustos, aunque ya no soy capaz de sacarlo de la sombra que abarca toda la ciudad. “Espera”, dice mi hermano, “¿y si nos perdemos? ¿O si vuelve la luz mientras buscamos el riachuelo? ¿Cómo encontraremos el camino a casa?”. El rumor del riachuelo se hace más fuerte, devora poco a poco el resto de los sonidos nocturnos. Las estrellas no alumbran; se guardan el brillo en las entrañas, parece. “Tengo una idea”, le digo, “vaciemos en el suelo la harina que hemos comprado a medida que caminamos, de ese modo podremos volver a la carretera persiguiendo nuestras huellas en la harina cuando vuelva la luz o el sol salga de nuevo”. “Pero si llegamos a casa sin la harina, papá y mamá se van a enojar mucho”, dice mi hermano. “Es mejor que se enojen, creo yo, porque lo contrario significa que nunca llegamos a casa”. “Bueno”, dice mi hermano, poco convencido. Abro el primer paquete de harina y lo volteo. Siento el brazo de mi hermano enrollándose alrededor del mío y su calor sumándose al sofocante calor de la noche. A nuestras espaldas los arbustos se aquietan, y nuestras pieles se entretejen con las hojas del matorral.

Atrás, muy atrás, ya hemos dejado abandonadas nuestras sombras, colgadas de una ciudad sumida en la penumbra.

Alejandro Coita
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