A Ismael Gandía solo le hablé una vez, tenía aires de erudito y reputación de mentiroso. Fue por marzo que llegó de oyente tres veces al taller de escritura y tenía un olor amargo que se adhería también a su poesía y a sus largos discursos sobre los narradores como seres instintivos y los poetas como víctimas de la necedad. El tercer día mencioné una novela en la que estaba trabajando y me abordó, tranquilo, después de la clase, para decirme que era un género de madurez y paciencia. Cuando íbamos saliendo me contó que se iba del país y estaba vendiendo sus libros para costearse el viaje, así que me llevó a la buhardilla desgarbada en que vivía y me fue dando los títulos más obvios, tipo una lista de Colección de Grandes Clásicos. Encontré entre los pocos que quedaban un libro azul; el título era llamativo en letras de neón con dos autores desconocidos, Compilación de crónicas de la conquista: una antología de lo apócrifo (1612-1698), y me dijo que ese libro no me servía pero que si le pagaba el doble, a pesar de estar viejo y deshilachado, me lo daba. No entendí pero creo que se lo compré más por lástima que por curiosidad, tenía en su olor de lejía el destino marcado: escuché —¿en Buenos Aires o Madrid?— que se tomó una botella de aguarrás. Dejó una obra corta y mediocre. Pero no fue hasta que me contaron el incidente, que me acordé de aquel libro y lo saqué de mis estantes. El prólogo no decía mucho, pero las crónicas —o fragmentos de ellas— tenían una nota al final donde explicaba por qué era considerada apócrifa: personas oportunistas que reclamaban una parcela o buscaban el favor real escribiendo bitácoras falsas. Encontré éste hacia el final, sin autor conocido hallada en el Archivo General de las Indias, lo que lo redimiría de la ficción al mismo tiempo que dejaba en duda por qué lo incluyeron en la antología: el archivo se fundó cuando Carlos III estaba en el trono, es decir, más de medio siglo después de la fecha límite del título. En la nota que descalificaba la crónica (la más breve de todas), decía que por supuesto era un suceso inverosímil, que el autor por letrado no entraba en el perfil de un explorador. La conclusión era lógica, que no fuera más que una invención sin ningún objetivo, pero me obsesionó lo sucintos que fueron para descartarlo. Entonces dejé la novela —una que no verá nunca la luz editorial— y descuidé los estudios, hice llamadas internacionales pero parecía que los autores habían inventado la fuente: ningún texto de ese tipo había estado dentro del Archivo General. Así que investigué a los escritores, uno era guatemalteco y del otro no había información. No logré comunicarme con el primero, había sido catedrático y escribió cuatro libros de historia, así que solo conseguí por encargo un libro de historia de los olmecas con una breve biografía: Ernesto Soto Blas (1924-1983) fue un académico y recopilador, después: datos, títulos, cosas sin importancia que resuenan sordas contra la fecha de muerte. A la mitad de la crónica hay unos versos de un supuesto escritor medieval, no lo conocía y fue difícil encontrarlo en Internet porque está mal transcrito, eso me hizo pensar que de verdad fue escrito de improviso y bajo temor. Antes había creído que era su invención: el poema se ajustaba demasiado a la realidad, casi como una profecía. El poeta, que no lo nombra, es el Arcipreste Catalino, figura poco conocida, y tuve que pedirle el favor a un amigo historiador para que buscara indicios de él. Encontró muy poco y nada que me convenciera de que esto no sea un texto apócrifo, pero aun así sentí cierto estremecimiento cuando me contaron la vida del religioso quemado por hereje, como si una gravedad umbría vinculara a los textos mas allá de la realidad. El lector juzgará lo que se presenta adelante:
Zarpamos de seguro cuando alguna constelación obscura se encontraba en ascendente y rugió leo y bramó tauro y por nosotros derramó lágrimas virgo. Nuestras coordenadas fallaron quizá en el día quince del mes. Nos traicionó algún astrolabio caprichoso, porque terminamos más allá de las zonas tórridas, de los hemisferios conocidos por Aristóteles y sucumbimos a aguas de aspecto alcalino y las noches se plagaron de mugidos de enormes cuerpos que se paseaban letárgicos debajo de nuestro navío.
Todo aquí es parte de una repetición y no descartamos la posibilidad de encontrar a un segundo —o el mismo— Moctezuma.
Encontramos altas selenitas esparcidas entre las olas bravías de un atardecer donde llegaban olores a una tumefacta isla y con maniobras de escalofríos logramos llegar salvos a aquella plataforma de obsidiana donde se podrían pelajes de criaturas que no logramos asemejar a las que ya conocíamos ni las que imaginábamos. Era tanto nuestro desasosiego somnámbulo, que aquella noche —donde regresaron estrellas, mas no aquellas que conocemos porque aunque lo intentáramos nos hallamos el orden de Ptolomeo— encallamos frente a aquella isla de podredumbre.
Pensamos bautizarla como Moloch, pero aquel ambiente de terror absoluto nos impidió sentirnos lo suficiente poderosos, lo suficiente humanos para atrevernos. Comprendí que el miedo es una virtud cuando perdimos esa vanidad, nos derrumbamos y corrimos entre aquellas carnes purulentas como carroña, hambrientos de criaturas que no conocíamos. Sin duda es una virtud, no una debilidad: nos desprendimos de la manía humana de clasificar y ordenar todo, buscamos aquel lomo de clasificación natural desconocida que se encontrara en buen estado y lo comimos. La guardavela nos tomó en la isla sin importar el olor porque lo preferimos a seguir escuchando los quejidos de aquellos cíclopes acuáticos, que superaban por muchos nuestra humilde embarcación. En el amanecer rancio izamos velas e intentamos regresar por donde habíamos venido, pero aquellos laberintos de minerales fastuosos solo nos llevaban a través de sí mismos y el sol no terminaba de despuntar. Eran las mismas piedras y la misma alba, un calor sucio harto de sí mismo, en ese universo de repeticiones es imposible pedirle a un hombre la cordura. Perdimos quizás más de un tercio de nuestra tripulación condenada, que se lanzaban abrazando a una Filis de espuma.
No se rompió esa cadena de mismos tiempo y lugares hasta que se apareció entre un vaho fermentado y quizás mefítico, la costa de arenas vespertinas. La llamo así porque al llegar el aire por fin dejó su aura de madrugada y pareció que el día de nuevo avanzaba, aunque no supimos si nuestra brújula estaba estropeada o el sol se iba alumbrando desde el norte. Preferimos aferrarnos a la poca cordura que se podía hallar y acordamos ignorar la brújula. Debajo de las aguas de aquella bahía sin bautizo crecía una enmarañada vegetación, desconocida de cualquier tipo de alga que se haya descrito desde el Indostán hasta los mares bálticos. No hubo hallazgo alguno, por gracia divina, de ninguna calaña de monstruo. Aquellas plantas de apariencia mendruga e inapetente forman una estepa inviolable y para nuestra suerte, un refugio.
Las escaleras, talladas y con inscripciones en una lengua que fluía y se encerraba a sí misma, eran ramas, una extensión de aquel mismo lenguaje porque nos encontramos dando vueltas, como entre los minerales, una y otra vez en una luenga desesperación. Todo aquí es parte de una repetición y no descartamos la posibilidad de encontrar a un segundo —o el mismo— Moctezuma o bien a los descendientes malditos de Polifemo, una raza de enormes ciegos que se dan embistes con sus espíritus desconfiados. Mientras andábamos por aquellas escaleras inscriptas, recordé cierto poema de un hombre que no recuerdo, algún clérigo, que versaba:
Alumbrados vayan al postrer
Milenio del mentis et ratio
quando gira la novedad del
secundo y certero génesis,donde se dexa loar a Dios
e se fabla Su Nombre dos veces
por dos labios compuestos
Estremecido yo, dimos con un manantial y saciamos no tanto la sed pero cierta necesidad de lo mundano, como decía el antiguo macedonio —no sin algo de socarronería—: donde sea agua es agua donde sea. A pesar de un fondo de tintura de óxido, bebimos apacibles en tanto veíamos la luna en el cielo de día y con el alivio de un fenómeno harto común continuamos la marcha. Ya no hallamos más ruinas pero fuimos comprendiendo que la vegetación era ruina de otra vegetación, con ramas envueltas en polvo como el de herrumbre y frutas despojadas de sus jugos, alguien murmuró que aquí parecía no haber llovido en siglos y que al mismo tiempo todo estaba ya florecido. Sí, había una especie de abandono tan propio de aquel lugar y en la apariencia antigua de las pulpas, los nidos amarillentos y la cal viva amontonada sobre la tierra.
Escribo esto cuando sé que el veneno —uno silvestre, de acceso humano— desgarra mis vísceras mentirosas, que mi piedad apática es vulnerable a la necesidad y sé que es un tiempo prudente para que lean este manuscrito infame.
La estructura era la misma del ingenio de la oropéndola, tensada con cáñamo y asentada sobre piedra salitre, afuera tres jícaras tenían leches rosáceas. Le pedí a mis hombres que cualquier utensilio que tuvieran fuera sacado a modo de ofrenda y fui adentrándome a la abertura. Estaban sentados los dos como vetustos monarcas, adefesios con una segunda facción acompañando a la primera en orden perfecto —un par de ojos que veían melancólicos y hundidos, el par de ojos superior suspicaz y sabio—, él intentó levantarse pero la mujer que lo acompañaba le hizo un gesto prudente. Medirían como cuatro varas de alto y su pesadez no les permitía incorporarse. Me preguntaron cómo había llegado ahí y les dije que perdiéndonos, ella dijo que a la perdición siempre se llegaba así, después les ofrecí mi brújula que apunta a un norte falso y él dijo que el arte de los minerales ya no le impresionaba. Les di mi nombre, después cada uno dijo el suyo, dejando en claro que su nombre no se había escrito nunca y no se debería. Abrupto, él se quejó de una sed, una sed terrible, y cuando le respondí que afuera había tres jícaras con leche, me dijo que esos eran los venenos más antiguos que existen y el mejor centinela posible. Aquí no entran los curiosos, suspiró ella. Hasta entonces, aquella segunda boca, la más inferior, se había mantenido callada, y la confundí por un apéndice, pero conforme ellos se quejaban más de su sed la veía musitar, casi como un lamento. Esta boca es más vieja, dijo él recobrando la compostura, si se escucha su lenguaje ya no podrás regresarte. Recordándome de Proteo, les imploré la clave para no seguir en esta desgracia. Me la darían siempre y cuando les trajera sus pedidos, agua, dijo ella, miel para nuestras llagas, dijo él, y debe ser antes de que nuestra otra boca hable, no podemos controlarla. Fui con mis hombres al manantial, después de explicarles la necesidad de encontrar miel en aquella selva rancia. Se me acercó un mancebo pálido, están conspirando, señor. Le dije que sutil me mostrara quién, lo hizo y no habré de dar su nombre o indicaciones, que quede en el anonimato como los demás que cayeron de la borda. Le dije al revoltoso que los señores lo eligieron como poseedor de grandes virtudes y que si bebía el suero de la jícara sería bendecido. Fuimos bordeando la isla y en un arenal encontramos miel imperecedera, la que recogimos con dificultad porque había que limpiar grano por grano hasta llevarla pura al hogar de los señores, para que no se impacientaran no les conté que estábamos cerca de escuchar nuestra condena. Un ruido desgarrador me hizo pensar que era la otra voz, la garganta que no había pronunciado palabras en milenios y que hablaba sin que ninguna mente le diera rienda, despotricada lengua lunática, pero solo eran los gigantes aletargados del mar y logramos limpiar la miel. En la entrada, el rebelde bebió de la jícara como le indiqué, cuando falleció en dos espasmos rápidos los demás sintieron miedo y se mostraron renuentes a contradecirme. Sentí aquel arsénico darme algo de fuerza en contra de la debilidad de mis oídos mortales. Bebieron el agua con ímpetu bovina, después sus cuerpos aquejados se embarraron en miel, sus espaldas descarnadas por su postura constante mientras parecían temer a aquella boca parásita. Les imploré que me dijeran lo más pronto posible, te has adelantado, dijeron, pedíamos una muerte y los has hecho ya, con dejar el cuerpo en la miel, para alimentar a ese monstruo de oro y transparencia. Regresamos sin aquel Judas, cuyo cuerpo fue consumido por el dulce, pero vinieron entonces dos meses y veintidós días de viaje para poder regresar al puerto del que zarpamos. Los tripulantes diezmados afirmaron que no había ocurrido nada, delirios, los demás se alejaron meditabundos. Escribo esto cuando sé que el veneno —uno silvestre, de acceso humano— desgarra mis vísceras mentirosas, que mi piedad apática es vulnerable a la necesidad y sé que es un tiempo prudente para que lean este manuscrito infame, que si hubiera tenido un hijo no habría sido capaz de darle un nombre y que la antípoda que viví de seguro es mi propia locura y que al mismo tiempo estoy seguro de haber dialogado con un Proteo repetido, que aquí manifiesto lo que pasó por mí y no entenderé nunca si otros también lo vivieron. Solemne y gracioso, Horacio: Mors ultima línea rerum est.
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