Aún no anochecía. El sol tardaba en ocultarse y eso lo llenó de ansiedad. Miraba con aborrecimiento y zozobra. Sus ojos se achinaban no por algún destello que los encandelillara sino por la fuerza con que apretaba todos los músculos de su rostro. Se podía reconocer en aquella mirada el gesto de quienes evocan cosas dolorosas en algún lugar de la distancia.
Las lágrimas rodaron por su mejilla. Maldijo; era lo único que le quedaba, lo único que se atrevía a murmurar sin turbación, sin embargo, las palabras le salieron quebradizas como si temiera que alguien pudiera llegar a quedarse con ellas en el aire.
¿En qué momento su vida había tomado un giro tan misterioso y había sido capaz de llevarlo a la misma situación de abandono y soledad que había tenido cuando era apenas un niño?
El escondite donde se encontraba apenas si lo resguardaba de los mosquitos. Algunos cangrejos salían de los agujeros que había en la arena. Aquel día la playa estaba casi desierta.
Una niña, del color de la rosa de Halfeti, jugaba con un palo y unas cuantas piedras. Allí, donde las olas golpean la playa y luego la resaca deja la arena sumida en una inevitable humedad, la niña intentaba algunos garabatos. Se le notaba contenta. Era delgada. Sus huesudas piernitas saltaban y, en el aire, daban la impresión de que no resistirían el impacto contra el suelo. Llevaba el pelo recogido en una moña y estaba sola.
José la miró, al principio, como un puntito sin importancia, luego sintió algo extraño. Sudaba. La zozobra parecía regresar. Miró con más atención a la niña, que ahora se había sentado y hacía un hoyo en la arena. Aquella imagen de la niña lo hizo recordar.
Maldijo de nuevo, pero esta vez se llevó el puño hasta la boca y se mordió con rabia impotente los nudillos. Estaba a punto de estallar y se sentía arrinconado, como perdido en aquella pequeña madriguera que había improvisado con algunas ramas secas de palmas y troncos podridos.
¿En qué momento su vida había tomado un giro tan misterioso y había sido capaz de llevarlo a la misma situación de abandono y soledad que había tenido cuando era apenas un niño? No podía explicárselo con claridad, pero estaba seguro de que aquella niña, sentada en la playa, mirando absorta el atardecer, era él: el José que había escapado de la miseria y de las playas sucias de Buenaventura donde solía en el muelle salvar las monedas que eran tiradas por los turistas. José siempre tuvo suerte. Iba resuelto al malecón y les gritaba a los gringos: “¡Láncela, míster!, ¡láncela!, yo se la recupero”. No había nadie que le ganara. José se acomodaba, veía la moneda girar en el aire y en cuanto chocaba contra las olas José salía en un trote cómico hacia el mar y saltaba haciendo un molinete de salmón salvaje en el aire para ir a meterse en la misma ola en la que se había perdido la moneda.
Era asombroso verlo salir triunfante del mar izando en su mano derecha, sobre el vaivén de las olas, la moneda reluciente. Aquellas actuaciones temerarias las realizaba todos los miércoles y todos los domingos, y había llegado un momento donde había perfeccionado tanto su sonrisa pálida e intocable, que ni siquiera tenía que tirarse al mar para que las mujeres le regalaran una moneda.
Había otra actividad, una secreta y fugitiva faena que llevaba a cabo con amor y pasión y con recelo y en soledad. En las tardes se iba hacia la playa de los náufragos, una pequeña entrada del mar, alejada del muelle y que traía árboles ahogados, botellas con mensajes a la deriva y uno que otro pedazo de olvidadas embarcaciones que se convertían en el tesoro de José.
Allí, en ese recodo de arena, José se sentaba y miraba con nostalgia la línea de horizonte. La escena más rotunda de aquellos atisbos de tristeza infantil fue aquella tarde en que arreciaba una tormenta descomunal sobre el puerto. La lluvia no había cesado y la fuerza con que caía había creado ríos que arrastraban las motocicletas por las calles. Sin embargo, aquella agresión de la naturaleza no había acobardado a José que, en la tarde, se le pudo ver en su pequeño paraíso de naufragios, sentado bajo la tormenta observando cómo crecían los horizontales rayos sobre la lejanía.
Aquella niña lo había devuelto hasta su infancia, pero José no quería tener noticia de aquellos rincones nostálgicos. Ahora tenía que salir de su guarida. Acababa de llegar la hora más seria y aterradora de sus días.
Titubeante, emergió de su escondite, se acomodó la camisa y el pantalón y comenzó a subir hasta el malecón. Ese tramo era inevitable. El corazón parecía salírsele del pecho en aquellos treinta metros que lo separaban de la calzada. Sentía miedo.
Desde la acera miró una última vez hacia la playa donde todavía jugaba la niña que resplandecía como una piedra de ónix custodiando el atardecer. José suspiró y pareció, de pronto, que se despedía de un recuerdo entrañable.
—Buenas noches, colombiano —le apuntó una voz a su espalda.
—Buenas noches, señorita Isabela —dijo el negro, en un francés de ultramar casi perfecto, mientras se reponía del susto.
—Perdone la tardanza, su caso ha demorado más de lo que me esperaba. El consulado exigió otros informes y tuve que redactarlos —dijo la mujer—. Pero le tengo una buena noticia, José. El viernes mismo podrá irse para Saint Laurent, allí una compañera seguirá su caso en la prefectura. Ya he mandado todo lo necesario así que no hay por qué preocuparse —concluyó mientras le sonreía amablemente.
José se alarmó.
—El viernes es muy tarde, señorita. Puede que ya esté muerto de aquí a esa fecha. Faltan cinco días para que pueda irme, si Juan Diablo no me mata, me va a matar el miedo —aseveró angustiado—. Estoy cansado de tener que esconderme todos los días, señorita, ya no aguanto más esta situación.
—¿Esconderte? —interrogó la francesa con algo de preocupación.
—Sí, señorita. Desde que fui a comentarle de lo sucedido. No he hecho más que esconderme. Juan Diablo es capaz de cualquier cosa señorita.
—Juan Diablo no va a hacer nada, José. Él está en la misma situación que usted y busca los mismos beneficios, sería un demente donde se atreviera. Nadie en sus cabales se permitiría una deportación justo antes de la entrevista final —puntualizó con seguridad la abogada—. Así que tranquilícese, duerma bien. En dos días podrá cobrar el subsidio y el viernes, en Saint Laurent, el servicio del Estado le indicará la casa donde podrá quedarse —le terminó de decir mientras anotaba la dirección de la prefectura en una nota y se la pasaba.
José recibió el papel con desaliento y, dándole la espalda a la abogada, comenzó a subir los escalones de la pensión. En el fondo él sabía que la francesa tenía buenas intenciones, pero ¿qué iba a saber ella de la ley de la calle?
José subió con desgano hacia el segundo piso.
—¿Necesita algo en lo que pueda colaborarle?
—No, señorita —negó con la cabeza sin voltear a mirar.
La mujer comprendió. Mientras partía, un inquilino que emergía del fondo del pasillo le dio las buenas noches. Ella respondió automáticamente y salió de la pensión un poco preocupada, pero con la conciencia tranquila de haber hecho bien su trabajo.
En el cuarto, José vio por la ventana los últimos rayos crepusculares. A lo lejos se podía distinguir la desembocadura del río y más allá, hacia el oeste, los tugurios. Las luces del puerto titilaban solitarias como estrellas errabundas, pero José no reparaba en aquel paisaje. Estaba lejos, en el miedo. Sus ojos de niño parecían pedir ayuda. Ya no se trataba de una actuación, en realidad se encontraba desesperado, había desasosiego. Intentó concentrarse en un libro de autoayuda que la abogada le había obsequiado para que se sintiera mejor y, sin poder sobrellevar la lectura, arrojó lejos el texto. El negro estaba devastado.
A la media noche se despertó; el sobresalto, que lo llevó a sentarse con un llanto desconocido al borde de la cama, tenía la impronta descarnada de una desolación imparable. Extendió el brazo buscando a tientas la navaja alemana que siempre llevaba consigo para, según él, desvararse y defenderse. Los ojos los tenía irritados, el sudor comenzaba a supurar un olor bochornoso y a convertir el cuartucho en una caldera. La mano temblaba, pero parecía resuelta a llevar a cabo la orden de su amo y a acabar con el martirio. José había decidido el suicidio.
Abajo, en la calle, unos boleros sonaban, y más allá, cerca de los manglares donde comenzaban las favelas de palafitos destartalados, un coro de marraneras insistía sin cesar. Una voz de mujer gritó y su grito espantó al grupo de boleristas. La voz lo salvó del navajazo mortal. “¡Ándate a la mierda!, ¡mañana estaré en Surinam!, ¡Me oyes!, ¡Nunca más me volverás a ver!”. La mujer parecía llorar; sin embargo, a José, la discusión no le llamó la atención, lo que lo devolvió a la realidad fue una de las palabras de la frase que parecía decirle comulgar con su secreto. Algo en esa sentencia tenía el poder revelador de su salvación. Al parecer, había allí una clave que podía protegerlo para siempre de la amenaza de muerte.
En segundos José vislumbró su escape. El asunto conllevaba mucha suspicacia. La cuestión se fundamentaba en seguir los planes que Francia había dispuesto para su condición. Tras el arribo a Saint Laurent, la hospitalidad del campamento de candidatos al asilo y la confianza de sus cuidadores, la cuestión consistía en lograr, en uno de los permisos que las autoridades daban para conocer la ciudad, colarse en un barco rumbo hacia Surinam.
***
—¡Oiga, usted!, ¿Hacia dónde se dirige? —preguntó en “portuñol” la mujer de aspecto aindiado que ocupaba la única terraza del barco de carga.
—El señor de allá abajo me dio permiso para que subiera hasta aquí con el fin de que pudiera hablar con usted, señorita —contestó José de inmediato en el mismo “portuñol”, como si lo hubiese aprendido de pequeño.
—¿Qué busca? Aquí no hay lugar para flojos —indicó la mujer mientras se llevaba una gran cucharada de frijoles a la boca. Tenía el pelo ensortijado y tinturado de un color terroso que le daba un aspecto más fiero a su semblante, su voz era firme y lo miraba a los ojos con la propiedad de quien sabe mandar. José le confesó que estaba dispuesto a trabajar en lo que fuera con tal de llegar a Manaos.
No tenía la fachada de ser estibador, ni mucho menos de ser un pirata. De pies a cabeza y en otra época, José hubiera pasado por un esclavo cualquiera, un jornalero, un mero cuero como les llamaban en el río, en busca de un sustento para sobrevivir y aventurar, pero no era esa la época, la mujer no lo miraba con buenos ojos, su sola presencia arrastraba problemas, era un hombre con el patrón común de los fugitivos o los desplazados y eso, para la señora Raquel, no era bueno.
—Vamos a hacer algo —le dijo, y sin mirarlo cogió entre sus manos un gran pedazo de plátano asado, lo partió por la mitad y se llevó un gran trozo a la boca. Acto seguido, cogió una toalla pequeña que tenía sobre la falda y se la pasó con gesto grotesco por la cara limpiándose el sudor y espantando las moscas—. Baje hasta el muelle, dígale al capitán que usted va a ayudarle con el cargamento de madera y con el de los rollos papel higiénico. Luego miramos qué pasa.
José se quedó parado en el balcón esperando más instrucciones, pero la señora Raquel, como si al decir estas palabras lo hubiese desaparecido por completo, se abalanzó de nuevo sobre el resto del plato con real glotonería.
—¿Qué hace?, ¿Todavía sigue aquí?, ¿Usted es como pendejo o es que se hace?, apure, a ver, ¡no tenemos todo el día!
El negro repitió diez veces “sí, señora” y mientras bajaba por la escalera metálica no hizo más que mirar hacia la terraza y gritar como una máquina descompuesta “Gracias, patrona, Dios se lo pague”.
En menos de un mes, el negro pasó de las planicies desérticas de Neiva a las discotecas atestadas de Juanchito, en Cali.
La tripulación lo recibió bien aquella noche, algunos le ayudaron a tender la hamaca y otros le compartieron yuca y queso para que calmara el hambre. La navegación siguió arriba. A veces, los cucarrones que se estrellaban contra su cuerpo lo despertaban. José lanzaba una mirada a las tinieblas y, sin capturar nada más que la noche, se incorporaba en la lona y volvía a sus dulces sueños allá en el Ecuador cuando todo el mundo lo respetaba por ser un gran inversionista industrial.
Había salido un martes a eso de las tres de la tarde, el cheque anunciaba la suma de quince mil dólares otorgados por sus servicios durante diez años a la compañía petrolera. La empresa había cedido sus campos de crudo a una nueva corporación estadounidense, y a razón de ello había tenido que recortar el personal. La mayoría fueron escogidos al azar. Pasen aquí, hagan una fila allá, firmen en este lado, salgan por esa puerta, reclamen su cheque en esa ventanilla, “fue un gusto y un honor”, “esperamos que esta indemnización le sea útil”, apretón de manos y hasta nunca.
Afuera, cada uno se despabilaba como podía y comenzaba la errancia. José lo hizo a lo grande. En menos de un mes, el negro pasó de las planicies desérticas de Neiva a las discotecas atestadas de Juanchito, en Cali, y de allí, después de enamorarse de una puta, se las arregló para cargar con su dinero y sus dos maletas de ropa hasta el Ecuador. Allí hizo un pequeño alto en el camino y reflexionó sobre su futuro.
A los tres días siguientes ya había logrado que le tramitaran un pasaporte falso de inversionista industrial y con él hizo y deshizo en la ciudad de Salinas. Allí no dejó una sola noche sin frecuentar el bar de La Isla, una taberna peligrosa donde solo iban los que tenían plata y problemas.
La vida era para gozarla. Tantos años se había matado haciendo plata para otros que al fin le había llegado la hora de disfrutar. Manuela, una muchacha prepago de las más lindas que había conocido en su vida, fue su compinche y su amante. El día que la conoció se le orinó encima sin querer. Estaba tan borracho que en lugar de entrar en el baño de los hombres se metió directo al de las damas y sin tomarse la delicadeza de examinar si el habitáculo estaba ocupado, abrió la puerta y evacuó todas las cervezas. La relación entre Manuela y José se dio de manera intensa. Aquella noche hicieron el amor en ese mismo baño. Los días eran un despilfarro de dinero y Manuela era feliz. Aquella morena le hacía el amor una y otra vez y él se sentía el hombre más poderoso del mundo.
Un día, José buscó entre sus bolsillos. Le quedaban unos 300 dólares más lo que había reservado en una cuenta bancaria. Quedó sobrio de inmediato; sin que nadie lo viera, se escabulló hasta la salida del bar, arrancando al día siguiente de aquella ciudad en un viaje sin regreso.
Así fue como resultó en Tabatinga. Luego de haberle encargado a un falsificador del Perú que le hiciera unas tarjetas de crédito y unos extractos de movimientos bancarios para lograr hacer creíble su pasaporte de inversionista industrial, compró un pasaje en uno de los barcos más destartalados de Iquitos e inició su perdición.
Así fue como comenzó su periplo miserable. Engañando aquí y traicionado allá. En dos meses pasó de ser un desempleado con un cheque de diez mil dólares a un errante sin destino.
***
Cuando el barco atracó en Manaos, la ciudad pareció llamarlo por un momento, pero la señora Raquel, que se había dado cuenta de lo trabajador que era aquel negro, dispuso mil artilugios para que José se quedara por más tiempo en el remolque.
—He notado que es usted muy bueno, servicial y leal. Esa es la gente que me gusta tener en este negocio. Mire, José, mañana partimos para Macapá, vamos a llevar una gran cantidad de mercancía y manos como las suyas nos serían muy útiles. Se puede quedar en el camarote, si gusta, con la china Marina, y esta noche puede ir a la ciudad y conocer. Tenga, aquí le doy esta platica para que se compre un buen licor y alguna ropa, ¿está bien? —a José la idea de seguir navegando no le incomodó; además, si la travesía continuaba, en menos de seis días estaría frente al Atlántico. Conocería el “mar de los siete colores”, como le solían contar allá en Neiva los ingenieros de la petrolera. Además, ya instalado en cualquier ciudad costera, podía comprar un ranchito y quedarse a vivir permanentemente. Sin titubear aceptó el dinero y volvió a decir más de diez veces “Gracias, Dios se lo pague”.
Desde la costanera se podía observar cómo la ciudad moderna bullía y cómo de un lado hacia otro iban y venían luces borrachas y deslumbrantes. Las cornetas sonaban por doquier reafirmando la algarabía de una metrópoli en medio de la selva. José tomó una mototaxi e indicó en “portuñol” al conductor que deseaba dirigirse a algún lugar donde pudiera distraerse y tomar unas cuantas cervezas. El taxista, un indígena de pelos hirsutos y grasientos, le miró irónicamente.
—Señor, toda, aquí, ciudad es taberna. Aquí tomar todos. Cinco reales —José comprendió lo que su interlocutor le balbuceaba en un portugués extraño que mezclaba palabras indígenas y otras que le parecieron ancestrales. Con la poca información que tenía a su disposición le indicó al chofer, casi prodigiosamente en la misma lengua que acababa de escuchar, que lo llevara hasta el bar más cercano. El indígena se sorprendió, se remangó las cortas mangas de la camiseta de rayas azules, grises y ocres, ya pálida por la mugre, y aceleró el motociclo como si el mismo chamán de su aldea le hubiese dado esa orden.
El pequeño tour lo llevó a olvidarse espontáneamente de su experiencia en el río; se sentía más seguro entre el asfalto, además, aquella ciudad parecía evolucionar al paso de cada calle: era como si realizara un recorrido de la historia de la vivienda o del hombre mismo a través de una línea cronológica que se titulaba “La costanera”. La carretera comenzaba a orillas del río y serpenteaba como una franja ruidosa que dividía la vida natural del Amazonas, de ese monstruo de casas y edificios que se atrevían hasta las playas con sus prostitutas y sus tabernas. José avanzaba en su máquina del tiempo manejada por un indígena. Las chozas estropeadas, los palafitos improvisados, torcidos y a punto de echarse a navegar río abajo, las casas de madera orilladas, los arrabales y los laberínticos barrios construidos sobre un armazón de estacas y manglares, le fueron dando una idea reveladora de la evolución más importante del ser humano. Los refugios, de pronto, comenzaban a ensancharse, a engruesarse, a levantarse y solidificarse al mismo tiempo que “La costanera” dejaba el barro y comenzaba a pintarse con un cemento escaldado. Las casas con terrazas fueron dando paso a compuestos edificios republicanos de teja y columnas, de frontispicios, balcones, dinteles, umbrales, patios y aldabas. Cuando la luz de los grandes faroles comenzó a develar el aire nocturno, José entendió que había llegado al presente, a la ciudad de las industrias y los bares atestados.
Sin embargo, el simio seguía manteniendo el perfil ante los espejos, nada de su africano cuerpo cedía ante la avalancha evolutiva; al contrario, cada día asumía poses más primitivas, más exóticas, que lo hacían ver como un ser perturbado y como el sirviente que la mayoría buscaba en él.
Esa noche hubo una pelea entre dos extranjeros. El primer hombre, demasiado joven para morir, se había dejado crecer la barba para esconder la juventud. El otro tenía surcos marcados entre las cejas y la frente estaba enseñada a mostrar los años y la furia. Una alergia, quizás al sol o al aire de la selva, le descarapelaban los pómulos en pedacitos de caspa irritante. El primero tenía la vestimenta de un moderno campista echado a perder por la ciudad; el otro mostraba un cinturón de cría de caimán donde unos mediocres boliches habían remplazado los ojos del reptil.
La pelea concentró los ánimos de los lugareños y comenzaron las apuestas. José intervino. Salvó al chico de una humillación rotunda y sin que nadie se le cruzara en el camino se lo llevó como cuando la muerte, de repente, entra en los lugares menos esperados y agarra sin más ni más a quien le debe. Todos supusieron lo peor para el muchacho.
***
—Hace días me salvaste en Manaos. ¿Por qué? —el gringo se le atravesó en la borda. José ajustaba los cabos que sujetaban la defensa alrededor del remolque; la cadena de llantas, que habían sido amarradas allí como salvaguardia, parecía infinita y José revisaba los nudos uno por uno. Al principio, ignoró por completo al joven, pero al ver que éste insistía se irguió con toda su corpulencia y como un manso animal acostumbrado a obedecer le respondió en un inglés triste: “No me gustan las peleas”. El muchacho comprendió que esa era la mejor respuesta que podía obtener.
—Qué bien. Te lo agradezco. Pensé que nunca iba a poder comunicarme con alguien en este barco. Te he visto hablar con los indígenas y con los brasileros. Eres políglota, ¿verdad? —aquella palabra dejó extraviado a José, pero le gustó, no lograba reconocer qué quería decirle el gringo con esa palabra, pero lo hacía sentirse mejor, le daba una satisfacción muy parecida al orgullo. Para no caer en errores, se alejó como si la conversación lo aburriera demasiado.
Desde Manaos hasta Macapá el negro fue el encargado de servir al gringo. A la señora Raquel no le importaba cómo era que aquel obscurecido fugitivo lograba comunicarse con el joven turista; sólo estaba segura de que, mientras el negro lo atendiera, los dólares llegarían a sus manos.
—No pares de atender a ese gringo pendejo. Y ya sabes, cóbrale por todo —le decía la señora Raquel en el puente de mando. En lugar de los tres días que iba a tardar el remolque en atracar en el puerto de Macapá, el Charuca Carvalho comenzó a dilatarse en un turismo clandestino por más de una semana entre los meandros e islas del Amazonas.
Bufeos, tucanes, reconocimiento de caboclos, titíes, guacamayas gigantes, frutas y peces desconocidos comenzaron a invadir el remolque. Los dólares pasaban desde el puente de mando hasta las balsas de los nativos que se acercaban en las noches para mendigar. Jamás se vio mayor apogeo en la historia del oxidado navío, pero el gringo un día sucumbió a la malaria. La sangre repleta de ácido úrico secó al imprudente estadounidense, que fue arrojado como comida descompuesta a las pirañas. El único que lo lamentó fue José. El gringo le había concedido un nivel de importancia que había mejorado su situación en el barco. Mientras duró el servicio de traducción, él había sido importante parta todos, él había sido el hombre que todas las personas habían buscado para sacarle dinero al extranjero, pero tan pronto saquearon el cadáver y quemaron las pertenencias, el Charuca Carvalho dejó su hibernación acuática y comenzó a bramar con sus hélices en una carrera casi a contrarreloj hacia el puerto de Macapá.
***
—Yo no me como tu cuento, eso de perseguido y martirizado no me suena… ¡no, señor! Para mí que eres un embustero. Tienes que saber que todo el que se anda con mentiras aquí se arriesga a probar la punta de mi navaja —Juan Diablo sacó de su bolsillo una reconocida “patecabra” de mango de madera macizo. Aquella navaja era de las antiguas armas de los pandilleros caminantes que había sido famosa en las épocas del sicariato en Colombia. La navaja precedía a su dueño y decía muchas cosas oscuras de él. Si Juan Diablo le mostraba la navaja era porque quería asegurarse de que José entendía el mensaje.
Hasta aquel día, su estancia en la Guayana Francesa había sido una de las mejores cosas que había logrado contra la intemperie y la desolación que había tenido que padecer en un lado y en otro.
***
—Todo consiste en inventarte una película, una película que sea verdadera, debes aprenderte el guion de memoria, hasta los más mínimos detalles, ¿comprendes? —le había dicho El Soldado mientras se jalaba el cordón amarrado alrededor de su cuello y le mostraba la lata donde estaban repujados los datos más importantes de su identificación—. Esto no basta, ni siquiera el que me haga falta una pierna. Para ellos no valen estas muletas, lo único que a ellos les interesa es la verdad que lleves en los ojos —le susurraba mientras escupía por una de las ventanillas del taxi—, si titubeas estás perdido, si mientes estás perdido, si olvidas estás perdido, si callas estás perdido. Lo único que debes hacer para ganar es hacerles creer que de verdad estás perdido. Que el único lugar para salvar tu vida es allí. Eso es lo único que te puedo decir. Si quieres sigue mi consejo o haz la larga fila de los que nunca van a pasar por migración.
No tenía nada que perder, la apuesta estaba echada. Cuando se bajaron del taxi y se adelantaron a todos los brasileños que hacían la larga diligencia y se lanzaron corriendo, desesperados hacia el puente recién construido sobre el río de la frontera, la masa se partió a carcajadas como si asistieran a la mejor de las comedias. Pero los policías los dejaron pasar.
Aquel país le había devuelto la esperanza. Cada mes reclamaba un subsidio y en la primera entrevista la psicóloga de su caso le había dado el mejor puntaje. Nadie dudaba de su historia. Aquel hombre, profesor de inglés en un pueblito de Colombia llamado Remolinos, había sido amenazado y perseguido a lo largo y ancho de tres países por las fuerzas armadas y revolucionarias. Para estas fuerzas, que lo habían contratado para la enseñanza, su servicio, aunque muy profesional, había llegado un día a su final y no había sustento ético para ellos que pudiese salvaguardar a José de un fusilamiento. Una muerte honrosa según ellos ya que era un hombre que le había entregado muchas cosas a la causa, pero también era un hombre que sabía demasiado.
Tenía que llevar a cabo su escape. Tras cobrar su subsidio arrancaría escoltado por la policía hasta Saint Laurent.
La psicóloga creyó en cada palabra, en cada imagen que José fue capaz de dejarle para siempre en el fondo de los ojos. Aquella mujer, reconocedora de todos los trastornos humanos, se sintió apesadumbrada y durante varias noches no logró conciliar el sueño. Le era imposible considerar cómo en un país suramericano los hombres eran capaces de arrasar con toda una aldea a punta de motosierras. Jugar al futbol con las cabezas de los mutilados y béisbol con los brazos.
La mujer no lograba sacarse de la mente las imágenes que José le había compartido. Aquel hombre con cuerpo de simio resignado y consternado, con ese rostro de animal desmantelado, por donde se podía advertir la invasión de todos los traumas, no le había contado una historia real, sino que le había mostrado con cada palabra una de las vidas más desasosegadas. La psicóloga se encargó de hacer todos los documentos para que su asilo comenzara a ser resuelto de inmediato y en lugar de encerrarlo en una de los calabozos dispuestos en la frontera para los mentirosos que iban a ser deportados, José comenzó una vida tranquila en la ciudad de Cayenne.
***
—Si no unes tu dinero con el mío te mato, ¿me escuchaste, negro?
—Pero si somos amigos, además tú tienes mucho dinero, ¿por qué habría de darte mi parte?, ese dinero lo necesito para vivir aquí.
—Por las cenizas de mi santa madre y por el respeto que tengo a nuestra amistad, te juro que si no unes tu dinero al mío, ¡te mato, negro de mierda! —le gritó Juan Diablo, y desde entonces José pasaba sus días escondido en el monte hasta que llegara el atardecer para poder irse hacia el albergue. Algunas veces se escondía en una madriguera que había improvisado con algunas ramas secas de palmas y troncos podridos. Por eso, ahora tenía que llevar a cabo su escape. Tras cobrar su subsidio arrancaría escoltado por la policía hasta Saint Laurent.
***
Durante unos días vagó por las calles de Albina, luego estuvo en un barco holandés y después buscó fortuna trabajando como peón en una hacienda en Trinidad y Tobago. Intentó echar raíces en la isla, pero allí también se arruinó y al final los últimos hombres que lo vieron en este mundo se lo cruzaron en una costa casi abandonada de Barbados.
Los jóvenes turistas rusos que lo vieron por última vez se le acercaron una tarde para preguntarle acerca del lugar. Sentado en una de las sillas que ponían los vendedores para avistar la línea de horizonte, José contemplaba un gris, melancólico e inmenso pelicano viejo y maltratado, un raro y solitario pelicano que miraba el atardecer como si esperara que de allí le llegara, al fin, la muerte. José apretaba tiernamente un libro roído casi deshecho escrito en Kikongo y que contaba la historia de un marinero llamado Charlie Marlow que se había perdido en un río de la selva africana. Cuando volteó para responderles, en un ruso casi perfecto, los extranjeros pudieron notar toda la tristeza del universo comprimida en sus ojos.
La conversación fue apacible y lograron dilatar uno que otro gesto de compasión mientras José les contaba su historia. Antes de decir adiós, uno de los turistas, blanco como los hielos nublados que van a la deriva en el polo norte, se atrevió:
—¿A qué te dedicas ahora para sobrevivir?
Como si la pregunta reviviera en él el último pedazo de toda su dignidad, se incorporó, miró fijo a los jóvenes y sin titubear les dijo:
—Soy políglota.
- El políglota - domingo 16 de octubre de 2016