“¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?”.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas
Deslizó sus pies un poco hacia adelante y se agudizó el ángulo entre sus rodillas. El sillón era cómodo e invitaba cada cierto tiempo a hundirse más en él. Miró largo por la ventana, del otro lado de ese agujero diseñado en la pared brillaba un día tranquilo, a pesar de los edificios, a pesar de los carros. Levantó repetidamente su brazo derecho que se desvanecía por la postura sostenida. Sintió las innumerables agujas invisibles que torturaban la extremidad. Suspiró. Mirando distraídamente su brazo, recordó un episodio que de vez en cuando salía de lo profundo y flotaba en la superficie de su memoria. Tendría unos seis años y su familia estaba recién mudada al barrio en el que pasaría el resto de su infancia y adolescencia. Era un barrio feo. Unas cuantas familias lo habían invadido y loteado. Luego, habían vendido los terrenos a otras familias más humildes. Su padre compró el lote con mucha ilusión, odiaba pagar arriendo, le parecía humillante. Con la rapidez que permitieron sus escasos fondos y los robos indolentes de los maestros de obra, pudo levantar la mitad de la casa. Se mudaron en obra gris, pero contentos, nunca habían tenido tanto espacio.
Detalló la pared que tenía delante. Era una superficie lisa, limpia, pintada de violeta; tan diferente a las paredes jamás repelladas de su casa de infancia.
En ese barrio de invasión las casas parecían pequeñas fincas rodeadas de maleza, arroyos sin canalizar, sapos y muchos mosquitos. El episodio tendría lugar en la mitad de la casa que aún no era habitable. Su padre alcanzó a plantar los cimientos, levantar paredes sin techo ni ventanas de lo que serían futuros cuartos. Mientras tanto, esos cubos abiertos al cielo se llenaban de todas las malas hierbas que crecían vigorosas. A la niña de seis años le acababan de comprar una regadera de plástico azul que le fascinaba. A falta de un verdadero jardín, seleccionó como su protegida a una planta corriente que crecía desobediente entre el futuro proyecto de habitación. La niña cuidaba de la planta y la regaba como si se tratase de un bello espécimen ornamental. Ese día, cuando levantó su brazo derecho para apuntar y sostener la regadera sobre la planta, notó algo. Percibió que su brazo, en efecto, se movía. Su brazo se trasladaba. Su brazo podía subir y bajar. Todo esto era posible porque existía el vacío. La niña sorprendida de su descubrimiento puso la regadera en el suelo terroso y con energía movía sus brazos en todas las direcciones. Miraba sus pequeñas manos y delineaba con ellas delicadas curvas. El vacío. La nada en la que los cuerpos pueden moverse. Nunca había notado la presencia constante del vacío. Siempre estuvo allí, rodeándola; por eso mismo, era tan imperceptible. Vacío y movimiento en un cuarto sin techo de un caluroso barrio de invasión del Caribe.
Ahora esos recuerdos luminosos le resultaban distantes, como si le hubiesen sucedido a otra versión de sí misma. Recobró la buena circulación en su brazo derecho y lo acomodó mejor en el borde del sillón. Su mirada centrada en la ventana se tornó nublosa al dirigirla al interior del cuarto. Habitaba un hermoso apartamento. Detalló la pared que tenía delante. Era una superficie lisa, limpia, pintada de violeta; tan diferente a las paredes jamás repelladas de su casa de infancia, siempre oscuras, sucias, llenas de telarañas en las esquinas y cruzadas fugazmente por salamanquejas zigzagueantes que producían ruidos extraños y ayudaban al orden general comiéndose los mosquitos. Treinta años la separaban de esa casa siempre inacabada, siempre en construcción por los sueños de su padre.
Ella continuaba inmóvil ante la pared violeta. Estrellitas amarillas se esparcían como decoración aquí y allá. En la mitad inferior de la pared yacía un mueble de madera empotrado. Estaba lleno de libros, algunos adornos y muchos juegos. Ella cerró los ojos y tuvo la visión de unos dados que chocaban. La reminiscencia caprichosa la llevó a su décimo grado de bachillerato. Quince años. Una jornada llena de materias necesarias y otras tantas absurdas. Estaba en clase de estadística, realizaban experimentos aleatorios. El salón se dividía en grupos de trabajo. Había tríos de adolescentes sudorosos tirando dados y tomando notas para el taller por todo el patio del diminuto colegio. El profesor los vigilaba indiferente. Ahí tuvo lugar el segundo episodio: ella notó que el azar era ordenado. Lanzaba los dados frenéticamente y los resultados eran según lo esperado por la probabilidad. Ella se desesperaba. No entendía por qué no ocurría realmente el azar. ¿Por qué en seis tiradas de dados no puede aparecer siempre el número uno? ¿Por qué en veinte lanzadas de dados no puede ocurrir lo verdaderamente inesperado y obtener siempre el número cinco? El azar no existía, todo le era demasiado predecible. Se quedó con esa certeza que la preocupaba con frecuencia y que con dificultad podría expresar a los demás. Años después, cuando hacía su pregrado, estuvo bebiendo con unos ingenieros en una rockola bogotana de mala muerte, en la euforia de la embriaguez les contó la mortificación que le causaba su segunda epifanía. La escucharon risueños y uno de ellos remató: “Usted confunde probabilidad con posibilidad. Sí es posible obtener en seis o veinte lanzamientos de dados los números uno o cinco, es posible, pero poco probable”. Ella agradeció la aclaración, pero siguió convencida de que el universo se comporta de manera extraña y ordenada. Esto le disgustaba, ella prefería el caos.
Calculó los próximos movimientos: dirigir el brazo derecho hacia el vidrio de la ventana, deslizarlo hasta cerrarla antes de la visita puntual de los insectos vespertinos.
Volvió a las estrellitas amarillas. Polvo de estrellas. Polvo de oro. Antes de terminar su bachillerato tuvo su tercera revelación. En clase de historia estudiaban Conquista y Colonia. De adolescente le interesaba ese recuento de choque cultural, de atropello desmedido. El profesor narraba con lujo de detalle el intercambio injusto de espejitos por oro entre indígenas y españoles. Ella no lo podía entender. ¿Realmente fue un intercambio desigual? Obviamente no. Si alguna conclusión debió sacar el docente de ese relato histórico era la demostración indiscutible del nulo valor del oro, que simbólicamente era igual a unos espejitos. No quiso alzar la mano para plantear la pregunta en clase. Sólo se juró no malgastar su vida, su tiempo, en busca de dinero, oro u espejos. Todo daba igual.
Miró de nuevo por la ventana. El sol inclemente había empezado su descenso. Calculó los próximos movimientos: dirigir el brazo derecho hacia el vidrio de la ventana, deslizarlo hasta cerrarla antes de la visita puntual de los insectos vespertinos. Apartar suavemente de su pezón maltratado la bebé que se había estado alimentando hasta quedar dormida. Guardar su seno. Incorporarse lentamente para no despertarla. Acostarla en su cuna y salir despacio de la habitación violeta repleta de recuerdos.
- Iluminaciones - sábado 20 de enero de 2018