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Las luces

jueves 1 de marzo de 2018
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Cuando esperas. Cuando esperas toda la noche o casi toda. Cuando la espera sigue el ritmo de una canción y es a veces frenética como ese ritmo. Cuando canta a voz en grito todas las canciones y se revuelve y gira y está altísima y es insoportable. Cuando quieres saber lo que durará la espera y te apresuras a la barra que la disimula. Cuando la espera a veces se hace leve, se difumina en el subidón de tu canción favorita, se eleva al techo junto a tus brazos, sube y baja y parece menos espera, y se envuelve de risas. Cuando empezaste a esperar en la bañera, al ponerte las medias, al pintarte los labios y entonces se llamaba promesa y no luces —ni tu brazo que sujeta siempre un vaso—, sino piernas y tacones, y minifalda, o mejor no, me pongo otra cosa. Cuando era un montón de ropa sobre la cama y dudas. Cuando ahora tu mano no parece tuya, y sujeta un vaso que antes estaba lleno y enseguida estará por la mitad y luego vacío. Cuando ha sujetado un tubo lleno de líquido marrón oscuro, y luego azul con las luces —es por la quinina, qué mala la quinina que es veneno, y ríes—, y luego de un intenso ámbar que hoy no querrás estropear con mucha agua. No, hoy no, hoy la espera es de ese color precioso que brilla en tus ojos como las luces. Cuando de pronto es pesada como una canción pésima y sales a que te dé el aire y no te huela el pelo. Cuando entretienes la espera en el baño, y haces equilibrios para no mancharte la minifalda que sí te pusiste al final, y coño que no se me haga una carrera, coño, no, aunque sabes que a él no le importa, no le importan las medias rotas y casi desearías engancharlas y quitártelas, pero no, mejor no, mejor esperar. Cuando la espera no te importa y es tan divertida. Cuando imaginas que la espera ha acabado ya y te ves quitándote la ropa en tu cuarto, sola, con las piernas heladas y el pecho caliente, pero te dará igual porque lo mejor de la espera es cuando acaba, en realidad da igual cómo, e igual habrá una cama, y un día siguiente cuando no tendrás que preocuparte ya por esperar, y todo acabará donde empezó ayer.

Mi corazón pierde el compás, o es la música, o algo, algo hace bump, bump, bump, y no, no es mi corazón, ni la música insoportable, porque gritamos.

Cuando es viernes, o sábado, de noche, y la miras, miras a la espera a los ojos en el espejo del baño, y ya los tiene entrecerrados y rojos, y apesta a tabaco y ahora a cera, coño qué mal sabe este pintalabios, y le preguntas a tu amiga si los besos saben a cera y ella sólo dice no sé, y ella quizá está con su propia espera. Y puede que todo el local esté lleno de ellas, y seguro que también está lleno de esquinas, de rincones sin luz donde las esperas ya no lo son, donde los besos saben a cera y las minifaldas son cinturones sobre los muslos y ya no importa si las medias se rompen y en realidad hay mucha más luz que antes.

Cuando, siempre inesperadamente, llegan. Cuando parpadeas y olvidas que pensaste que quizá la espera acabaría esa noche con las piernas frías y el corazón abrasando, y ahora es peor, porque siempre es peor cuando la espera se llama promesa, o esperanza o deseo o joder vaya mierda seguro que tengo los ojos rojos y dame un cigarro, tienes un cigarro, necesito un cigarro joder. Cuando a tu espera le faltan segundos, porque sólo reconociste la espalda ancha de Jose. Cuando acaba porque detrás reconoces la coronilla de Víctor, y su cuerpo sigiloso que siempre se esconde, a veces, si hay suerte, con el tuyo.

Cuando la espera es ahora tan diferente porque es su sonrisa venenosa y su cuerpo elástico y los recuerdos.

Cuando dicen vámonos. Cuando nos vamos y salimos del local y Madrid es tan frío porque nunca llevamos abrigo, el abrigo es el gran proscrito de la noche, un animal muerto, un incordio. Bolso sí, porque hay que llevar tabaco y el pintalabios y condones no, los condones irán en la cartera de él (esperas, con esa espera que burbujea, burbujea siempre como las pastillas de Vitamina C). Y Jose está mal, es el que siempre está peor, y además es el que siempre conduce, es su coche y los demás estamos poco más o menos. Cuando el coche está petado y no llevamos cinturones porque no cabemos y porque no se nos ocurre a ninguno, y por qué se nos va a ocurrir cuando Jose puede poner la música y cantar, y que la música dé golpes en ese lugar minúsculo donde todos somos juguetes balanceantes y me marea, me marea estar así tan apretada echándole fugaces vistazos a la sonrisa venenosa de Víctor. Y ya no sé dónde hay más luz. Y Jose gira en las esquinas cerradas, a toda velocidad —porque le gusta—, y eso nos mueve, nos balanceamos, todos, yo contra Víctor, y eso ya no parece espera, ese balanceo, sino cuestión de minutos, de que lleguen sus manos, de alcanzar otro bar con esquinas donde no esperaremos. Y él pone un dedo en el agujero de la carrera que tengo en el muslo y acaricia el pequeño pedazo de carne fría del frío maldito de Madrid en invierno. Y mi corazón pierde el compás, o es la música, o algo, algo hace bump, bump, bump, y no, no es mi corazón, ni la música insoportable, porque gritamos. Yo no, no grito porque tenía el corazón y la vista en ese dedo que continúa su sonrisa venenosa y pulsa, es un timbre que suspende los ruidos, las luces, el pensamiento. Y se empeñan todos en gritar y llorar y joder joder qué pasa, ahora que terminaba la espera, qué pasa. Entra el frío de Madrid por las puertas abiertas (¿por qué hemos parado y abierto las puertas en mitad de la calle para que entre la noche y el frío y pare mis pensamientos y Víctor retire su dedo y siga la espera colgada, la maldita espera?) Es Jose, Jose llorando y de rodillas en el suelo (¿por qué está Jose en el suelo y de rodillas?), y los demás acercándose y llegando hasta donde han volado los bump (¿quién coño son estos, de dónde salieron?), los golpes que eran personas que cruzaban —y Jose dirá después que eran como ciervos de ojos reflectantes—, y ahora ya no cruzan sino que yacen, yacen en posturas tan extrañas que alguno se ríe, y ahí es cuando acaban todas nuestras esperas.

Marian Peyró
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