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La textura del tiempo

sábado 19 de mayo de 2018
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Jamás como en ese instante había percibido con tal nitidez la luz. Recostado sobre la cama de una habitación que no reconocía, Vladimir Nabokov apartó de pronto la mirada del marchito cuadro que colgaba de la pared y se quedó observando la ventana. Fue entonces que distinguió la composición del rayo de sol que atravesaba el cristal: la infinidad de moléculas viajando a través del sesgado haz que descendía hasta el borde de la cama; incluso la inexplicable estructura de los fotones, esas partículas duales que diseminaban sus cargas de corpúsculos-ondas sobre la tela de las sábanas.

Ahora que había visto la luz con tal claridad, no deseaba otra cosa más que sentarse ante el escritorio, tomar su bolígrafo y describirla con la mayor precisión posible.

La visión no duró más que unos segundos, pero fueron suficientes para que consiguiera registrarla en su memoria. Un momento después se conformó con apreciar el contraste entre el resplandor que seguía entrando por la ventana y la oscuridad que prevalecía en aquella zona de la habitación donde se encontraba Vera, sentada en un sillón junto a él, acariciando su mano. Al fondo, parado al lado de la puerta, estaba Dmitri, cruzado de brazos y con la cabeza agachada.

Por supuesto que desconocía la causa de aquel instante de clarividencia. Quizá su percepción seguía operando bajo el influjo del artículo que el doctor Johann Livelb había publicado en el número más reciente de la revista Science. Allí, el físico escribió: “Ahora me refiero a la luz ancestral de las galaxias que viaja millones —no, billones… ¡trillones!— de kilómetros para alcanzarnos. Aun en este momento, ante esta mesa, la luz que revela la imagen de lo que observo ha tardado una fracción de tiempo diminuta, infinitesimal —pero tiempo al cabo—, en alcanzar mis ojos. De modo que a donde quiera que miremos, a cualquier lugar, siempre estamos mirando al pasado”. El fenómeno le resultó tan fascinante como misterioso, y ahora que había visto la luz con tal claridad, no deseaba otra cosa más que sentarse ante el escritorio, tomar su bolígrafo y describirla con la mayor precisión posible.

Sólo tenía que esperar a que Vera soltara su mano y le permitiera levantarse. Pero debía guardar la calma: ya los médicos la habían asustado demasiado como para que él se obstinara en abandonar la cama. Sin embargo, en cuanto se pusiera a trabajar, ella se convencería de que se encontraba en óptimas condiciones, mejor que nunca. No podía ser de otra forma: semejante grado de lucidez era impensable en un cuerpo enfermo. ¡Bah, los médicos y sus contradicciones!… Al anochecer, toda vez que concluyera su labor, pondría a consideración de Vera su manuscrito, y ella, como lo había hecho por tantos años, se encargaría de revisarlo. Entonces advertiría la pulcritud de su descripción, el esmero puesto en los detalles, la diafanidad de esa luz que había presenciado unos minutos antes y que proyectaría sobre uno de sus recuerdos más entrañables. Modificaría algunas circunstancias, ciertos pormenores, pero Vera no tardaría en reconocer aquel lejano día en que él conoció a Colette, en Biarritz, el puerto francés al que solía ir de vacaciones con sus padres y sus hermanos.

Colette fue su primer amor. Por entonces apenas tenía diez años, pero todavía recordaba el momento en que la vio caminar por la playa, acompañada de su institutriz y del perrito faldero que la seguía por todos lados. Cuando la abordó, ella le respondió con una mezcla de francés y del inglés que su institutriz le estaba enseñando. Aún podía escuchar su voz, que se propagaba con tal liviandad que las palabras parecían enredarse entre el soplo del viento para desvanecerse casi al instante. Sin embargo, lo que captó su atención fue el halo de melancolía que cubría sus ojos, esa mirada distante que contenía el color y la profundidad del océano. Colette. La sola pronunciación del nombre le volvía a despertar aquella sensación de ternura y fragilidad que se gestó al observar el moretón que manchaba su brazo izquierdo. “Mi mamá aprieta con mucha fuerza”, explicó Colette sin que él preguntara nada, pero bastaron esas palabras para experimentar un deseo de protegerla de su madre, de la mirada vigilante de su institutriz, del escozor que la arena producía en su piel, de la sal marina que resecaba su cabello rizado, del niño pelirrojo que insistía en molestarla y con el que, de hecho, terminó por liarse a golpes. Tras el altercado se convenció de que el único modo de salvarla era huir juntos a cualquier lugar, para lo cual se dio a la tarea de diseñar un plan que la institutriz no tardó en descubrir. Los cuatro padres prohibieron a sus hijos volver a verse. Dos días después él y su familia regresaron a San Petersburgo.

La experiencia, aunque efímera, le generó tan profundas emociones que sintió la necesidad de escribirla en cuanto llegara a casa. Fue entonces que advirtió el efecto del tiempo en la memoria: el velo que gradualmente se extiende sobre los recuerdos, difuminándolos. De modo que cada vez que abordaba el episodio le parecía siempre inacabado, a pesar de que su mente había restituido las incidencias que lo conformaron. Quizá esa fue la primera ocasión que se planteó el problema que habría de ocupar su pensamiento por mucho tiempo: ¿cómo evocar el pasado?

Tras años de intentos fallidos, en algún momento comprendió que la evocación del pasado no sólo consistía en registrar los recuerdos, sino en reconstruirlos a detalle, poniendo una atención meticulosa en la descripción de lugares y objetos, en la diversidad de sonidos, aromas e impresiones, en la escala de colores y matices. Si algo faltaba, la imaginación se encargaría de colmar los espacios vacíos; de teñir, aquí y allá, lo que lucía desvaído; de restaurar las zonas que el tiempo había deteriorado, e incluso —¿por qué no?— de distorsionar ciertas situaciones. Evocar, en definitiva, no equivalía a recordar, sino a reinventar el pasado. Los motivos y las incidencias podían ser alterados; las personas serían sometidas a variaciones para convertirlas en personajes. Lo esencial era recuperar la experiencia; en todo caso, las sensaciones vinculadas a esa experiencia.

Una vez concebidas, la eficacia de las imágenes no residía más en el lenguaje, sino en su fuerza expresiva, en la calidad de su composición, en la elocuencia de su silencio.

Vera se había quedado dormida y Dmitri, al parecer, había salido. En la habitación los minutos seguían su marcha, pero él no pensaba en el paso del tiempo, sino en su tejido, en sus relieves, en sus pliegues, en la sustancia que da su tono distintivo a los recuerdos, que acaso es la misma que la de los sueños. No le interesaba el tiempo como duración, sino como una dimensión cuya profundidad había vislumbrado en el silencio que cae entre los acordes de la música, en los intervalos que preceden y prosiguen a las pulsaciones de una vida. Ahí, en esos breves espacios, acaecían los detalles que su mirada no cesaba de perseguir: el trazo que en el aire describe el vuelo de un ave; el sombrío jardín que se distingue a través de un vidrio empañado; el titubeo de una mano que ejecuta el movimiento decisivo en un juego de ajedrez; la conjunción de espejos que revela la desazón de una niña de doce años; el microcosmos contenido en el interior del portaplumas que le regaló Colette, antes de partir… Y en cada uno de estos casos siempre había intervenido la luz, ese destello en el que había visto fluir el principio y el fin de su búsqueda: la consistencia del pasado, lo que en su última novela había llamado “la textura del tiempo”.

“Yo no pienso en idioma alguno. Pienso en imágenes”, había respondido alguna vez a un obstinado periodista que no comprendía que esa textura no habría de hallarse en un conjunto de palabras, sino en imágenes plasmadas por un conjunto de palabras. Y una vez concebidas, la eficacia de las imágenes no residía más en el lenguaje, sino en su fuerza expresiva, en la calidad de su composición, en la elocuencia de su silencio: en su poder para evocar los instantes que han urdido el pasado. Todo cuanto le importaba era capturar esos instantes para preservarlos bajo el cristal de la escritura.

Quizá la técnica no era muy distinta a la que realizaba en el laboratorio de la Universidad de Harvard, donde pasaba las horas estudiando la contextura de las mariposas, el proceso de sus metamorfosis. Describir cada una de esas especies equivalía a captar los instantes que iban perfilando la historia de algún personaje. Y en su laboratorio creativo, el lenguaje fungía como lente de observación, como un instrumento que le permitía arrojar luz sobre esos instantes para elaborarlos con minucia. En lo sucesivo, bastaba con imaginar lugares e incidencias, la trama propicia para neutralizar el curso del tiempo y conferirle una forma definida, una textura peculiar. Su intención era construir el espacio donde fluirían las sensaciones de sus personajes hasta trascender el pasado y el presente, la memoria y la imaginación. Porque la escritura era para él la única realidad posible, la auténtica dimensión del tiempo.

Sin embargo, ahora que yacía sobre la cama, sintiendo la calidez del rayo de sol que ya se extendía sobre sus piernas, no dejaba de pensar que tal realidad no era sino un espejismo, una ilusión. Pero ¿acaso no lo era también nuestra realidad? (la única palabra, afirmó alguna vez, que tenía que ser escrita entre comillas). ¿Y qué se podía decir de la naturaleza, del mimetismo animal, de las formas y patrones de engaño que desarrollan un sinnúmero de especies como medio de protección? ¿Y qué había de esa luz que se dispersaba sobre las sábanas? ¿Acaso no era sólo el reflejo de una fuente tan remota como incomprensible, un destello que hace aparecer, como por arte de magia, todo lo que por conveniencia llamamos realidad?…

De pronto recordó aquellas líneas que alguna vez escribió en una publicación científica: “Descubrí en la naturaleza los inútiles deleites que buscaba en el arte. Ambos eran una forma de la magia, ambos un intrincado juego de encantamiento y engaño”. Desde la infancia había llegado a tal conclusión, justo el día en que sus padres contrataron a un mago para celebrar el cumpleaños de su hermano Kiril. En algún momento de aquella tarde, su curiosidad lo impulsó a entrar en la habitación donde el mago había guardado sus herramientas de trabajo. Antes de que el hombre irrumpiera para recriminarle su intromisión, él había tenido el tiempo suficiente para descubrir sus secretos, los trucos que empleaba para trastocar la realidad.

A partir de aquel día comprendió que escribir era una especie de hechizo, un encantamiento que residía en un proceso de selección y combinación de sucesos reales e inventados, de recuerdos, sueños e impresiones: un ars combinatoria cuyo propósito era hacer pasar por realidad lo que no era más que una fantasía individual. Los detalles aportaban la necesaria dosis de verosimilitud a cualquier cosa que narraba, pero para él no sólo era una cuestión de verosimilitud. El truco, el verdadero artificio, consistía en reordenar los elementos del mundo de tal forma que fuera posible observarlo bajo una luz intensa, inusual, capaz de transformar lo cotidiano en extraordinario; de conjurar una realidad semejante a la nuestra pero por completo distinta, ordinaria en apariencia pero impregnada de un aire de extrañeza, matizada con trazos de irrealidad y, en el fondo, como el tenue fulgor de una vela que arde en la oscuridad, un misterio.

Lo que nacía como una fantasía individual se revelaba como un mundo autónomo, único, con sus propias estructuras y disposiciones, con planos y perspectivas singulares, con mecanismos de simulación parecidos a los que había observado en la naturaleza. La ficción sólo era una representación, una réplica fantasmal de la realidad que, sin embargo, podía adquirir consistencia y profundidad mediante un estilo que articularía la precisión científica y la imaginación artística. Había descubierto que la literatura era —es— el arte del engaño.

Al recordar tal descubrimiento sintió un cosquilleo en la espina dorsal que lo llevó a mover su mano izquierda de manera involuntaria. Vera se incorporó al instante y lo miró con una expresión de alivio, que se acentuó al advertir la sonrisa que se dibujó en su rostro. Era una sonrisa sesgada, confiada, decididamente arrogante, idéntica a la que ponía cada vez que escribía un nuevo libro o cuando ganaba una partida de ajedrez; acaso no tan efusiva como la de aquel día en que le regaló una mariposa a su padre, quien se encontraba en la celda donde los bolcheviques lo habían encerrado. Observar los colores del lepidóptero brillando en las penumbras de aquel lugar le resultó tan fascinante que por unos minutos olvidó su desconsuelo.

Sólo al escribir podía acceder a una zona de reconocimiento, volver al punto donde convergían lenguas y geografías, imágenes y sensaciones, los libros leídos y escritos, los hombres que había sido, reales e inventados.

Unos días después él y su familia tuvieron que abandonar Rusia para refugiarse en Praga. Desde entonces tuvo la sensación de estar atrapado en una paradoja, pues ¿cómo era posible vivir en una realidad cuando la memoria seguía anclada a otra realidad? La sensación comenzó a agudizarse con el paso de los años, en cada ciudad que habitaba: en Cambridge, donde se recargaba sobre uno de los postes del arco que defendía para recitar los poemas de Rimbaud que su institutriz solía leerle; en Berlín, donde el alumbrado público proyectaba las noches blancas de San Petersburgo en el fondo de los charcos; en Ithaca, donde lamentaba el desinterés de sus alumnos mientras él insistía en observar a detalle la escena inicial de Ana Karenina; incluso en Montreaux, donde pasaba largas horas entre los bosques contiguos al hotel donde vivía, como buscando un paraje que lo condujera de regreso a la casa de su infancia.

De ahí la evocación del pasado. Sólo al escribir podía acceder a una zona de reconocimiento, volver al punto donde convergían lenguas y geografías, imágenes y sensaciones, los libros leídos y escritos, los hombres que había sido, reales e inventados: el ajedrecista Luzhin, el profesor Pnin, el narrador Sirin, el novelista Sebastian Knight, el esteta Humbert Humbert, el crítico Charles Kinbote, el poeta John Shade, el entomólogo Vladimir Nabokov y, sobre todo en ese momento, el distraído Mark Standfuss, quien caminaba por las calles sin percatarse de que Vera se asía con más fuerza de su mano. A la distancia reconoció los floridos jardines de Montreux, donde solía pasear al lado de ella; a los escritores e intelectuales rusos que todas las noches se reunían en un café de Berlín, tan distinto a los diners donde comía después de haber viajado miles de kilómetros para llegar a los Apalaches, cuyos bosques resguardaban la misma especie de mariposa que había perseguido en las planicies rusas. Y con cuánto afecto vio pasar el Packard en el que recorrió el vasto territorio estadounidense, mismo que tuvo que reinventar para concebir a su Lolita, quien ahora desfilaba ante él mostrando sus distintas versiones: Annabel Leigh, Ada, Margot, Mashenka, Sveta, Colette… Ahí estaba, sentada sobre la arena de la playa de Biarritz, contemplando el tranquilo vaivén de las aguas del mar. Y a su lado, el niño ruso que intentó escapar con ella, absorto en los detalles de la puesta de sol que parecía aproximar el horizonte, aún sin saber que la cercanía de ese confín no era más que un efecto de la luz, un truco de la naturaleza, una ilusión óptica. En realidad era él quien había llegado al horizonte de sucesos.

Ya el rayo del sol se había posado sobre su rostro iluminando sus pálidas mejillas, sus ojos aún abiertos, sus pestañas. Vera se quedó unos minutos más junto a él y, finalmente, se resignó a soltar su mano. Enseguida se levantó del sillón y fue a cerrar la cortina. La oscuridad colmó la habitación.

Ahora podía comenzar a trabajar.

En cuanto abandonó la cama, se dirigió al estudio de su padre y se sentó ante el escritorio. Desde ahí podía observar la luz que a esa hora del día caía a plenitud sobre el estanque, extendiéndose a lo largo del jardín hasta alcanzar la ventana. No tendría dificultad alguna en describirla: podía apreciar la intensidad con que alumbraba las copas de los árboles, los matices del follaje, los contrastes de su espesura, las diminutas bifurcaciones de las hojas; podía observar las nubes que se reflejaban en la bruñida superficie del estanque, junto al cual ya lo esperaba la institutriz con un libro entre sus manos; podía sentir la calidez del fulgor diseminándose sobre la hierba y las plantas, sobre el polícromo de las flores que bordeaban el jardín, sobre las alas irisadas de la mariposa que revoloteaba al otro lado de la ventana; casi podía palpar el inusitado brillo que daba a los cuadros que pendían de las paredes del estudio, a los libros que reposaban sobre el escritorio, a la hoja en blanco de su cuaderno abierto. Con la mirada atenta y el bolígrafo dispuesto, volvió a percibir esa luz ancestral que todo lo envolvía, trasluciendo la textura del tiempo.

Alejandro Nájera
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