Me hice una trenza para evitar que el pelo mojado me delatara. Pero al entrar a la sala de estudio sentí, sólo por unos segundos, los ojos de todas levantándose de sus libros para verme y entender que acababa de hacer algo malo. Cerré la puerta detrás de mí y los relámpagos quedaron atrás. Ahora sólo existía el sonido de una cafetera en el pasillo y las voces de las chicas repitiendo como grabadoras los nombres de los pares craneales. “¿No vas a estudiar?”, me preguntó Susana, la más aplicada, sin mirarme. Me senté aún con la ropa escurriendo y fijé la vista en un mapa de los hemisferios cerebrales hasta quedarme dormida.
Alguna vez, una dentro de las escasas veces en las que hablaba, Luisa dijo que cuando se enojaba se imaginaba que tenía relámpagos dentro de la cabeza.
La escuela y sus dormitorios eran menos feos cuando llegué. Sus techos altos con candelabros hacían que me sintiera dentro de un castillo. Años después me di cuenta de lo anticuados que se veían, como si fueran el mobiliario de una academia de buenos modales. A medida que pasaban los semestres la pintura de las paredes se iba cayendo y las escasas plantas en los pasillos se marchitaban. No parecía importarle a ninguna de las madres, cualquier cosa que sucediera fuera de la capilla no era su problema. De hecho, el Instituto Lisboa y lo que pasara en él no le importaba a nadie. El rector, un viejo semiciego apodado El Saramago —o simplemente Sarito—, había dejado de salir los lunes a los honores a la bandera. Sólo se le veía en la entrega de calificaciones finales, silencioso en su lucha por no quedarse dormido de pie. A nuestros padres también los veíamos sólo ese día, aplaudiendo como autómatas un logro tan insignificante como pasar materias impartidas por profesores que también se quedaban dormidos de pie. Por eso cuando El Saramago convocó una reunión urgente con los respetables padres de familia supimos que algo extraordinario tuvo que haber ocurrido. Luisa, la chica callada con la que compartía litera, no regresó al dormitorio esa noche. En los pasillos se contaba que la habían visto ser llevada a la entrada por sus padres y los prefectos como si estuviera bajo un arresto. Los días siguientes sólo se hablaba de la desaparición de Luisa, la tímida, la que no hacía más que escuchar Riders on the Storm en un walkman ruidosísimo del que me reía discretamente.
Susana me despertó y antes de que las chicas iniciaran su partida hacia los dormitorios, les enseñé el fajo de hojas que llevaba en la mochila. Los expedientes que por alguna razón, quizás más simbólica que administrativa, estaban en la capilla del otro lado del patio. Bruja, decía el de Luisa.
Del examen del día siguiente todas nos olvidamos. Alguna vez, una dentro de las escasas veces en las que hablaba, Luisa dijo que cuando se enojaba se imaginaba que tenía relámpagos dentro de la cabeza. Por ello fue perfecta la luz lila que iluminó las paredes de los pasillos mientras tapábamos los huecos de pintura caída con hojas que decían brujas, brujas, brujas.
- Los relámpagos - martes 28 de mayo de 2019